Aquellas no fueron
para nada unas vacaciones como las que había tenido hasta entonces. Nunca hasta
aquel verano me había ido a ningún lado con amigos a pasar unos días juntos, y
menos aún un pleno verano. Pero siempre hay una primera vez para todo y esa
llegó cumplidos ya los veinte años. Era el verano de 2011, entre los cursos de
segundo y tercero de carrera, un verano en el que también me había ido ya a la
playa con mis padres (algo que no hacía desde hacía más de un lustro, debido a
que a mí nunca me ha gustado mucho la playa y menos aún las playas a las que
había acostumbrado a ir en el sur de España en el Mediterráneo, atestadas de
gente y agobiantes) y en el que también me iría a Londres (por segunda vez
visitaría esa ciudad que desde que puse pie por primera vez en sus calles en
2006 me enamoró completa y ciegamente) tras venir de pasar esos días con mis
amigos. Estaba lleno de ilusión por empezar aquellas vacaciones con mis
compañeros de universidad, con mis amigos, con esas personas con las que estaba
llamado a estar durante toda la carrera y compartir muchos momentos, buenos y
malos, duros y más benignos, y muchos aprobados y suspensos. Siempre soñé con
unas vacaciones como las que aquella mañana de julio de hace ya unos cuantos
años estaba a punto de empezar; siempre soñé que la universidad también
implicaba eso, es decir, compartir con los amigos que me echara y con las
personas a las que fuera conociendo y considerando amigos unos días en verano
juntos de vacaciones, siempre deseé que pasara. Y estaba pasando.
Aquella mañana de
julio, que tan lejana me parece ahora, y a veces también tan irreal que creo
que quizá todo aquello fue un sueño, que no viví realmente pero que al volver a
ver de vez en cuando las fotografías que realicé durante aquel viaje (siendo
prácticamente el fotógrafo oficial y cronista visual de aquellos días) me doy
cuenta que para nada fue un sueño sino que fue aquello que realmente recuerdo
que fue, el mejor viaje que he hecho en mi vida, del que más recuerdos guardo y
del que más me arrepentiría olvidarme. Como digo, aquella mañana de julio, como
suele ser habitual en Madrid en esas fechas el cielo amaneció completamente
despejado. Me desperté temprano, porque mi padre me tenía que llevar al punto
de encuentro en el que los amigos que íbamos desde Madrid habíamos quedado para
que nuestro chófer en aquel viaje, Juan Carlos (que con posterioridad y con el
paso de los cursos y los años se convertiría en uno de mis mejores amigos) no
hiciera de autobús de ruta con su coche de macarra de barrio – un Honda Cívic
rojo – que sería nuestro medio de transporte durante aquel viaje. La noche
anterior al día de partir apenas dormí bien, estaba lleno de nervios por
comenzar ese viaje que durante tantos años había estado anhelando y que no me
creía que hubiera llegado. Pasé toda la noche en duermevela, imaginándome a
ratos cómo sería la casa de nuestro anfitrión, donde íbamos a pasar tres
noches, cómo serían esas noches, qué haríamos y con quién, cómo sería convivir
con mis compañeros de clase en un ambiente muy distinto al de la universidad.
Todas esas cuestiones se fueron sucediendo por mi cabeza durante aquella noche,
junto con momentos de miedo también, miedo a no saber cómo comportarme en esas
nuevas situaciones y circunstancias que iba a vivir aquellos días, miedo a no
estar a la altura del resto de mis compañeros si íbamos de fiesta, o a algún
sitio a beber, o a salir por la noche. Pero llegó la mañana y la hora de
levantarse para desayunar y empezar aquel viaje.
El punto de
encuentro para los cuatro compañeros que íbamos desde Madrid era Villaverde,
allí vivían dos de los miembros de este viaje (el otro compañero, Miguel, venía
desde Moncloa) y además como antes de emprender de verdad viaje hacia el sur –
nuestro destino – teníamos que pasar por Toledo para recoger a otro de los
amigos con los que iba a pasar aquellos días, Villaverde era el mejor lugar
para quedar como punto de encuentro. Una vez me levanté y me desperecé con
agua, todos los acontecimientos se aceleraron, el tiempo empezó a volar, a
diferencia de lo que había sido el día anterior en el que el tiempo parecía no
avanzar y que el día de la salida no iba a llegar nunca. Los nervios de la
noche parecieron desaparecer, aunque sólo fue un espejismo ya que una vez estuvimos
los cuatro que partíamos de Madrid juntos y montados en el coche, el miedo y
los nervios parecieron volver. Todos nos despedimos de nuestros padres,
cargamos el Cívic con nuestro equipaje, casi todos con bolsa de viaje, nos
montamos en el coche y pusimos rumbo a Toledo, la ciudad Imperial para recoger
a Chema, el quinto miembro de la compañía, el que cerraba el grupo. El trayecto
hasta Toledo se me pasó volando, todos parecíamos excitados por aquellas
vacaciones que estábamos empezando, por esos días que íbamos a pasar en la casa
de los abuelos de nuestro anfitrión en el sur de España, en esa magnífica y
bellísima ciudad de Úbeda. Poco a poco el sol fue levantándose sobre los campos
castellanos de Toledo, rápidamente dejamos atrás las ciudades populosas del cinturón
sur de la ciudad de Madrid, Móstoles, Leganés, Getafe, con sus polígonas
industriales, sus carteles publicitarios que jalonan la carretera que lleva de
Madrid a Toledo a ambos lados. El sol daba muestras de que aquel día iba a ser
un buen día de verano en Madrid, uno de esos días en que es mejor no salir de
casa hasta que el sol empiece ya a abrazar su muerte diaria, esos días en los
que hasta las sombras de los edificios parecen pasar calor. Nosotros íbamos
hacia el sur, con un par de narices, a Andalucía, a Úbeda, Jaén.
No recuerdo muy
bien a qué hora llegamos a Toledo, a la estación de autobuses donde nos
esperaba Chema con su padre que le había acercado allí desde el cercano
pueblo/pedanía (sé que esta última denominación le va a hacer gracia) de Bargas,
lo que sí recuerdo es que el sol ya estaba lo suficientemente alto en el
firmamento como para empezar a calentar y picar, y lo estaba haciendo. Una vez
nos despedimos del padre de nuestro último amigo incorporado al grupo, nos
acoplamos ya como pudimos en el coche, dispuesto ahora ya sí a emprender camino
directo a la noble y leal ciudad de Úbeda (que bien me queda ser tan pomposo
con los nombres de las ciudades, pero es que algunas lo merecen). Como los
cinco que íbamos en el coche no somos pequeños, salvo el toledano y nuestro
chófer (que por tener que ir conduciendo y por ser suyo el coche tiene el
privilegio de ocupar siempre una de las dos plazas delanteras), atrás tuvimos
que ir algo apretaditos, aunque es cierto que el coche era amplio. Los primeros
kilómetros del viaje se hicieron por una carretera prácticamente nueva pero por
la que apenas había circulación ni vigilancia, por lo que pudimos ir algo más
rápido de lo legalmente estipulado en las normas de conducción, pero así
podíamos ganar algo de tiempo, teniendo en cuenta que teníamos que llegar a
Úbeda a comer y con las despedidas en Madrid y en Toledo siempre se pierde algo
de tiempo, nos venía bien. Esta carretera nos tenía que comunicar desde Toledo
hasta la carretera de Andalucía (A-4). El trayecto se realizó con bastante
calma, no hablamos mucho supongo que ninguno habíamos pasado una noche muy
descansada, cada uno por motivos diferentes, quizá todos con unos pocos de
nervios ante aquellas vacaciones diferentes, por lo menos para mí.
No sé muy bien, la
verdad es que no lo recuerdo con exactitud, quien condujo en la primera etapa
del viaje hasta que hicimos la primera parada técnica para descansar y estirar
las piernas unos kilómetros antes de llegar al angosto y mítico paso de
Despeñaperros. Creo recordad que fue Miguel, que actuaba de copiloto en aquel
viaje, al menos a la ida y que sustituyó al chófer oficial desde Toledo hasta
aquella área de descanso manchega. La parada duró uno minutos, los justos para
vaciar nuestras vejigas, algunos en los baños, otros directamente en una valla
cercana de espaldas a la carretera, o quizá lo hicimos todos al aire libre. Una
vez retomamos el camino y nos volvimos a meter en el coche, el sol ya picaba
bastante a pesar de ser todavía temprano y no haber sobrepasado el mediodía aún
por lo que todo hacía pensar que el calor iba a ser la tónica general de
aquellos días, pero era lo esperable yendo al sur. Si me acuerdo de que era
nuestro pequeño pero hábil chófer, Juan Carlos, quien condujo desde aquella
parada técnica hasta nuestro destino final. El paso de Despeñaperros siempre ha
sido un hito histórico importante en el camino que comunica la meseta manchega
con el sur español. Esas altas montañas, desgarradas por las afiladas rocas que
se dejan ver en las laderas, esa carretera que serpentea como puede para subir
y descender por el desfiladero y poder llegar a tierras sureñas siempre me ha
intrigado e impresionado. Resulta imponente pensar que por ese estrecho paso
que a duras penas da para una estrecha carretera pasaran antaño carruajes de
todo tipo. Esta es una de las zonas más bonitas de cuantas atraviesa la
carretera de Andalucía, y da pie a imaginarse miles de aventuras que se hubieran
podida desarrollar perfectamente en ese hostil paraje de nombre tan rotundo.
Con sumo cuidado pasamos ese tramo de la carretera a una velocidad ínfima, la
máxima a la que la propia carretera permite llegar, no hay que olvidar que el
coche iba muy cargado, cinco personas con su correspondiente equipaje en el
maletero. Había que extremar la precaución, hasta los camiones nos adelantaban,
lógico teniendo en cuenta que este paso es la principal vía de comunicación
entre el sur de España y la capital. Una vez pasado Despeñaperros el paisaje
cambia rotundamente, pasamos de una llanura sosa, triste y amarilla sin más
animación que pequeñas ondulaciones a lo lejos donde la vista apenas alcanza a
divisar, a un paisaje mucho más vivo, alegre y divertido de contemplar. El sur
es diferente a cualquier otra parte de España y yo lo descubrí de verdad en
aquel viaje con mis amigos.
Uno de los
momentos más divertidos de aquel trayecto hasta Úbeda se produjo cuando nos
tuvimos que desviar ya de la carretera nacional, de la autovía para coger la
carretera que nos llevaría hasta la ciudad donde ya nos estaría esperando sin
duda Ángel y su familia. Y digo que fue el momento más divertido, pero también
lo podría llamar tenso o incluso difícil. Resulta que aunque no sabíamos cual
era la salida exacta de la autovía por donde teníamos que salir, Juan Carlos
que ya había estado el verano pasado en Úbeda, sí sabía más o menos por donde
estaba el desvío que teníamos que tomar. Y lo tomamos pero bien tomado. Menudo
giro brusco de volante tuvimos que dar, los tres pasajeros que íbamos en los
asientos traseros nos apretujamos debido a la fuerza centrífuga que el giro a
derechas que dimos nos provocó, pobre al que le toco sufrir tanto mi peso como
el del toledano. Casi se nos pasa la salida, pero nuestro conductor, en una de
esas locuras al volante que por entonces hacía, a pesar de que la salida estaba
ya prácticamente pasada, y la línea continua que la delimitaba ya había
empezado, obvió completamente todo y metió el coche como pudo, frenando a tope,
porque íbamos a cierta velocidad y girando todo lo posible para meter el coche
en la salida que nos correspondía. He de decir también que la dichosa salida
era bastante brusca, prácticamente un ángulo recto, seguida de una curva a
derechas que enlazaba con la carretera comarcal que nos llevaría a nuestro
destino. Pasado este momento de tensión, propio de la fórmula uno o de los rallyes,
nos metimos de lleno en tierras andaluzas, en Jaén, tierra de aceite, mar de
olivos. La carretera que nos tenía que llevar hasta Úbeda era como la que lleva
a cualquier pueblo: divertida de conducir, y esto mismo le debió parecer a
nuestro inestimable chófer para recorrerla como si siguiéramos en una autovía,
si las normas de tráfico marcan que para carreteras de ese tipo la velocidad máxima
tenía que ser de 90 km/h nosotros volábamos a más de 100 km/h (siempre he dicho
para picar a mi gran pequeño amigo que iba a 130 km/h cosa que nunca se produjo
aunque la sensación que yo tenía sí era esa).
Cuanto más nos
acercábamos a nuestro destino el paisaje que nos rodeaba más se llenaba de
olivos. Olivos por todos lados, en los llanos, en las laderas de las pequeñas
lomas jienenses, a orillas de un enorme pantano que se veía en la lejanía, y
tierra colorada, color rojizo que con la caída del sol debía mostrar su cara
más bella e intensa, pero que a la hora en la que estábamos pasando aquel día
lo único que parecía transmitir el calor que hacía por aquellas tierras. Mirara
por donde mirase sólo hallaba inmensas extensiones de olivos, la carretera
parecía una invitada incómoda en aquel paisaje, algo que no encajaba bien en
aquella maravilla, en aquel océano rojizo y verdoso, entre aquellos olivares.
Lo único que desentonaba allí era la música que nuestro piloto oficial llevaba
puesta. ¡Menuda jaula de grillos íbamos escuchando! Música discotequera que
nada tenía que ver con lo que se veía por las ventanillas del coche, pero que a
una mayoría de los que íbamos en el coche gustaba, a mí desde luego no, y a
aquellas alturas de viaje estaba más que cansado de dicha música,
que siempre tenía el mismo ritmo infernal del “tchunda-tchunda”, con qué dolor
de cabeza llegué a nuestro destino. Pero claro lo que a mí me hubiera gustado
escuchar por aquellas tierras sólo hubiera gustado a Miguel, cuyos gustos
musicales están más cerca de los míos que de los de nuestro chófer, pero quien
conducía era él y además al resto de la expedición esa música sí les gustaba,
lo que demuestra su escaso conocimiento de la música (espero que no se tomen
esto en serio mis amigos).
Y al final
llegamos a Úbeda, a una hora cercana ya a la de comer y por tanto con nuestro
estómagos reclamándonos sustento sólido después de no haber comido nada desde
el desayuno tomado por cada uno de nosotros en nuestras respectivas casas que
tan lejanas estaban ya y a las que no nos apetecía volver por el momento. Ya
estábamos allí, lo que siempre deseé, aquello que siempre había estado en mis
sueños empezaba a parecerme real, se estaba empezando a producir, lo estaba
empezando a vivir en la realidad. Estaba lleno de ilusión y ganas, también
estaba nervioso por descubrir todo aquello que hasta entonces solo me había
imaginado, la casa de nuestro amigo, su familia, dónde íbamos a dormir, cómo
sería todo, la gente a la que conocería, los momentos que viviría con mis hasta
entonces compañeros de universidad pero que desde entonces pasarían a ser algo
más. Todo estaba ya cobrando cuerpo, todas imágenes que me había hecho en
sueños en mi cabeza empezaban a transformarse en realidad. Lo primero fue la
ciudad, que nos recibió casi desierta como correspondía a la hora en la que
todo el mundo se prepara para comer y se refugia de la justicia que imparte el
sol a aquellas horas en aquellas tierras sureñas. Nos costó dar con la casa de
nuestro anfitrión ubetense, pero al final lo logramos. Pero lo que a partir de
entonces pasó vendrá en la siguiente entrega del relato de este viaje soñado.
Caronte.
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