sábado, 5 de julio de 2014

Viaje soñado al mar de los olivos (Parte I)

Aquellas no fueron para nada unas vacaciones como las que había tenido hasta entonces. Nunca hasta aquel verano me había ido a ningún lado con amigos a pasar unos días juntos, y menos aún un pleno verano. Pero siempre hay una primera vez para todo y esa llegó cumplidos ya los veinte años. Era el verano de 2011, entre los cursos de segundo y tercero de carrera, un verano en el que también me había ido ya a la playa con mis padres (algo que no hacía desde hacía más de un lustro, debido a que a mí nunca me ha gustado mucho la playa y menos aún las playas a las que había acostumbrado a ir en el sur de España en el Mediterráneo, atestadas de gente y agobiantes) y en el que también me iría a Londres (por segunda vez visitaría esa ciudad que desde que puse pie por primera vez en sus calles en 2006 me enamoró completa y ciegamente) tras venir de pasar esos días con mis amigos. Estaba lleno de ilusión por empezar aquellas vacaciones con mis compañeros de universidad, con mis amigos, con esas personas con las que estaba llamado a estar durante toda la carrera y compartir muchos momentos, buenos y malos, duros y más benignos, y muchos aprobados y suspensos. Siempre soñé con unas vacaciones como las que aquella mañana de julio de hace ya unos cuantos años estaba a punto de empezar; siempre soñé que la universidad también implicaba eso, es decir, compartir con los amigos que me echara y con las personas a las que fuera conociendo y considerando amigos unos días en verano juntos de vacaciones, siempre deseé que pasara. Y estaba pasando.

Aquella mañana de julio, que tan lejana me parece ahora, y a veces también tan irreal que creo que quizá todo aquello fue un sueño, que no viví realmente pero que al volver a ver de vez en cuando las fotografías que realicé durante aquel viaje (siendo prácticamente el fotógrafo oficial y cronista visual de aquellos días) me doy cuenta que para nada fue un sueño sino que fue aquello que realmente recuerdo que fue, el mejor viaje que he hecho en mi vida, del que más recuerdos guardo y del que más me arrepentiría olvidarme. Como digo, aquella mañana de julio, como suele ser habitual en Madrid en esas fechas el cielo amaneció completamente despejado. Me desperté temprano, porque mi padre me tenía que llevar al punto de encuentro en el que los amigos que íbamos desde Madrid habíamos quedado para que nuestro chófer en aquel viaje, Juan Carlos (que con posterioridad y con el paso de los cursos y los años se convertiría en uno de mis mejores amigos) no hiciera de autobús de ruta con su coche de macarra de barrio – un Honda Cívic rojo – que sería nuestro medio de transporte durante aquel viaje. La noche anterior al día de partir apenas dormí bien, estaba lleno de nervios por comenzar ese viaje que durante tantos años había estado anhelando y que no me creía que hubiera llegado. Pasé toda la noche en duermevela, imaginándome a ratos cómo sería la casa de nuestro anfitrión, donde íbamos a pasar tres noches, cómo serían esas noches, qué haríamos y con quién, cómo sería convivir con mis compañeros de clase en un ambiente muy distinto al de la universidad. Todas esas cuestiones se fueron sucediendo por mi cabeza durante aquella noche, junto con momentos de miedo también, miedo a no saber cómo comportarme en esas nuevas situaciones y circunstancias que iba a vivir aquellos días, miedo a no estar a la altura del resto de mis compañeros si íbamos de fiesta, o a algún sitio a beber, o a salir por la noche. Pero llegó la mañana y la hora de levantarse para desayunar y empezar aquel viaje.

El punto de encuentro para los cuatro compañeros que íbamos desde Madrid era Villaverde, allí vivían dos de los miembros de este viaje (el otro compañero, Miguel, venía desde Moncloa) y además como antes de emprender de verdad viaje hacia el sur – nuestro destino – teníamos que pasar por Toledo para recoger a otro de los amigos con los que iba a pasar aquellos días, Villaverde era el mejor lugar para quedar como punto de encuentro. Una vez me levanté y me desperecé con agua, todos los acontecimientos se aceleraron, el tiempo empezó a volar, a diferencia de lo que había sido el día anterior en el que el tiempo parecía no avanzar y que el día de la salida no iba a llegar nunca. Los nervios de la noche parecieron desaparecer, aunque sólo fue un espejismo ya que una vez estuvimos los cuatro que partíamos de Madrid juntos y montados en el coche, el miedo y los nervios parecieron volver. Todos nos despedimos de nuestros padres, cargamos el Cívic con nuestro equipaje, casi todos con bolsa de viaje, nos montamos en el coche y pusimos rumbo a Toledo, la ciudad Imperial para recoger a Chema, el quinto miembro de la compañía, el que cerraba el grupo. El trayecto hasta Toledo se me pasó volando, todos parecíamos excitados por aquellas vacaciones que estábamos empezando, por esos días que íbamos a pasar en la casa de los abuelos de nuestro anfitrión en el sur de España, en esa magnífica y bellísima ciudad de Úbeda. Poco a poco el sol fue levantándose sobre los campos castellanos de Toledo, rápidamente dejamos atrás las ciudades populosas del cinturón sur de la ciudad de Madrid, Móstoles, Leganés, Getafe, con sus polígonas industriales, sus carteles publicitarios que jalonan la carretera que lleva de Madrid a Toledo a ambos lados. El sol daba muestras de que aquel día iba a ser un buen día de verano en Madrid, uno de esos días en que es mejor no salir de casa hasta que el sol empiece ya a abrazar su muerte diaria, esos días en los que hasta las sombras de los edificios parecen pasar calor. Nosotros íbamos hacia el sur, con un par de narices, a Andalucía, a Úbeda, Jaén.

No recuerdo muy bien a qué hora llegamos a Toledo, a la estación de autobuses donde nos esperaba Chema con su padre que le había acercado allí desde el cercano pueblo/pedanía (sé que esta última denominación le va a hacer gracia) de Bargas, lo que sí recuerdo es que el sol ya estaba lo suficientemente alto en el firmamento como para empezar a calentar y picar, y lo estaba haciendo. Una vez nos despedimos del padre de nuestro último amigo incorporado al grupo, nos acoplamos ya como pudimos en el coche, dispuesto ahora ya sí a emprender camino directo a la noble y leal ciudad de Úbeda (que bien me queda ser tan pomposo con los nombres de las ciudades, pero es que algunas lo merecen). Como los cinco que íbamos en el coche no somos pequeños, salvo el toledano y nuestro chófer (que por tener que ir conduciendo y por ser suyo el coche tiene el privilegio de ocupar siempre una de las dos plazas delanteras), atrás tuvimos que ir algo apretaditos, aunque es cierto que el coche era amplio. Los primeros kilómetros del viaje se hicieron por una carretera prácticamente nueva pero por la que apenas había circulación ni vigilancia, por lo que pudimos ir algo más rápido de lo legalmente estipulado en las normas de conducción, pero así podíamos ganar algo de tiempo, teniendo en cuenta que teníamos que llegar a Úbeda a comer y con las despedidas en Madrid y en Toledo siempre se pierde algo de tiempo, nos venía bien. Esta carretera nos tenía que comunicar desde Toledo hasta la carretera de Andalucía (A-4). El trayecto se realizó con bastante calma, no hablamos mucho supongo que ninguno habíamos pasado una noche muy descansada, cada uno por motivos diferentes, quizá todos con unos pocos de nervios ante aquellas vacaciones diferentes, por lo menos para mí.

No sé muy bien, la verdad es que no lo recuerdo con exactitud, quien condujo en la primera etapa del viaje hasta que hicimos la primera parada técnica para descansar y estirar las piernas unos kilómetros antes de llegar al angosto y mítico paso de Despeñaperros. Creo recordad que fue Miguel, que actuaba de copiloto en aquel viaje, al menos a la ida y que sustituyó al chófer oficial desde Toledo hasta aquella área de descanso manchega. La parada duró uno minutos, los justos para vaciar nuestras vejigas, algunos en los baños, otros directamente en una valla cercana de espaldas a la carretera, o quizá lo hicimos todos al aire libre. Una vez retomamos el camino y nos volvimos a meter en el coche, el sol ya picaba bastante a pesar de ser todavía temprano y no haber sobrepasado el mediodía aún por lo que todo hacía pensar que el calor iba a ser la tónica general de aquellos días, pero era lo esperable yendo al sur. Si me acuerdo de que era nuestro pequeño pero hábil chófer, Juan Carlos, quien condujo desde aquella parada técnica hasta nuestro destino final. El paso de Despeñaperros siempre ha sido un hito histórico importante en el camino que comunica la meseta manchega con el sur español. Esas altas montañas, desgarradas por las afiladas rocas que se dejan ver en las laderas, esa carretera que serpentea como puede para subir y descender por el desfiladero y poder llegar a tierras sureñas siempre me ha intrigado e impresionado. Resulta imponente pensar que por ese estrecho paso que a duras penas da para una estrecha carretera pasaran antaño carruajes de todo tipo. Esta es una de las zonas más bonitas de cuantas atraviesa la carretera de Andalucía, y da pie a imaginarse miles de aventuras que se hubieran podida desarrollar perfectamente en ese hostil paraje de nombre tan rotundo. Con sumo cuidado pasamos ese tramo de la carretera a una velocidad ínfima, la máxima a la que la propia carretera permite llegar, no hay que olvidar que el coche iba muy cargado, cinco personas con su correspondiente equipaje en el maletero. Había que extremar la precaución, hasta los camiones nos adelantaban, lógico teniendo en cuenta que este paso es la principal vía de comunicación entre el sur de España y la capital. Una vez pasado Despeñaperros el paisaje cambia rotundamente, pasamos de una llanura sosa, triste y amarilla sin más animación que pequeñas ondulaciones a lo lejos donde la vista apenas alcanza a divisar, a un paisaje mucho más vivo, alegre y divertido de contemplar. El sur es diferente a cualquier otra parte de España y yo lo descubrí de verdad en aquel viaje con mis amigos.

Uno de los momentos más divertidos de aquel trayecto hasta Úbeda se produjo cuando nos tuvimos que desviar ya de la carretera nacional, de la autovía para coger la carretera que nos llevaría hasta la ciudad donde ya nos estaría esperando sin duda Ángel y su familia. Y digo que fue el momento más divertido, pero también lo podría llamar tenso o incluso difícil. Resulta que aunque no sabíamos cual era la salida exacta de la autovía por donde teníamos que salir, Juan Carlos que ya había estado el verano pasado en Úbeda, sí sabía más o menos por donde estaba el desvío que teníamos que tomar. Y lo tomamos pero bien tomado. Menudo giro brusco de volante tuvimos que dar, los tres pasajeros que íbamos en los asientos traseros nos apretujamos debido a la fuerza centrífuga que el giro a derechas que dimos nos provocó, pobre al que le toco sufrir tanto mi peso como el del toledano. Casi se nos pasa la salida, pero nuestro conductor, en una de esas locuras al volante que por entonces hacía, a pesar de que la salida estaba ya prácticamente pasada, y la línea continua que la delimitaba ya había empezado, obvió completamente todo y metió el coche como pudo, frenando a tope, porque íbamos a cierta velocidad y girando todo lo posible para meter el coche en la salida que nos correspondía. He de decir también que la dichosa salida era bastante brusca, prácticamente un ángulo recto, seguida de una curva a derechas que enlazaba con la carretera comarcal que nos llevaría a nuestro destino. Pasado este momento de tensión, propio de la fórmula uno o de los rallyes, nos metimos de lleno en tierras andaluzas, en Jaén, tierra de aceite, mar de olivos. La carretera que nos tenía que llevar hasta Úbeda era como la que lleva a cualquier pueblo: divertida de conducir, y esto mismo le debió parecer a nuestro inestimable chófer para recorrerla como si siguiéramos en una autovía, si las normas de tráfico marcan que para carreteras de ese tipo la velocidad máxima tenía que ser de 90 km/h nosotros volábamos a más de 100 km/h (siempre he dicho para picar a mi gran pequeño amigo que iba a 130 km/h cosa que nunca se produjo aunque la sensación que yo tenía sí era esa).

Cuanto más nos acercábamos a nuestro destino el paisaje que nos rodeaba más se llenaba de olivos. Olivos por todos lados, en los llanos, en las laderas de las pequeñas lomas jienenses, a orillas de un enorme pantano que se veía en la lejanía, y tierra colorada, color rojizo que con la caída del sol debía mostrar su cara más bella e intensa, pero que a la hora en la que estábamos pasando aquel día lo único que parecía transmitir el calor que hacía por aquellas tierras. Mirara por donde mirase sólo hallaba inmensas extensiones de olivos, la carretera parecía una invitada incómoda en aquel paisaje, algo que no encajaba bien en aquella maravilla, en aquel océano rojizo y verdoso, entre aquellos olivares. Lo único que desentonaba allí era la música que nuestro piloto oficial llevaba puesta. ¡Menuda jaula de grillos íbamos escuchando! Música discotequera que nada tenía que ver con lo que se veía por las ventanillas del coche, pero que a una mayoría de los que íbamos en el coche gustaba, a mí desde luego no, y a aquellas alturas de viaje estaba más que cansado de dicha música, que siempre tenía el mismo ritmo infernal del “tchunda-tchunda”, con qué dolor de cabeza llegué a nuestro destino. Pero claro lo que a mí me hubiera gustado escuchar por aquellas tierras sólo hubiera gustado a Miguel, cuyos gustos musicales están más cerca de los míos que de los de nuestro chófer, pero quien conducía era él y además al resto de la expedición esa música sí les gustaba, lo que demuestra su escaso conocimiento de la música (espero que no se tomen esto en serio mis amigos).

Y al final llegamos a Úbeda, a una hora cercana ya a la de comer y por tanto con nuestro estómagos reclamándonos sustento sólido después de no haber comido nada desde el desayuno tomado por cada uno de nosotros en nuestras respectivas casas que tan lejanas estaban ya y a las que no nos apetecía volver por el momento. Ya estábamos allí, lo que siempre deseé, aquello que siempre había estado en mis sueños empezaba a parecerme real, se estaba empezando a producir, lo estaba empezando a vivir en la realidad. Estaba lleno de ilusión y ganas, también estaba nervioso por descubrir todo aquello que hasta entonces solo me había imaginado, la casa de nuestro amigo, su familia, dónde íbamos a dormir, cómo sería todo, la gente a la que conocería, los momentos que viviría con mis hasta entonces compañeros de universidad pero que desde entonces pasarían a ser algo más. Todo estaba ya cobrando cuerpo, todas imágenes que me había hecho en sueños en mi cabeza empezaban a transformarse en realidad. Lo primero fue la ciudad, que nos recibió casi desierta como correspondía a la hora en la que todo el mundo se prepara para comer y se refugia de la justicia que imparte el sol a aquellas horas en aquellas tierras sureñas. Nos costó dar con la casa de nuestro anfitrión ubetense, pero al final lo logramos. Pero lo que a partir de entonces pasó vendrá en la siguiente entrega del relato de este viaje soñado.

Caronte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario