Agosto es ese mes
del año en el que los días son más largos que las 24 horas normales que tiene
el resto del año. Es un mes en el que si vives en una gran ciudad que no sea
costera, ni esté a menos de una hora de la playa, parece que haya sido atacada
por una bomba nuclear que hubiera arrasado con toda forma de vida. Madrid en agosto
es eso, una ciudad desierta, parece abandonada por sus habitantes que huyen del
asfalto y las aceras de granito para buscar refugio en los pueblos, ya sean de
la sierra norte, o de las vegas del sur, o más lejos todavía en playas
abarrotadas de gente o calas perdidas de la costa catalana o de alguna isla
balear, paraíso mediterráneo. Los pocos que este mes nos toca quedarnos en
Madrid, porque ya hemos consumido nuestras vacaciones más activas, tenemos que
asumir ese sopor que se apodera de la ciudad, de todos sus espacios públicos, y
que termina entrando en las casas para adueñarse del ánimo de sus moradores que
se ven obligados a permanecer encerrados en ellas hasta que el sol no ha
empezado su camino de despedida hacia el horizonte.
Poco hay que se
puede hacer en Madrid en agosto, sobre todo por el torrao que cae durante casi
todo el día sobre las calles y plazas de la ciudad. El sol de agosto en Madrid
es capaz de derretir hasta la más dura roca. Es un sol que no quema, pero que
abrasa, y que irradia un calor propio de las antesalas del infierno. Entre las
doce del mediodía y las siete de la tarde, las calles de Madrid parecen las de
una ciudad abandonada por alguna catástrofe natural o humana, sólo aquellos que
por obligación tienen que salir a la calle lo hacen, mientras que el resto
intentamos quedarnos en nuestras casas, los que podemos con el aire
acondicionado refrescándonos y los que no intentando que el fuego de la calle
no penetre a través de puertas y ventanas. Este sol y este calor seco propio de
la meseta castellana, que sólo hace sudar cuando llevas ya mucho rato expuesto
al mismo, son los que generan ese sopor que lo envuelve todo y que por muchas
ganas que tengas de hacer cosas interesantes, éstas se difuminan y lo único que
quieres es que lleguen esas horas del día en las que el sol aunque siga en lo
alto del cielo ya no tiene todo su poder disponible y empieza su honrosa
retirada del campo de batalla sabiéndose un día más vencedor.
Como he dicho los
días de agosto son más largos que los de cualquier otro mes. O eso es lo que me
está pareciendo a mí este año. Quizá sólo sea eso, pura percepción personal
debida a que este año por primera vez que estoy en la universidad, agosto es
para mí un mes completo de vacaciones; un mes en el que no me tengo que
preocupar de estudiar para ningún examen absurdo de septiembre que lo único que
son, como todos los demás, es una pérdida de tiempo, ganas, fuerza y vida. Muy
probablemente el hecho de no tener que hacer diariamente algo por obligación,
como era estudiar, me lleve a tener la sensación de que estos primeros días de
agosto están siendo penosamente largos y aburridos. No quiero decir que el año
pasado no fueran ni largos ni aburridos, pero al menos el tener la tarea de “estudiar”
diariamente una asignatura hacía que ese aburrimiento y ese sopor de verano
pareciesen menos lo que en verdad eran, quedaban camuflados por esa obligación.
Pero este año, liberado ya de toda obligación inútil estoy sufriendo de veras
las inclemencias del alma que agosto impone en quienes sentimos la necesidad de
hacer algo fuera de nuestras casas y por falta de ganas y fuerza para hacerlas
terminamos sumidos en un aburrimiento que se nos cuela hasta lo más profundo
del corazón anulando todo lo bueno que hayamos vivido en nuestras vacaciones –
ya sea con amigos o con la familia – y todas las fuerzas que hayamos recobrado
durante dichas vacaciones.
Pero en agosto
esto es lo que hay. Y son lentejas, es decir, o las tomas o las dejas. Este es
un mes más que tiene que pasar para que llegue el siguiente y la normalidad
vuelva poco a poco o de manera abrupta, como cada uno lo quiera ver, a
instalarse en nuestras vidas y la ciudad así mismo vuelva a latir con el vigor
no estival que suele tener todo el año. Por suerte y a pesar de lo largo que
son los días de agosto y del sopor y el aburrimiento que me imprimen, Madrid
siempre tiene cosas que ofrecer. A personas como a mí que me encanta pasear por
Madrid, no ya solo por las zonas más conocidas, comerciales y turísticas, sino también
por los barrios más alternativos y alejados de la masificación relativa que
tienen en verano las zonas más conocidas. Y digo que es una suerte porque
cuando más aburrido estoy y menos ganas tengo de nada, cuando mis ánimos están
no sólo vencidos por el calor africano sino también por asuntos personales,
Madrid siempre termina por ser una salida de emergencia, una puerta que siempre
está abierta hacia la libertad de la calle, en contraposición a la cárcel de mi
casa y mi cuarto.
Sitios como Malasaña,
Lavapiés, Chueca o La Latina, siempre tienen sitios tranquilos llenos de
bullicio (aunque parezcan conceptos incompatibles, no lo son en absoluto) en
los que sentarte en una terraza a tomarte algo preferiblemente en buena compañía,
si es que se tiene la posibilidad, pero también sólo ya que en estas zonas no
vas a ser mirado de manera extraña por estar solo en una terraza de un bar
leyendo o tomando notas en un cuaderno para luego escribir alguna historia. Los
paseos por estas zonas, siempre dejándote llevar, terminan por llevarte a
descubrir tiendas, locales y bares fuera de los circuitos más típicos, que
merecen más la pena que cualquier otra cosa. Ya me ha pasado en alguna ocasión el
ir caminando por alguno de estos barrios y acabar topándome con una pastelería
a la que he entrado atraído por su olor tradicional a pan, a bollo y a chocolate,
y viendo los manjares que en las diferentes vitrinas tenía expuestos he
terminado por comprarme una palmeara de chocolate – manjar de manjares, uno de
los dulces que más me gustan y que siempre que puedo intento probar de
pastelerías nuevas para ir catando todas las que pueda para dar con la mejor de
Madrid – o alguna napolitana y deleitarme con su sabor. Pero las mayores
sorpresas me las he llevado con mi gran pasión, los libros. Puede que más que pasión
sea adicción a la lectura y a las letras, pero es una adicción tan buena que no
quiero desengancharme de ella. Ya son varias las librerías de segunda mano que
he ido descubriendo durante mis paseos por Madrid, por algunas de las cuales ya
había pasado antes sin reparar en ellas, como El rincón de lectura, La
tarde, El galeón, o la Pérez Galdós. Todas estas librerías ejercen,
desde que las conozco, una atracción sobre mí que no sé explicar y que siempre
que voy a dar una vuelta cerca de ellas mis pies me terminan llevando hasta
alguna de ellas y mi cerebro, casi sin darme cuenta racional de lo que hago, me
invita a meterme en ellas para buscar algún libro muchas veces sin saber ni si
quiera cuál.
Pero no solo librerías de segunda mano se han
cruzado en mis paseos bajo el calor del verano, también varios cafés librerías
en los que además de poder tomarte un café, un refresco o un trozo de tarta,
puedes leer un libro tranquilamente en un ambiente diferente en el que uno se
siente entre iguales y no va a ser tachado de raro por hacerlo, o incluso
participar en alguna tertulia inesperada sobre algún libro o autor que de
repente surja entre un par de clientes del café. Si no fuera porque Madrid está
ahí estos largos y calurosos días de verano en los que no tengo nada que hacer
y pocas personas con las que quedar el aburrimiento terminaría por hundirme y
arrastrarme al sopor insoportable de agosto. Además de paseos, por suerte en
Madrid también en los últimos años han ido proliferando para los amantes del
cine, las proyecciones al aire libre en lugares poco comunes. Junto al ya
tradicional Parque de la Bombilla y su Festival de Cine al Aire Libre
(Fescinal) que permite ver dos películas recientes en sesión continua por seis
euros, se han ido uniendo en los últimos años y bajo el paraguas de los Veranos
de la Villa, el cine de verano del Conde Duque y las proyecciones den versión original
de clásicos del cine del Palacio de Cibeles. Supongo que alguno de estos largos
días de verano mis huesos acabarán en alguno de ellos para ver alguna que otra
película en un ambiente diferente para combatir el aburrimiento, y quién sabe
si no es en algún sitio de estos donde encuentre a alguien interesante que, buscando
huir del sopor veraniego como yo, haya pensado como yo para aliviar el
aburrimiento de agosto.
Pero a agosto
todavía le faltan muchos días para acabar, sólo hemos pasado un tercio del mes,
lo único bueno que tiene que los días sean tan largos y calurosos, y que apenas
tenga nada que hacer salvo aburrirme en mi casa, es que puedo leer todo lo que
quiera, y escribir también aunque esto último es algo más difícil y no siempre
puedo hacerlo, no por falta de tiempo sino porque aunque me ponga delante del
ordenador con la intención de escribir algo no sale nada, o lo que sale están sumamente
malo – no quiere esto decir que el resto sea bueno, ni mucho menos – que es
preferible no haberlo escrito. Leer y escribir, eso es lo que intento que ocupe
todo mi tiempo para que el aburrimiento no cale en mí, aunque a veces lo hace.
Y es que poco más hay que pueda hacer en mi casa, salvo mirar pasar el tiempo,
y no es mi afición favorita, porque al menos si en la tele echaran alguna
película decente podría también invertir parte del tiempo viéndola pero es que
lo que echan es si cabe más deprimente que mirar las musarañas: pura basura
estival de agosto. También podría ponerme a pensar en el curso que viene de la
universidad, el último por fin, sexto, que como un huevo kínder viene con
sorpresa. Sorpresa llamada Proyecto Fin de Carrera, que para hacernos el mes de
agosto menos tedioso y aburrido, debemos elegir antes de septiembre para ser
asignados según preferencias en uno u otro y así poder empezar en septiembre a
amargarnos la vida en una tradición académica española destinada únicamente a
amargar la vida de los estudiantes universitarios durante su último curso, para
que entren en el mundo laboral con buen sabor de boca. Todo fantástico para que
agosto no sea ese mes largo y caluroso que de por sí ya es. Poco más tengo que
decir a cuenta de estos días de verano salvo que espero que pasen pronto y que
las letras, ya sean leídas o escritas, borren mi aburrimiento y conserven las
fuerzas que las vacaciones con mis amigos y mis padres me han dado y salga por
Madrid a encontrar aquello que se deje buscar por alguien que necesita
encontrar para poder vivir.
Caronte.
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