lunes, 18 de enero de 2016

El Vals del Emperador (LXX)

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(Viene de la entrada anterior.)

Salieron de comedor. Ella iba cogida del brazo de él y llevaba su chaqueta en el otro brazo. Él iba como podía sujetándose el paño con hielos en el puño derecho que es el que tenía magullado y cuyos nudillos mostraban una coloración entre burdeos y berenjena. El rasguño de la cara había sangrado un poco, aunque ahora la sangre estaba seca en su pómulo, y se había inflamado un poco. Aunque quería disimular el dolor, camino de la habitación en un par de ocasiones se le escapó una especie de mueca de dolor, de queja casi infantil que hizo que Anna se preocupara por él e insistiera en si le dolía algo o no, a lo que él seguía respondiendo que no, intentando fingir que era más hombre que el que le había intentado pegar en el comedor y casi lo consigue. Él intentaba mantener el tipo, demostrar que era fuerte y que estaba hecho a esas situaciones, no tanto para impresionar a Anna que después de dos años con él ya sabía mejor que él mimo como era, sino ante sí mismo. Era un sentimiento absurdo; una actitud infantil, la misma que esos macarras con buena pinta que habían generado tanto alboroto en el salón del Sacher se empeñaban en demostrar a todo el mundo.

Llegaron a la habitación. Él se dirigió directamente al baño. Se quitó la camisa y la tiró a un lado. Abrió el grifo del agua caliente y tras dejar correr un poco el agua para que el primer torrente de agua gélida se templara, se lavó la cara. El agua hizo que la magulladura del pómulo le escociera. Su mano derecha era una masa de carne hinchada de diversas tonalidades y coloraciones. Sangraba a ratos. No la podía abrir del todo. Cualquier movimiento que hacía con ella le provocaba unos dolores punzantes que le recorrían todo el cuerpo y que hacían que intentara moverla lo menos posible. Anna entró en el baño y al verle con cara de dolor, que él intentó disimular rápidamente, se asustó y se acercó a él para abrazarle e intentar consolarle. Le besó en la espalda desnuda y luego en el cuello. Le preguntó cómo estaba y él a duras penas le volvió a decir que estaba bien aunque algo dolorido. El trapo donde el camarero le había dado el hielo ya no era más que un trozo de tela mojado, chorreante y con rastros de sangre en el mismo.

Anna le había llevado una pastilla para el dolor. Él la cogió, se la metió en la boca, llenó un vaso con agua, esta vez fría, y de un sorbo se trago la pastilla. No sólo tenía el pómulo rasgado y el puño hecho un manojo de carne blanda y abultada. También tenía dolor en uno de sus costados. A pesar de que no tenía un cuerpo atlético, sin fuertemente definido, sí estaba algo en forma, aunque los ligeros abdominales que se le marcaban en el vientre y los músculos dorsales no habían sido lo suficientemente protectores, sí habían evitado males mayores.

Salieron ambos del baño. Él se empezó a poner otra camisa blanca con la ayuda de Anna, aunque ésta cuando él empezó a abrochársela impidió que terminara de hacerlo besándole el pecho y subiendo posteriormente a sus labios. Ella le abrazó y se susurró al oído un “gracias” que a él se sonó también como un perdón, y le hizo más bien que mil pastillas y calmantes que se tomara para el dolor.

Después de ese abrazo, Anna se metió en el baño para también adecentarse un poco después del torrente de emociones vividas en el salón comedor durante la cena. Él se quedó momentáneamente en la habitación. Se sentó en la cama mirando hacia las ventanas. Pudo ver cómo la nieve seguía cayendo sobre Viena. Al final iba a ser verdad que la mañana del primero de enero iba a amanecer totalmente invernal, con un gran manto frío y blanco de nieve cubriéndolo todo, pensó él. Pero sus pensamientos dejaron la nieve a un lado para volver a centrarse en lo que había ocurrido hacía unos minutos durante la cena. No se podía quitar de la cabeza la mirada de ese hombre hacia Anna, una mirada segura de sí misma, directa, fría y desnuda. Él sabía que Anna sí conocía de antes a ese joven apuesto, rubio, alto, de ojos profundamente azules. Se sentía hundido. Totalmente desolado por los acontecimientos vividos. No podía pensar como reales los hechos que habían ocurrido. Todavía no se creía lo que había hecho. Cuando lanzó el puño hacia ese joven de su edad, aunque algo más joven sin duda, sintió un odio repentino. No era él. Lo único que quería era darle bien fuerte en la cara, no solo para intentar destrozarla por envidia, sino también para dañar algo que le importaba más como era su autoestima. Esa autoestima fuerte y superior que hacía que gente como ese joven le hicieran a él sentir inferior por no ser como ellos aún envidiándolos.

Anna salió del baño y le vio sentado en la cama, en silencio, cabizbajo, pensando, mirando sin ver hacia algún punto indeterminado de la pared o el suelo. No hizo ruido y se acercó a él. Se sentó a su lado y le preguntó con toda la intención del mundo prácticamente anticipando la respuesta:

– ¿Quieres que volvamos a bajar? Están a punto de dar las doce de la noche.

Él levantó la cabeza. Miró a su derecha y se encontró con los ojos de ella fijos en los de él ahora que los podía ver. No se dijeron nada pero ambos sabían la respuesta a la pregunta de ella. Ninguno la pronunció. De sus labios no salió palabra alguna que diera respuesta a la pregunta. No hacía falta. Él desde que salió del comedor no tenía ganas de volver allí; no quería volver a estar entre las mismas personas que antes le habían visto  pegarse con otro hombre; sentía vergüenza de sí mismo por haber caído tan abajo y sentirse como esa clase de hombres que a la mínima que pueden demuestran su hombría con desafíos de ese tipo, ya sea de palabra o de acto como había ocurrido en esa ocasión. Anna también sabía la respuesta porque lo había visto en sus ojos; ojos vacíos de sentimiento, perdidos en unos pensamientos oscuros que sólo él sabía a ciencia cierta. El silencio fue la respuesta a esa pregunta de Anna. No podía haber otra contestación más clara y directa.

– Dime qué te pasa por favor. Desahógate. – Dijo Anna acercándose a él para acariciarle el pelo, algo que desde el principio de su relación siempre le había gustado hacerle.
– Conocías a ese hombre, ¿verdad? – Dijo él sin tono alguno de reproche en su voz.
– No es momento para hablar de ello. Olvídale. – Dijo Anna a modo de respuesta sabiendo que no tenía que decir más para que él se diera cuenta de cuál era la respuesta de verdad.
– Te quiero Anna. Sé que tú no me lo vas a decir a mí. Pero te quiero con toda mi alma. Te quiero con locura. Te quiero como nunca antes he querido a nadie. – Dijo él acompañando cada una de sus frases con un beso, primero en el cuello, luego en una de sus mejillas y al final en la boca donde la dio un beso íntimo, lleno de locura y pasión, pero también de desesperación y miedo a que no se vuelva a repetir.

Después de ese beso ella no dijo nada. Él seguía mirándola como ella no recordaba que la hubiera mirado nunca. Vio en sus ojos un sentimiento que la abrumaba, que la daba vértigo, no tanto por ella como por él. Vio unos ojos que se empezaban a llenar de lágrimas, que hacían que el blanco impoluto de su globo ocular se tornara en rojo por la irritación, que sus pupilas normalmente de un tono entre verde, gris y azul, fuera de un azul turquesa inmenso. Quiso decirle algo pero nada salió de su garganta. Anna no era capaz de articular palabra. Pero no fue ella para su propia sorpresa quien habló sino él:

– Es la primera vez en mi vida que me he pegado con alguien. – Dijo él volviendo a desviar su mirada de los ojos de ella.
– ¿De verdad? – Preguntó ella incrédula, sin saber muy bien qué responder a esa afirmación de él.
– Sí. Ni en el colegio; ni en el instituto; ni por su puesto en la universidad. Aunque en la universidad sí que tuve la tentación de partirle la cara a un par de personas, en especial a una. – Añadió él.
– Si te digo la verdad no me sorprende. – Dijo Anna quizá usando un tono de voz que mostraba más piedad por él que lo que ella de verdad quería mostrar, que era sorpresa.
– Supongo que no. Supongo que tengo pinta de ser un mindundi. Alguien que nunca pegaría a alguien y que si se terciara la ocasión dejaría que le pegaran o huiría sin hacer nada. Un cobarde a fin de cuentas, ¿verdad? – Dijo él como reprochando a Anna algo de su pasado.
– No quería decir eso. Si ha sonado así perdóname. – Se excusó Anna cogiéndole de la mano para intentar que volviera a mirarla, cosa que no ocurrió.
– Es la primera vez que pego a alguien deseando hacerlo. ¿Y sabes una cosa? No me siento mal. Pero tampoco me siento bien.
– ¿Y cómo te sientes? – Le interrumpió Anna.
– No sé. Por momentos me doy asco a mí mismo por lo que he hecho, por haberme convertido en uno de esos hombres viscerales que simplemente actúan guiados por su instinto animal para demostrar que son hombre de verdad, que son los machos alfa de la manada. – Respondió él con un tono de voz que parecía lleno de odio.
– No debes sentirte así. No tienes que demostrar nada a nadie. Sólo me has defendido. – Dijo ella consiguiendo ahora sí que el volviera a mirarla.
– Ya. Esa es la otra parte. Si miro desde otro ángulo lo que hecho me doy cuenta de que también quería pegar a ese hombre, romperle la nariz, hacer que sangrara, destrozarle esa cara tan atractiva y tan soberbia que tenía. Dejarle por los suelos en nombre de mis recuerdos. Le puse la cara de todos esos chicos a los que envidiaba por tener la vida que yo quería para mí, que tenían pareja cuando yo no tenía, que volvían locas a las chicas por estar delgados, por tener buen cuerpo, por ser los macarras de turno de la clase, por ser guays.
– No creo que quisieras en el fondo ser como ellos. Ni que ahora sigas queriendo serlo. – Le volvió a interrumpir Anna.
– No. Era un iluso de mierda por aquella época. Luego me di cuenta. Por ello también me siento mal por haber sentido tantísimo odio hacia este niñato al que le he roto un par de dientes, destrozándome al mismo tiempo la mano. – Terminó de decir él mirándose el puño magullado y dolorido, dejando que por sus mejillas corriera alguna que otra lágrima, producto probablemente de dolo y la rabia que sentía por él mismo más que por cualquier otra causa.

Ella le escuchó terminar atentamente, dejando que él se expresara libremente, dando rienda suelta a todo ese marasmo de sentimientos que tenía dentro y que le estaban haciendo llorar. Anna llevaba mucho tiempo sin ver llorar a un hombre, probablemente si intentaba hacer memoria sólo lograría recordar a un amigo suyo, homosexual, llorando al ver una película dramática, un dramón de esos en los que hay una mujer enamorada de alguien equivocado y en las que ese amor furtivo solo causa dolor a las dos partes recipientes de ese amor. No lograba recordar cuándo fue la última vez que vio a un hombre llorar de verdad, por sus propios sentimientos y no los generados de manera ajena. Le veía a él allí sentado, casi desamparado, y lo único que podía sentir era pena por él, pena que por momentos se convertía en lástima y que hacía que ella misma se odiara a sí misma también por experimentar dicho sentimiento.

El silenció volvió a invadirles. Anna enjuagó las lágrimas que corrían por las mejillas de él. No se dijeron nada. El reloj que había en la habitación seguía corriendo. La manecilla que marcaba los minutos tapaba ligeramente en número diez; la que marcaba las horas estaba sobre el doce prácticamente. El año estaba muriéndose. No hubo más palabras. Anna se acercó a él y le besó, primero sobre el pómulo magullado haciendo que él al sentir el calor de sus labios y el roce de los mismos con la zona dolorida se echara un poco hacia atrás. Fue solo un instante, el miedo a que un roce indebidamente medido hiciera más daño del deseable. Anna siguió entonces besándole por el resto de la cara acercándose poco a poco hacia sus labios. Él se dejaba besar.

Poco a poco la pasión se fue apoderando de los dos. Anna le besó en los labios y buscó la lengua masculina de él con la suya; al encontrarla, ambos músculos se enzarzaron en una lucha libre sin tregua. Él la abrazó y la atrajo hacia sí intentando llevar un poco la iniciativa, pero Anna se resistió. En vez de dejarse caer en la cama, ella empezó a acariciarle el pecho desnudo y a quitarle la camisa que antes él se había puesto instintivamente después de quitarse la que había llevado durante toda la cena y haberla arrojado a un rincón del cuarto de baño. Cuando ella le hubo liberado de la protección de la camisa, teniendo cuidado sobre todo al sacar la manga del brazo cuya mano estaba totalmente amoratada e hinchada todavía, latente por el dolo y sangrando a ratos, le tendió sobre la cama.

Teniéndole sobre la cama a su merced, Anna se incorporó ligeramente para desabrocharse el vestido que llevaba puesto y lo dejó caer al suelo quedándose en ropa interior. Él vio en ese momento cómo ella no llevaba sujetador: sus pechos quedaron al descubierto, redondos, suaves y duros, con los pezones erizados por la excitación del momento. Sólo llevaba unas bragas oscuras de encaje, muy sensuales, diseñadas más bien para el disfrute de ojos ajenos, masculinos preferentemente, que para la comodidad de quien las lleva. Viéndola allí de pie junto a él soltándose el pelo para dejarlo caer sobre sus hombros hasta rozar prácticamente sus pechos, no pudo disimular ya la excitación que también él sentía y el deseo de abrazarla, besarla y recorrerla con sus dedos por todos los recovecos de ese cuerpo perfecto. La erección que tenía quedaba marcada en su pantalón, clamando por quedar totalmente liberada. Es el problema que tienen los hombres que cuando se excitan no lo pueden disimular porque el cuerpo es animal y un instinto primario no se puede reprimir.

Caronte.

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