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(Viene de la entrada anterior.)
Salieron de comedor. Ella iba cogida del brazo de él y llevaba su
chaqueta en el otro brazo. Él iba como podía sujetándose el paño con hielos en
el puño derecho que es el que tenía magullado y cuyos nudillos mostraban una
coloración entre burdeos y berenjena. El rasguño de la cara había sangrado un
poco, aunque ahora la sangre estaba seca en su pómulo, y se había inflamado un
poco. Aunque quería disimular el dolor, camino de la habitación en un par de
ocasiones se le escapó una especie de mueca de dolor, de queja casi infantil
que hizo que Anna se preocupara por él e insistiera en si le dolía algo o no, a
lo que él seguía respondiendo que no, intentando fingir que era más hombre que
el que le había intentado pegar en el comedor y casi lo consigue. Él intentaba
mantener el tipo, demostrar que era fuerte y que estaba hecho a esas
situaciones, no tanto para impresionar a Anna que después de dos años con él ya
sabía mejor que él mimo como era, sino ante sí mismo. Era un sentimiento absurdo;
una actitud infantil, la misma que esos macarras con buena pinta que habían
generado tanto alboroto en el salón del Sacher se empeñaban en demostrar a todo
el mundo.
Llegaron a la habitación. Él se dirigió directamente al baño. Se quitó la
camisa y la tiró a un lado. Abrió el grifo del agua caliente y tras dejar
correr un poco el agua para que el primer torrente de agua gélida se templara,
se lavó la cara. El agua hizo que la magulladura del pómulo le escociera. Su
mano derecha era una masa de carne hinchada de diversas tonalidades y
coloraciones. Sangraba a ratos. No la podía abrir del todo. Cualquier
movimiento que hacía con ella le provocaba unos dolores punzantes que le
recorrían todo el cuerpo y que hacían que intentara moverla lo menos posible. Anna
entró en el baño y al verle con cara de dolor, que él intentó disimular
rápidamente, se asustó y se acercó a él para abrazarle e intentar consolarle.
Le besó en la espalda desnuda y luego en el cuello. Le preguntó cómo estaba y
él a duras penas le volvió a decir que estaba bien aunque algo dolorido. El
trapo donde el camarero le había dado el hielo ya no era más que un trozo de
tela mojado, chorreante y con rastros de sangre en el mismo.
Anna le había llevado una pastilla para el dolor. Él la cogió, se la
metió en la boca, llenó un vaso con agua, esta vez fría, y de un sorbo se trago
la pastilla. No sólo tenía el pómulo rasgado y el puño hecho un manojo de carne
blanda y abultada. También tenía dolor en uno de sus costados. A pesar de que
no tenía un cuerpo atlético, sin fuertemente definido, sí estaba algo en forma,
aunque los ligeros abdominales que se le marcaban en el vientre y los músculos
dorsales no habían sido lo suficientemente protectores, sí habían evitado males
mayores.
Salieron ambos del baño. Él se empezó a poner otra camisa blanca con la
ayuda de Anna, aunque ésta cuando él empezó a abrochársela impidió que
terminara de hacerlo besándole el pecho y subiendo posteriormente a sus labios.
Ella le abrazó y se susurró al oído un “gracias” que a él se sonó también como
un perdón, y le hizo más bien que mil pastillas y calmantes que se tomara para
el dolor.
Después de ese abrazo, Anna se metió en el baño para también adecentarse
un poco después del torrente de emociones vividas en el salón comedor durante
la cena. Él se quedó momentáneamente en la habitación. Se sentó en la cama
mirando hacia las ventanas. Pudo ver cómo la nieve seguía cayendo sobre Viena.
Al final iba a ser verdad que la mañana del primero de enero iba a amanecer
totalmente invernal, con un gran manto frío y blanco de nieve cubriéndolo todo,
pensó él. Pero sus pensamientos dejaron la nieve a un lado para volver a
centrarse en lo que había ocurrido hacía unos minutos durante la cena. No se
podía quitar de la cabeza la mirada de ese hombre hacia Anna, una mirada segura
de sí misma, directa, fría y desnuda. Él sabía que Anna sí conocía de antes a
ese joven apuesto, rubio, alto, de ojos profundamente azules. Se sentía
hundido. Totalmente desolado por los acontecimientos vividos. No podía pensar
como reales los hechos que habían ocurrido. Todavía no se creía lo que había
hecho. Cuando lanzó el puño hacia ese joven de su edad, aunque algo más joven
sin duda, sintió un odio repentino. No era él. Lo único que quería era darle
bien fuerte en la cara, no solo para intentar destrozarla por envidia, sino
también para dañar algo que le importaba más como era su autoestima. Esa
autoestima fuerte y superior que hacía que gente como ese joven le hicieran a
él sentir inferior por no ser como ellos aún envidiándolos.
Anna salió del baño y le vio sentado en la cama, en silencio, cabizbajo,
pensando, mirando sin ver hacia algún punto indeterminado de la pared o el
suelo. No hizo ruido y se acercó a él. Se sentó a su lado y le preguntó con
toda la intención del mundo prácticamente anticipando la respuesta:
– ¿Quieres que volvamos a bajar? Están a punto de dar las doce de la
noche.
Él levantó la cabeza. Miró a su derecha y se encontró con los ojos de
ella fijos en los de él ahora que los podía ver. No se dijeron nada pero ambos
sabían la respuesta a la pregunta de ella. Ninguno la pronunció. De sus labios
no salió palabra alguna que diera respuesta a la pregunta. No hacía falta. Él
desde que salió del comedor no tenía ganas de volver allí; no quería volver a
estar entre las mismas personas que antes le habían visto pegarse con otro hombre; sentía vergüenza de
sí mismo por haber caído tan abajo y sentirse como esa clase de hombres que a
la mínima que pueden demuestran su hombría con desafíos de ese tipo, ya sea de
palabra o de acto como había ocurrido en esa ocasión. Anna también sabía la
respuesta porque lo había visto en sus ojos; ojos vacíos de sentimiento,
perdidos en unos pensamientos oscuros que sólo él sabía a ciencia cierta. El
silencio fue la respuesta a esa pregunta de Anna. No podía haber otra
contestación más clara y directa.
– Dime qué te pasa por favor. Desahógate. – Dijo Anna acercándose a él
para acariciarle el pelo, algo que desde el principio de su relación siempre le
había gustado hacerle.
– Conocías a ese hombre, ¿verdad? – Dijo él sin tono alguno de reproche
en su voz.
– No es momento para hablar de ello. Olvídale. – Dijo Anna a modo de
respuesta sabiendo que no tenía que decir más para que él se diera cuenta de
cuál era la respuesta de verdad.
– Te quiero Anna. Sé que tú no me lo vas a decir a mí. Pero te quiero con
toda mi alma. Te quiero con locura. Te quiero como nunca antes he querido a
nadie. – Dijo él acompañando cada una de sus frases con un beso, primero en el
cuello, luego en una de sus mejillas y al final en la boca donde la dio un beso
íntimo, lleno de locura y pasión, pero también de desesperación y miedo a que
no se vuelva a repetir.
Después de ese beso ella no dijo nada. Él seguía mirándola como ella no
recordaba que la hubiera mirado nunca. Vio en sus ojos un sentimiento que la
abrumaba, que la daba vértigo, no tanto por ella como por él. Vio unos ojos que
se empezaban a llenar de lágrimas, que hacían que el blanco impoluto de su
globo ocular se tornara en rojo por la irritación, que sus pupilas normalmente
de un tono entre verde, gris y azul, fuera de un azul turquesa inmenso. Quiso
decirle algo pero nada salió de su garganta. Anna no era capaz de articular
palabra. Pero no fue ella para su propia sorpresa quien habló sino él:
– Es la primera vez en mi vida que me he pegado con alguien. – Dijo él
volviendo a desviar su mirada de los ojos de ella.
– ¿De verdad? – Preguntó ella incrédula, sin saber muy bien qué responder
a esa afirmación de él.
– Sí. Ni en el colegio; ni en el instituto; ni por su puesto en la
universidad. Aunque en la universidad sí que tuve la tentación de partirle la
cara a un par de personas, en especial a una. – Añadió él.
– Si te digo la verdad no me sorprende. – Dijo Anna quizá usando un tono
de voz que mostraba más piedad por él que lo que ella de verdad quería mostrar,
que era sorpresa.
– Supongo que no. Supongo que tengo pinta de ser un mindundi. Alguien que
nunca pegaría a alguien y que si se terciara la ocasión dejaría que le pegaran
o huiría sin hacer nada. Un cobarde a fin de cuentas, ¿verdad? – Dijo él como
reprochando a Anna algo de su pasado.
– No quería decir eso. Si ha sonado así perdóname. – Se excusó Anna
cogiéndole de la mano para intentar que volviera a mirarla, cosa que no
ocurrió.
– Es la primera vez que pego a alguien deseando hacerlo. ¿Y sabes una
cosa? No me siento mal. Pero tampoco me siento bien.
– ¿Y cómo te sientes? – Le interrumpió Anna.
– No sé. Por momentos me doy asco a mí mismo por lo que he hecho, por
haberme convertido en uno de esos hombres viscerales que simplemente actúan
guiados por su instinto animal para demostrar que son hombre de verdad, que son
los machos alfa de la manada. – Respondió él con un tono de voz que parecía
lleno de odio.
– No debes sentirte así. No tienes que demostrar nada a nadie. Sólo me
has defendido. – Dijo ella consiguiendo ahora sí que el volviera a mirarla.
– Ya. Esa es la otra parte. Si miro desde otro ángulo lo que hecho me doy
cuenta de que también quería pegar a ese hombre, romperle la nariz, hacer que
sangrara, destrozarle esa cara tan atractiva y tan soberbia que tenía. Dejarle
por los suelos en nombre de mis recuerdos. Le puse la cara de todos esos chicos
a los que envidiaba por tener la vida que yo quería para mí, que tenían pareja
cuando yo no tenía, que volvían locas a las chicas por estar delgados, por
tener buen cuerpo, por ser los macarras de turno de la clase, por ser guays.
– No creo que quisieras en el fondo ser como ellos. Ni que ahora sigas
queriendo serlo. – Le volvió a interrumpir Anna.
– No. Era un iluso de mierda por aquella época. Luego me di cuenta. Por
ello también me siento mal por haber sentido tantísimo odio hacia este niñato
al que le he roto un par de dientes, destrozándome al mismo tiempo la mano. –
Terminó de decir él mirándose el puño magullado y dolorido, dejando que por sus
mejillas corriera alguna que otra lágrima, producto probablemente de dolo y la
rabia que sentía por él mismo más que por cualquier otra causa.
Ella le escuchó terminar atentamente, dejando que él se expresara
libremente, dando rienda suelta a todo ese marasmo de sentimientos que tenía
dentro y que le estaban haciendo llorar. Anna llevaba mucho tiempo sin ver
llorar a un hombre, probablemente si intentaba hacer memoria sólo lograría
recordar a un amigo suyo, homosexual, llorando al ver una película dramática,
un dramón de esos en los que hay una mujer enamorada de alguien equivocado y en
las que ese amor furtivo solo causa dolor a las dos partes recipientes de ese
amor. No lograba recordar cuándo fue la última vez que vio a un hombre llorar
de verdad, por sus propios sentimientos y no los generados de manera ajena. Le
veía a él allí sentado, casi desamparado, y lo único que podía sentir era pena
por él, pena que por momentos se convertía en lástima y que hacía que ella
misma se odiara a sí misma también por experimentar dicho sentimiento.
El silenció volvió a invadirles. Anna enjuagó las lágrimas que corrían
por las mejillas de él. No se dijeron nada. El reloj que había en la habitación
seguía corriendo. La manecilla que marcaba los minutos tapaba ligeramente en
número diez; la que marcaba las horas estaba sobre el doce prácticamente. El
año estaba muriéndose. No hubo más palabras. Anna se acercó a él y le besó,
primero sobre el pómulo magullado haciendo que él al sentir el calor de sus
labios y el roce de los mismos con la zona dolorida se echara un poco hacia
atrás. Fue solo un instante, el miedo a que un roce indebidamente medido
hiciera más daño del deseable. Anna siguió entonces besándole por el resto de
la cara acercándose poco a poco hacia sus labios. Él se dejaba besar.
Poco a poco la pasión se fue apoderando de los dos. Anna le besó en los
labios y buscó la lengua masculina de él con la suya; al encontrarla, ambos
músculos se enzarzaron en una lucha libre sin tregua. Él la abrazó y la atrajo
hacia sí intentando llevar un poco la iniciativa, pero Anna se resistió. En vez
de dejarse caer en la cama, ella empezó a acariciarle el pecho desnudo y a
quitarle la camisa que antes él se había puesto instintivamente después de
quitarse la que había llevado durante toda la cena y haberla arrojado a un
rincón del cuarto de baño. Cuando ella le hubo liberado de la protección de la
camisa, teniendo cuidado sobre todo al sacar la manga del brazo cuya mano
estaba totalmente amoratada e hinchada todavía, latente por el dolo y
sangrando a ratos, le tendió sobre la cama.
Caronte.
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