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(Viene de la entrada anterior.)
Ya prácticamente todo el salón había terminado de comer. Incluso los
siete jóvenes treintañeros que había sido los últimos en entrar en el salón ya
habían terminado de comer el segundo plato y sólo les quedaban los postres,
aunque más de uno lo único que quería ya eran los licores y el alcohol para
seguir cogiendo tal cogorza que le haría dormir probablemente hasta la mañana
del segundo día del nuevo año. Si desde que se sentaron en el salón se habían
dejado notar por sus voces, sus carcajadas estruendosas y sus modales de
tugurio corsario, ahora ya después de haber dado cuenta de varias botellas de
vino, alguna que otra copa de jerez y también de champán, el ruido y el
escándalo era inaguantables. Durante la cena en un par de ocasiones el camarero
que atendía dicha mesa se había acercado al que parecía el más dado a hablar,
el más cabal por decirlo de alguna manera, el joven alto, rubio y de ojos
azules para pedir que bajaran un poco el tono de voz que molestaban al resto de
los comensales, o eso era lo que él desde la distancia que había entre sus
mesas creía que había sido la petición por lo que había podido inferir de la respuesta
de uno de los palmeros de ese supuesto líder del grupo que había espetado al
camarero desde el lado opuesto de la mesa redonda y en un español claro y
directo “¡que se jodan que estamos de fiesta!”.
Pero a pesar del descontrol de esa mesa y de los que probablemente eran
sus amigos o al menos compañeros de fiesta, el niñato, como Anna se refería al
joven que hacía las veces de líder del grupo era el único que parecía estar en
otro nivel, tanto por su compostura y forma de comportarse, ya que era el único
que no hablaba a voces, como por sus actos que no eran exagerados y que desde
que había visto a Anna había reducido considerablemente, centrando casi toda su
atención única y exclusivamente en ella. Ese joven seguía mirando a Anna y eso
era algo que él sabía porque más disimuladamente que antes para que ella no lo
notara y le reprendiera por ello, había seguido mirándole de soslayo de vez en
cuando para comprobar para su odio interior que seguí mirándola obsesionado,
como dándole vueltas en su cabeza a algo. Lo que no podía suponer él, ni tan
siquiera imaginar en las más descabelladas hipótesis es que ese joven se
levantara de la mesa no sin antes beberse de un solo golpe la copa de licor o
de jerez que tenía delante y se dirigiera, sin que en un principio sus
compadres de fiesta se dieran cuenta hacia la mesa que él y Anna ocupaban.
En un primer momento ninguno de los dos se dio cuenta de que se acercaba
a su mesa con un andar decidido y confiado, mostrando seguridad en sí mismo, a
pesar de que se notaba que el alcohol había empezado a hacer mella en su
cuerpo; cuerpo que probablemente por cuidarse demasiado no estaba tan
acostumbrado a los efluvios de Baco como lo estaría sin duda el de sus fieles,
aunque probablemente cobardes, escuderos que a pesar de mostrar cuerpos más o
menos corpulentos, no eran fuertes sino más bien fofos. Al llegar a la mesa
donde él y Anna seguían sentados ya con los platos de los postres vacíos y solo
con las tazas de café y té todavía humeantes aún sin tocar, el joven treintañero
se paró. Se quedó parado unos segundos como a medio metro de la mesa mirando a
Anna fijamente, hasta que al final dijo:
– Ya sabía yo que eras tú. Una cara así no se olvida con facilidad. –
Dijo el hombre desde las alturas, con una de sus manos en el correspondiente
bolsillo del pantalón.
– ¿Perdone? – Dijo Anna sorprendida de la presencia de ese hombre junto a
su mesa.
– Eres tú sin duda. Te he visto antes pasar por delante de mi mesa y me
has parecido tú, pero no estaba seguro. – Añadió el hombre ignorando el
comentario de Anna.
– Disculpe pero si no le importa se puede marchar. – Intervino él por
primera vez usando un tono de voz duro y directo.
– Sigues tan guapa como siempre; aunque peor acompañada. – Siguió
diciendo el hombre ignorando la petición de él.
– ¿Le conozco de algo? – Dijo Anna mirando fijamente, con frialdad y algo
de crueldad también al hombre. Aunque en sus ojos apareció un atisbo de miedo e
inseguridad.
– No te hagas la tonta. Claro que me conoces. Y muy bien además. – Añadió
él sarcásticamente.
– Yo creo que no. Alguien tan impertinente no se me olvidaría. – Le
respondió Anna dejando de mirarle a la cara para volver a centrarse en la taza
de té que tenía delante.
– Ya ha escuchado a la señorita. Así que si no le importa dejar de molestarnos...
– Añadió él agravando su voz e intentando sonar amenazante.
– Cállate. – Le espetó el hombre a él mirándole por primera vez. – Y tú
mírame a los ojos puta. – Añadió dirigiéndose de nuevo a Anna al mismo tiempo
que se acercaba un poco más a la mesa y apoyaba la mano que tenía libre en
ella. Su tono de voz cambió de casi educado y cordial, a sonar amenazador,
monstruoso casi.
– He dicho que se marche. Y no le falte el respeto a la señorita si no
quiera acabar mal la noche. – Dijo él levantándose de la mesa y cogiendo por el
brazo al hombre para intentar alejarlo de la mesa.
– A ver chaval no estoy hablando contigo sino con la puta a la que te
estás tirando. Porque sabes que es puta ¿no? – Se giró desafiante el hombre
hacia él soltándose al mismo tiempo y encarándosele.
– Déjalo estar. Es un miserable. Pasa de él. – Dijo Anna asustada por el
cariz que estaban tomando los acontecimientos.
– No decías lo mismo cuando te follaba. Es más parecía que disfrutabas
mucho. – Volvió a decir el hombre sintiéndose insultado por Anna, ninguneado
por una mujer, herido en su orgullo.
– No creo que con alguien como tu una mujer pueda disfrutar mucho. Tienes
pinta de ser un quiero y no puedo. No creo que sea capaz de dar la talla con
ninguna, pagando o sin pagar. – Añadió Anna viendo cómo por ese camino podía
herirle aún más y dejarle en evidencia.
– ¡Una puta orgullosa! Lo que me faltaba por ver. ¿Cuánto te está
cobrando por estar aquí contigo fiera? – Volvió a decir el treintañero mirando
alternativamente tanto a Anna como a él que seguía de pie.
Había elevado tanto la voz que medio salón estaba dirigiendo su mirada
hacia la mesa en la que estaban los tres. Varios camareros se habían acercado
también por si las cosas pasaban a mayores y para intentar calmar los ánimos
interviniendo a la mínima posible, mientras que uno de ellos se había marchado
a buscar el subdirector del hotel, la máxima autoridad del Sacher presente en
el edificio en esos momentos. También dos de los amigos o palmeros del joven
niñato treintañero se habían acercado y desde una prudencial distancia, la
justa y suficiente para que si su amigo y líder necesitaba ayuda poder
intervenir si es que veían que el rival era lo suficientemente débil como para
mostrar que ellos eran mucho más superiores pero también la justa y necesaria
para si las cosas no iban bien para su amigo no intervenir y pasar
desapercibido como buenos cobardes que son sin la presencia del jefe de la
manada.
– Le vuelvo a repetir que no trate así a la señorita. – Insistió él sin volverle
a coger del brazo.
– ¿Señorita? Esta tiene de señorita lo que yo de cura. – Dijo él
intentando ser gracioso y ocurrente sabiéndose observado por bastante gente.
– Esta señorita no le ha faltado al respeto caballero. Así que si no le
importa le vuelvo a pedir que se marche y nos deje en paz. – Volvió a pedirle
él intentando ser más amable que otra cosa aunque lo único que le apetecía era
darle un buen puñetazo.
– Pero quien te crees que eres Pink Floyd. – Dijo ahora el joven
treintañero dirigiéndose a él y acercándose de nuevo hasta casi rozarse.
– El acompañante de la señorita.
– Vamos el que está pagando por sus servicios. ¿Qué pasa que no puedes
tener a ninguna mujer entre tus piernas si no es pagando? ¿No eres lo
suficientemente hombre para dominar a una mujer y que haga lo que tú quieras? –
Ironizó el hombre dándole un par de palmaditas en su hombre a la vez que
hablaba.
– Aquí el único que no es lo suficientemente hombre es usted que se tiene
que rodear de miserables para parecer aceptable. En su vida habrá sabido lo que
es que una mujer le quiera. – Volvió a intervenir Anna después de estar unos
minutos sin decir nada.
– Anna, no te metas. – Dijo él para intentar protegerla.
– Anna. ¿Ahora te llamas Anna? Buen nombre para una puta. Pero antes no
era ese. – Dijo el hombre volviéndose hacia ella y riendo socarronamente.
– He dicho que no le vuelva a llamar así. – Dijo él agarrándole ahora en
serio del brazo, apretando lo suficiente como para que sintiera la presión en
el brazo.
– ¡Que no me toces maricón! – Gritó el treintañero intentando zafarse de
la mano de él dándole un empujón que lo hizo retroceder y tropezar ligeramente
con su silla.
En ese momento se desató el caos. El hombre obsesionado con Anna se
volvió hacia ella, la cogió por el brazo y la hizo levantarse. La acercó hacia
sí y puso su cara a apenas unos centímetros de la de ella. Anna podía sentir su
respiración, su aliento ligeramente sazonado por el alcohol. No le quería
mirar. No podía hacerlo porque si lo hacía sabía que vería en sus ojos la ira
de un loco obsesionado con ella; un loco al que ninguna palabra le haría entrar
en razón. Solo poseer el cuerpo de la mujer a la que ahora tenía cogida por el
brazo y que a duras penas podía intentar zafarse de él.
Fueron apenas unos segundos, los que él tardó en recomponerse del
tropiezo con su silla y volver a mirar hacia donde estaba Anna. La vio agarrada
por ese hombre al que odiaba sin conocerlo. Sin pensar se dirigió hacia Anna
para liberarla de su captor.
– Suéltala. – Le espetó él a voz en grito.
– ¿Quién eres tú para decirme lo que tengo que hacer? Un puto putero. No
tienes ni media ostia, no intentes acercarte si no quieres acabar mal. – Dijo
chulescamente el joven treintañero sin soltar a Anna.
No dijo nada más él. Simplemente cogió del brazo a quien estaba cogiendo
a Anna y sin pensárselo dos veces le intentó soltar un puñetazo en la cara. Su
rival, a pesar de que probablemente llevaba mucho más alcohol en sangre que él,
esquivó bien el golpe lo que hizo que él cayera ligeramente hacia delante sin
llegar a rozar a su adversario. Anna ya estaba suelta y se había alejado
rápidamente de quien hasta un instante antes la había tenido asida por el brazo
haciéndola daño. Pidió ayuda y que alguien hiciera algo, que se llamara a
alguna autoridad para que diera término a la locura que se estaba desatando en
el comedor de gala del Sacher. Por su parte él se dio la vuelta aturdido por
ver que había fallado al lanzar el puño hacia la cara bien formada y atractiva
del hombre, que a pesar de tener su edad, parecía algo más joven y sobre todo
más ágil. El alcohol, aunque había bebido poco, le estaba afectando sobre todo
a su cabeza que tardaba más de la cuenta en centrarse.
Viéndose atacado por alguien a quien considerada abiertamente un
mindundi, alguien muy inferior a su persona y por supuesto alguien que no era
rival en una pelea por una mujer se quitó la chaqueta del traje que llevaba
puesto y se la dio a uno de sus compañeros de fiesta que como focas en un zoo
aplaudían y alentaban a su líder y jefe supremo para que destrozara a ese
“gilipollas” como se escuchaba decir en un perfecto español. Se arremangó la
camisa y poniéndose en posición de boxeo incitó a su rival a que volviera a
intentarlo. Sin embargo usando la poca sangre fría que todavía le podía quedar
en las venas, él no atacó, ni tan siquiera se puso en esa ridícula posición de
espera pugilística que intentan imitar muchos hombres para hacerle los
valientes. Viendo que no atacaba, el hombre de ojos azules, aún más azules en
el fulgor de la batalla henchidos de ira y rabia por no tener la oportunidad de
hundir, de vapulear a un rival inferior del que luego reírse, decidió atacar
él: no podía quedar como alguien con poca sangre y poca hombría ante sus amigos
palmeros.
Él esperaba el ataque en cualquier momento, por eso cuando le vio
acercarse con ímpetu y lanzó el brazo para darle en la cara y quizá romperle la
nariz, o inutilizarle un ojo, hizo lo que su instinto animal, ese que todo ser
vivo lleva dentro por muy racional que se diga ser, le dijo. Se cubrió el
rostro e intentó evitar el golpe. No lo evitó del todo. Recibió un doloroso
codazo en el pómulo derecho que le dejó sin respiración un segundo e hizo que
sintiera tal calor que parecía que le acababan de herrar como a una vaca en una
ganadería para que nadie dudara de a quién pertenecía. Debido a la fuerza que
el hombre rubio llevaba y a que no dudaba de que daría en el blanco con
facilidad, cuando falló el golpe trastabilló y se fue hacia un camarero que
miraba atónico, sin saber muy bien qué hacer, el combate que se había desatado
como si aquello fuera un ring en mitad de Las Vegas.
Caronte.
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