jueves, 14 de enero de 2016

El Vals del Emperador (LXIX)

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(Viene de la entrada anterior.)

Aprovechando el aturdimiento que su rival sentía el verse casi sujetado por dicho camarero, él se fue a por él y una vez este estuvo de nuevo erguido le soltó un nuevo puñetazo que esta vez sí dio en el blanco, o más o menos, porque el objetivo era la nariz, reventarla para que la sangre y el dolor le hicieran reconsiderar el seguir atacando o no Sin embargo dio un poco más abajo y en vez de alcanzar de lleno la nariz, alcanzó también la boca y su dentadura produciéndose un doble efecto: por un lado el joven alto y rubio cayó hacia atrás llevándose las manos a la cara y profiriendo un grito más propio de un niño pequeño que se ha hecho daño jugando con sus amigos en el parque y que llama a su mamá para que le cure una herida; por otro lado él también sintió dolor, un dolor muy agudo que se intensificó rápidamente como si le estuvieran clavando a sangre fría una aguja larga y fría. Sus nudillos se habían llevado por delante parte de uno de los dientes de joven atractivo, que desde ese momento sería algo menos apuesto y su sonrisa quedaría quebrada hasta que un dentista la arreglara.

Dándose cuenta de que había sido humillado sin esperarlo. Sintiendo en su propia carne la humillación que unos segundos antes había imaginado infligir a su rival sin misericordia alguna para afirmarse ante todos los presentes pero sobre todo ante sus compadres de juerga, se levantó del suelo. Él esperaba que aquello terminara ya; Anna le pedía por favor que no siguiera con la disputa que acabaría mal mientras seguía gritando para que alguien ayudara.

Nadie se percató de que en el salón habían entrado varias personas que se dirigían hacia donde estaba toda la multitud mirando como discurría la pelea. Eran el subdirector del hotel junto con el camarero que había ido en su búsqueda, que casualmente o no era el mismo que había estado sirviendo en la mesa de él y de Anna, y tres policías de la gendarmería austríaca ataviados con sus gorras reglamentarias. Ni él ni su rival veían a quienes se acercaban a ellos. Por esta razón y lleno de ira y odio hacia quien le había roto un diente y probablemente también la nariz porque ésta sangraba abundantemente volvió a intentar lanzarse contra él esta vez sin intentar lanzarle un puñetazo sino a la vieja usanza con todo el cuerpo dispuesto a derribarlo e hincharle a ostias. Pero no terminó de acercarse a él que se había ido acercando a Anna descuidando su retaguardia, porque en ese instante cuando ya había empezado el joven de ojos azules y pelo rubio a dirigirse hacia quien le había humillado dos de los policía se abalanzaron sobre él y lo derribaron. Estaba detenido. Como buenos palmeros de un líder, sus compañeros de mesa, noche y fiesta se largaron silenciosamente para no ser detenidos también como incitadores. No lo lograron, también fueron llamados por la policía.

La pelea acabó. Anna estaba hecha un manojo de nervios. Después de haberse dejado la voz gritando pidiendo ayuda y tras haber llorado bastante tanto por miedo como por la angustia de ver a quien la estaba defendiendo siendo atacado por alguien que en un principio se podría haber pensado que le daba mil y una vueltas en los artes de la lucha callejera, se abalanzó sobre él quien todavía dolorido por el golpe en el pómulo, que también había alcanzado al labio, y las heridas en el puño que había usado para golpear la cara de su rival, se vio rodeado por los brazos de ella y apabullado a besos.

Todo pareció terminar. Él estaba en brazos de Anna. El hombre con quien se había batido casi en duelo medieval por una dama, estaba a su vez en brazos de la policía que se lo llevaba hacia fuera del salón comedor al mismo tiempo que no dejaba de soltar indignadas voces exigiendo que le soltaran y que detuvieran a quien le había roto la nariz y los dientes, exagerando su verdadero estado físico al menos en lo que a la nariz correspondía ya que ésta no había sufrido más que una ligera magulladura. El camarero que les había estado sirviendo durante toda la noche se acercó hacia donde Anna seguía abrazada a él y hablándole al oído preguntándole si estaba bien y le dolía algo. Iba acompañado del subdirector del hotel que tenía cara de haber sido fastidiado en la que se suponía iba a ser una noche de fiesta y de preocupación porque uno de sus clientes hubiera sido agredido por otro de manera burda y maleducada, molestando al mismo tiempo al resto de personas que estaban disfrutando de la última cena del año.

– ¿Se encuentra usted bien caballero? – Le preguntó el subdirector algo azorado y nervioso.
– Sí. Un tanto magullado, pero creo que he salido mejor parado que ese miserable. – Dijo él separándose momentáneamente de Anna pero sin soltarla la mano y lanzando una mirada aún de odio a quien le había hecho por primera vez en su vida pegar a alguien.
– ¿Y usted señorita? – Inquirió ahora el subdirector en dirección a Anna.
– Sí. Nerviosa, pero creo que es normal. – Dijo Anna con la voz todavía alterada y afectada, al borde de nuevo del llanto, tartamudeando como quien sale de un momento de shock.
– Traiga una tila a la señorita por favor. – Dijo el camarero a un compañero suyo que estaba cotilleando más que otra cosa.
– Gracias. – Dijo Anna.
– Lamento profundamente lo sucedido. – Se disculpó el subdirector del Sacher de manera solícita. – Me pongo a su disposición para todo lo que puedan necesitar.
– Muchas gracias. Muy amable por su parte. – Dijo él todavía serio, sin creerse lo que había vivido.

En ese momento se acercó uno de los policías que se habían llevado al joven treintañero.

– Buenas noches. Soy inspector de la policía de Viena. – Dijo seriamente dirigiéndose principalmente a él y a Anna.
– Hola. – Dijo él.
– El camarero me ha relatado someramente qué es lo que ha ocurrido. ¿Podría resumirme qué es lo que ha ocurrido? – Continuó el policía en un inglés bastante malo y cargado de un fuerte acento alemán.
– Estábamos mi pareja y yo cenando tranquilamente y cuando ya habíamos acabado se ha acercado este joven y ha empezado a dirigirse a mi acompañante insultándola gravemente. Yo le he pedido que se marchara en varias ocasiones y que no nos molestara, pero no ha hecho caso. Como seguía importunándonos me he levantado y le he cogido del brazo para alejarle de la mesa. En ese momento se ha puesto violento y las cosas han acabado como usted puede ver. – Intentó resumir lo máximo posible él.
– ¿Va usted a querer interponer algún tipo de denuncia? – Quiso saber el policía.
– No. – Dijo firmemente él
– ¿Y usted señorita?
– No, tampoco. – Añadió ella mirándole a él y no al policía como para que fuera él quien diera fe de lo que estaba diciendo.
– De acuerdo. No les voy a molestar más. Espero que lo que queda de noche sea más calmada. Si me disculpan tengo que ocuparme de esta gente contra la que el hotel creo que sí que va a interponer una denuncia. – Concluyó el policía.
– Gracias. – Respondieron al unísono tanto él como Anna.

Vieron como el policía se alejaba de ellos volviendo a colocarse sobre la cabeza la gorra reglamentaria que cuando se había acercado a ellos se había quitado y colocado bajo su brazo derecho en señal de respeto. Tras él iba el subdirector del hotel que sin darse cuenta se marchaba sin despedirse de sus huéspedes para solventar, de una vez por todas, ese incómodo incidente con inspector de policía y el grupo de jóvenes italianos y españoles exaltados por la fiesta, el alcohol y alguna que otra sustancia más prohibida, que estaban ahora muy callados, sin proferir voces improcedentes y mostrándose muy amables y solícitos con la policía que les acompañaba fuera del gran salo de gala del Sacher. Tanto él como Anna se quedaron mirando cómo se marchaban. El resto de comedor había vuelto a una relativa calma en la que cada comensal estaba en su mesa de nuevo terminando de cenar los más rezagados o lentos comiendo, comentando probablemente lo ocurrido aquellos que habiendo ya terminado de dar debida cuenta de la cena de fin de año estaban ya disfrutando de los respectivos cafés, tés o copas de licor.

– Debería ponerse hielo en la mano señor. – Dijo el camarero que no se había movido y seguía junto a él y Anna.
– Sí debería. – Dijo él sin mucha ilusión, sin muchas ganas de nada.
– Se lo traigo en seguida señor. – Dijo el camarero marchándose camino de las cocinas para traer algo de hielo probablemente envuelto en alguna servilleta o paño de tela.
– ¿Te duele? – Preguntó Anna acercándose de nuevo a él y cogiéndole la mano.
– Ahora sí. Me arde la mano. Y también la cara. – Respondió él.
– Sí. En la cara tienes un rasguño que no parece serio pero que te va a dejar un buen color para mañana. – Dijo Anna retomando un poco el sentido del humor.
– Eso me da igual. ¿Cómo estás tú? – Preguntó él volviendo a mirarla a los ojos después de varios minutos con la mirada perdida por el salón. Los ojos de ella no le perdían de vista aún cuando lo del él no se pararan en los suyos, femeninos y escrutadores en muchas ocasiones, pero ahora maternales, llenos de preocupación y todavía con algo de miedo.
– Ahora ya bien. Pero he pasado algo de miedo. – Dijo Anna acercándose un poco más a él para abrazarle.
– Ya ha pasado todo. – Dijo él para intentar calmarla al notarla todavía muy nerviosa, casi temblando todavía de la impresión.
– Al final tenías razón con lo de que ese hombre me estaba mirando. – Dijo ella sin separarse de él.
– Por desgracia sí. – Añadió él de manera escueta. No dejaba de pensar en lo que acababa de suceder, de darle vueltas a la cabeza y no entender nada.
– Ya vuelve el camarero. – Dijo Anna separándose de él y sentándose en una silla cercana.
– Disculpe la tardanza caballero, pero una noche así es muy complicada. – Dijo el camarero al tiempo que le entregaba un trapo que envolvía unos hielos.
– No se preocupe. Muchas gracias. – Dijo él intentando sonreír y sonar amable, pero no logrando ninguna de las dos cosas. Seguía con un semblante perdido, aturdido por la realidad; y su tono de voz sonaba lejano, distante, apagado incluso por momentos.
– Gracias por haber ido a llamar al subdirector y a la policía. Si no es por usted quizá en vez de hielo lo que necesitaríamos sería una ambulancia. – Dijo Anna levantándose de la silla donde se había sentado y acercándose al camarero al que le tendió la mano.
– Hacía mi trabajo. Como uno de los camareros encargados del salón no sólo tengo que servir a los clientes sino intentar que todo vaya normal. En cuanto he visto que ese joven, ese hombre, se acercaba a ustedes de esa manera me he esperado lo peor; y cuando lo peor se ha confirmado he ido corriendo a avisar a las autoridades del hotel. – Dijo el camarero como si fuera algo normal que hacía todos los días.
– Le estamos muy agradecidos de todas formas. – Volvió a insistir Anna.
– Si no me necesitan para nada más, ruego que me disculpen, todavía tenemos trabajo que realizar y el tiempo se nos echa encima. – Dijo el camarero.
– No se preocupe. Gracias. – Correspondió Anna sonriendo amablemente.
– Gracias. – Dijo él de manera algo más seca.

Viendo como el camarero se alejaba de donde estaban se dieron cuenta que la noche seguía. Faltaba menos de una hora para que el año se terminara y diera comienzo uno nuevo. Mucha gente ya se había levantado de sus mesas, algunas motivadas por el incidente que él había tenido con ese hombre, pero la mayoría por haber terminado de cenar hacía tiempo. Los camareros acompañaban a los que se levantaban hacia un salón contiguo preparado para que los comensales que fuera terminando esperaran tomándose alguna copa o incluso fumando en un recinto preparado para ello, ya que en ninguna de las estancias del hotel se permitía fumar. Mientras tanto los camareros se ocupaban ahora de preparar el salón donde se había servido la cena en sala de fiestas. Retiraban las mesas con una diligencia militar, sin estorbar para nada a los comensales que todavía, algo retrasados, estaban cenando. Anna y él miraban todo aquella actividad sin ser muy conscientes todavía de ello. Él seguía en una especie de trance, pensando en la disputa que había tenido con ese treintañero apuesto, alto, rubio y de ojos profundamente azules como pudo comprobar cuando estuvo cerca. Ella por su parte sólo era capaz de mirarle a él y pensar que todo aquello que había sucedido era en parte culpa suya, aunque en cierto sentido ella sabía y se decía que en ningún momento hubiera podido evitarlo.

– ¿De verdad que estás bien? – Le preguntó ella cogiéndole de las manos y besándole en la boca.
– Sí. Sí. Estoy bien. – Dijo él intentando sonar convincente pero sabiendo que no lo estaba consiguiendo. Es más se dio cuenta de que Anna le estaba escrutando con sus ojos castaños de tal manera que iba a ser muy difícil ocultarla la verdad.
– ¿Quieres que salgamos del salón? – Dijo ella.
– Quizá debería ir a cambiarme la camisa. – Dijo él cambiando relativamente de tema y dando una excusa más que plausible, ya que llevaba la camisa totalmente destrozada y descolocada. Además había un par de gotas de sangre quizá no de él sino de su adversario.
– ¿Subimos a la habitación entonces? – Preguntó ella inocentemente.
– Pues a menos que en el bolso que llevas hayas guardado una camisa creo que es lo más normal. – Dijo intentando fingir buen humor haciendo esa broma.

– Podría mirar, pero creo que no es el bolso de Mary Poppins. – Dijo Anna siguiéndole la broma aun sabiendo que él no tenía muchas ganas de bromear.

Caronte.

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