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Entraron de nuevo,
como lo habían hecho unas horas antes al llegar del aeropuerto, al Hotel
Sacher. Detrás del mostrador de recepción seguía la joven española que les
había atendido a su llegada y que les había hecho todos los trámites aburridos
que se hacen en los hoteles, atendiendo a otra pareja de huéspedes, japonenses
en ese momento, que acabarían de llegar y todavía se estarían acostumbrando al
horario tan distinto al que traían propio de su país y que les haría estar como
sin estar en una especie de sueño desvelado e irreal que no dejaría de serlo
hasta que sus cuerpos se adaptaran al cambio horario. Sin embargo a pesar de
que Rocío, la recepcionista, estaba intentando hacerse entender con los
japoneses en un pequeño instante en que levantó la cabeza les vio a él y a Anna
pasar y les saludó mostrando así que todavía tenía caliente la sangre española
– andaluza para más señas – que corre por sus venas. Se dirigieron hacia el
ascensor tras devolver el saludo a Rocío y mientras se empezaban a desvestir,
al menos de sus prendas de abrigo, debido al cálido ambiente del hotel, muy
contrastado del que venían, que daba gusto sentir sobre la piel.
Al llegar a la
puerta de la habitación él se acercó a Anna que era la que llevaba la
llave-tarjeta y la besó en el cuello mientras ella abría la puerta. La abrazó
impidiendo momentáneamente que pudiera abrir y pasar a la habitación. Ella
sabía que él tenía ganas de estar a solas en la habitación un rato y por eso se
rió como a él tanto le gustaba y le hacía sentir feliz y amado. Abrió por fin
la puerta y se adentraron en el cálido e íntimo confort de su habitación, un
reducto de intimidad, una imitación de sus propias habitaciones en sus propias
casas. Una vez dentro y tras escuchar el golpe de la puerta al cerrarse él
desató toda la pasión y el deseo que llevaba conteniendo desde que pisaron por
primera vez la habitación y vio la cama donde pensaba amar a Anna como si
después de aquel viaje no fuera a volver a hacerlo.
– Espera un
segundo que voy a baño. Dame un respiro hombre. – Le dijo Anna apartándole un
poco de su cuello que él no dejaba de besar.
– No puedo Anna.
Te deseo, me gustas mucho y echo de menos verte desnuda en la cama a mi lado. –
Contestó él volviendo a la carga lanzándose de nuevo a su cuello.
– Pero deja al
menos que me quite el abrigo, porque con todas las capas que llevo no creo que
llegues muy lejos. Y además tengo que ir un segundo al baño. Relájate. – Dijo
ella logrando librarse de su abrazo que sólo la atraía hacia él.
Dicho esto Anna
pasó al baño rápidamente para que él no pudiera volver a hacerla presa de su
desbocada pasión. Mientras ella estuvo en el baño, apenas un minuto quizá dos,
él se quitó el abrigo y lo lanzó de cualquier manera sobre uno de los sillones
con los que contaba la habitación. Se descalzó y antes de terminar de quitarse
el segundo zapato vio a Anna salir del baño y nada más hacerlo volvió a
acercarse a ella y a besarla, esta vez en la boca. Buscó su lengua que encontró
sin problemas, dispuesta a jugar con la suya y a compartir pasión. Siguieron
besándose a medida que se movían por la habitación camino de la cama. Poco a
poco las prendas de vestir que ambos llevaban fueron dejándose atrás sin mirar
muy bien cómo caían al suelo ni donde lo hacía. A punto estuvo él de tropezar
al intentar quitarse sin mirar y sin dejar de besar a Anna el zapato que
todavía le quedaba en uno de sus pies, el derecho, y que le hacía cojear como
si tuviera algún tipo de defecto físico. Debido al deseo que tenía de sentir su
cuerpo sobre el suyo, de besarla por todos los rincones de su anatomía, de
dominar su lengua en su boca, no se dio cuenta que ella no llevaba ya sus
zapatos.
Poco a poco la
ropa les fue sobrando. Se ayudaban mutuamente a desnudarse, a ir acercándose
hasta la piel del otro, quitando barreras que impidieran sentirse piel con
piel, cuerpo con cuerpo. Ambos querían notar el calor del otro y hacerlo suyo
también para combatir el frío de Viena que todavía llevaban en el cuerpo. No
dejaban de besarse, de respirar de manera entrecortada y acelerada por la
pasión y el fuego de la lujuria que sobre todo en él, por ser siempre los
hombres los que menos dominan ese tiempo de sentimientos en ese tipo de
situaciones totalmente desbocadas, sentía en ese momento. Tampoco ella se
quedaba atrás. Después de una primera embestida pasional de él que había hecho
que su beso fuera potente, dominador y su lengua atacada por la de él. Pronto
ella tomó la iniciativa y era la que le buscaba, la que quería encontrar en ese
beso la lengua de él y saborearle y sentir su saliva dentro de su boca y
hacerle ver que ella también tenía ganas de echarse en esa cama que ya estaba
tan cerca, ya casi notaban tras ello, presta para recibirles y albergar
cómodamente su amor, su pasión, su deseo, y hacerle el amor y sentirle dentro
de ella amándola con cada centímetro de su piel.
Él la tumbó en la
cama y se empezó a quitarla los pantalones que llevaba, casi nunca era una
falda o un vestido algo que a él le gusta más porque permite ver y contemplar,
y así soñar e imaginar, sus largas piernas perfectas, ligeramente bronceadas,
fuertes, de pies lisa y tersa y brillante que mostraban juventud. Cuando la
hubo quitado todas sus prendas de vestir salvo la ropa interior se quedó unos
instantes mirándola fijamente a los ojos diciéndola sin hablar cuanto la
deseaba y la amaba; mostrándola la pasión que le hacía arder sus entrañas. Allí
tumbada Anna también le miraba a él a los ojos y con ellos le decía que se
acercara que terminara de desnudarla que la besara y acariciara, que hiciera
con ella lo que quisiera porque ella no iba a dudar en hacer con él lo que la
viniera en gana. Tras esos segundos de pausa y sin quitarse todavía él los
pantalones, aunque los llevaba ya desabrochados y sin cinturón lo que hacía que
en parte empezaran a caérsele y a mostrar la cinta superior elástica de sus
calzoncillos, se acercó a ella. Fue de nuevo directamente a su boca aunque esta
vez el beso no fue excesivo ni largo, sí pasional como todos. Fue un beso que
mostraba el inicio del amor carnal, del sexo, la pasión y el pecado, como
todavía y aunque fuera más agnóstico que creyente llegaba a considerar, no sin
sorna o ironía, ese acto salvaje que siempre es el acostarse con una mujer y
hacerla el amor. Pasó enseguida al cuello donde empezó ya a demorarse para
sentir la piel de Anna, oler su cuerpo y degustar su carne. Él sabía que eso la
volvía loca, la dejaba sin capacidad de reacción, la dejaba k.o., casi muerta
de placer. Notó que cuando se encaminaba al cuello y empezaba a besarla cerró
los ojos y empezó a contonearse suavemente como experimentando unos ligeros
espasmos, no de los que pueden denotar enfermedad sino gusto y placer.
La respiración de
Anna se fue haciendo más acelerada a medida que él fue bajando por su cuerpo
acariciando, besando o lamiendo. Parada obligada, como si de una estación de
via crucis en Semana Santa se tratara, fueron sus pechos que primero hubo de
desnudar quitando el delicado sostén que los disimulaba. Los pechos de las
mujeres nunca fueron ni de lejos algo en lo que se fijara a primeras, más bien
siempre habían sido la segunda, o incluso la tercera parada que sus ojos hacían
siempre que recorrían el cuerpo de una mujer: antes estaban los ojos y la sonrisa,
y en ocasiones también las piernas. Pero los pechos de Anna desde el principio
siempre le causaron gran interés, quizá por el hecho de que nunca había sido
una mujer que los fuera insinuando a la ligera ni ostensiblemente, más bien al
contrario, los semi ocultaba y disimulaba. No había razón para ello porque era
perfectos, al menos para él que a pesar de que tardó en ver unos que no fueran
familiares o maternales, terminó por ver más de los que hubiera querido. Se
entretuvo besándolos, acariciándolos, sujetándolos con sus manos para notarlos
en toda su dimensión. Jugó con los pezones duros en ese momento de pasión,
lujuria y deseo, mordiéndolos ligeramente para sentirla estremecerse de placer
y lanzar gemidos que mezclaban el ligero dolor que podía sentir con el inmenso
placer de verse deseada.
Pero él continuó
su camino descendente anticipando con besos lo que luego sus manos acariciarían
y quizá su lengua lamiera. A medida que iba bajando por el cuerpo de Anna, éste
se estremecía encogiéndose y agrandándose. Pasó el ombligo donde hundió
ligeramente su lengua y después su nariz, mientras terminaba de acariciarla los
pechos. Su vientre plano, de piel lisa y tersa como el resto de su cuerpo le
recibió con las puertas abiertas siendo la antesala del placer más íntimo y
carnal. Pero había una barrera. Sus braguitas de delicado y fino encaje, que
mostraban quizá más de lo que ocultaban y dejaban entrever su sexo, estaban
todavía en su sitio. Él con suavidad las empezó a bajar por sus muslos a medida
que los acariciaba y también besaba hasta que las sacó por los tobillos y las
apartó a un lado de la cama. Ahora el camino era el contrario. Desde los pies
subió recorriendo con sus dedos las piernas de Anna, besándola las rodillas y
rozando con su nariz sus muslos hasta llegar al pequeño rincón de piel rosada,
húmeda y caliente de sus ingles.
Allí se volvió a
parar y miró de refilón la cara de Anna que seguía con los ojos cerrados
contorneando todo su cuerpo movida por el placer y el deseo de continuar así mucho
tiempo. De repente vio como sus manos, ante la inactividad de él, aunque fueron
segundos los que estuvo mirándola plácidamente tumbada en la cama, le cogió la
cabeza con una de sus manos y con un leve movimiento la acercó al final de su
vientre y torso, allí donde acaban también las piernas, a esa zona cálida que
todos los hombres desean en el cuerpo de las mujeres, donde pretenden pasar,
penetrar sería la palabra, y quedarse eternamente y saborear y tocar y chupar y
besar. Allí condujo la mano de Anna la cabeza de él para que continuara con lo
que estaba haciendo, para que llegara el final de camino. No fue él reticente y
obedeció con gusto.
Y a medida que iba
notando la suave y rosada piel y la humedad de su entrepierna notó también como
Anna empezaba a jadear mucho más acelerada, a respirar mucho más fuerte y a
emitir más gemidos y más prolongados. Él se hubiera quedado allí para siempre,
en esa cálida morada del placer. Pero de repente ella cambió el juego, con la
otra mano que todavía tenía inútil le cogió la cabeza y tiró con ambas manos
ahora hacia su boca. Anna le besó como él la había besado hacía unos minutos y
ahora fue ella la que le tumbó en la cama y le miró a los ojos sonriéndole de
manera juguetona. Ahora le tocaba a él dejarse hacer. Ahora le tocaba a ella
jugar con el cuerpo de él y hacer que también empezara a sentirla recorrer todo
su cuerpo con su lengua y sus besos. Sin esperar más Anna le quitó los
pantalones y los arrojó lejos de la cama para que no hubiera tentación alguna
de volverlos a poner. A él no le gustaba verse desnudo, no tenía mucho afecto
por su cuerpo aunque no estuviera ni gordo, ni fofo, ni blando, más bien casi
al contrario aunque tampoco fuera un producto de gimnasio o deporte excesivo u
obsesivo.
Anna también recorrió
el cuerpo de él quizá de manera más sutil, a besos y caricias, hasta que llegó
también al sexo de él que palpó y notó en todo su esplendor, listo para amar,
para hacerla el amor, o quizá según los sentimientos que se pusieran sobre la
cama, para echarla un buen polvo. Tras unos minutos más de jugar el uno con el
otro, de dejarse hacer mutuamente, de cumplir las sabidas fantasías y deseos
del otro, él se volvió a incorporar besó a Anna y la volvió a tumbar sobre la
cama, aunque esta vez se quedó frente a ella, encima y acercó su cuerpo al de
ella para sentirlo lo más próximo posible, para sentir el calor de ella y que
ella sintiera el suyo propio. Como cada vez que se acostaba con Anna, allí en
el Sacher entró en ella despacio, sin dejar de mirarla a los ojos si es que
ella los mantenía abiertos y no los había cerrado para dejarse llevar por el
deseo inconsciente, el placer animal y salvaje que estremece a los cuerpos
humanos cuando se funden en uno solo. Poco a poco las acometidas de él ganaron
en ritmo y ella gemía y suspirara, y le nombraba en ligeros y suaves susurros
que hacían que él la amara y la deseara más.
Se movieron por
toda la cama y cambiaron de postura las veces que quisieron. Se besaron con
furia sin dejarse ni una sola porción de piel sin probar, acariciar o lamer.
Ella se entrelazó al cuerpo de él para que no dejara de amarla y hacerla el
amor, para que no pudiera desprenderse de ella. Llegaron al final exhaustos,
sudando y abrazándose besándose y nombrándose mutuamente. Cuando todo acabó se
volvieron a besar y sin cruzar palabra se dijeron todo con la mirada. Se
tumbaron juntos, abrazados como dos jóvenes adolescentes que hubieran entrado
en los dominios del placer humano por primera vez: ella con la cabeza apoyada
en el hombro de él y jugando también con sus dedos con el pelo de su pecho; él
pasó su brazo por encima del cuerpo de ella y empezó a acariciarla la espalda
despacio, como sin querer hacerlo y sin embargo haciéndolo casi
inconscientemente. Así estuvieron, callados, largos minutos. Anna terminó por
dormirse ligeramente dejando su mano inerte sobre el pecho de él; mientras que
él no cayó en brazos de Morfeo y se puso a mirarla tranquilamente sin hacer
ruidos que pudieran enturbiar su dulce descanso y eliminar del rostro de ella
esa sensación de paz.
Caronte.
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