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En un momento dado
Anna se giró y le dio la espalda. Seguía dormida. Viéndose liberado del
contacto de ella, él se incorporó y se sentó en el borde de la cama, de lado
todavía mirándola aunque no de frente sino de manera sesgada contemplando sus
piernas, la parte baja de la espalda y su culo, aunque este último estuviera
más bien tapado por las sabanas de la cama. Se levantó de la cama fue al
servicio, se vistió ligeramente y se dirigió a una de las ventanas de la
habitación a contemplar cómo mientras habían estado haciendo el amor el carro
de la noche había empezado a recorrer el firmamento y a extender sobre Viena un
manto de oscuridad y estrellas, pese a que era relativamente temprano ya que según
su reloj no eran ni las seis de la tarde todavía. Mirando por la ventana pudo
ver como las calles estaban prácticamente desiertas a pesar de estar en una
zona céntrica muy cercana a los principales museos, palacios y edificios de la
ciudad.
Anna se volvió a
moverse y él instintivamente se giró y dejó de contemplar la ciudad para
mirarla a ella y ver cómo descansaba plácidamente, ajena a todo. Se percató
también que sobre la mesilla de noche estaba su cartera de la que sobresalía
una tarjeta: esa misma tarjeta que siempre había llevado encima desde que la
recibió y que esa misma mañana en el aeropuerto también había notado en el
interior de uno de los bolsillo interiores de su abrigo. No había pasado tanto
desde que él recibió esa tarjeta de parte de ella en aquel local para animales
más nocturnos que diurnos de Madrid. Pero para él era toda una vida, una
eternidad completa. Desde que recibió esa tarjeta todo cambió para él. Se acabó
una vida, o esa fue la sensación que tuvo, y comenzó una nueva, llena de
ilusión y ganas, llena de cosas nuevas y de rechazo de su vida anterior,
rechazo que no renegación. Nunca había renegado de nada de lo que había hecho o
dicho en su vida, ni siquiera de lo que había vivido; podría avergonzarse de
algunas cosas, llegar a ocultarlas a los demás e incluso a veces a sí mismo,
reconocer errores y pedir perdón por ellos, pero nunca negó nada de lo que
hubiera vivido. Cogió su cartera y sacó la tarjeta viendo el nombre de Anna escrito
y su número de teléfono, y así recordó cómo fue su primer encuentro.
Muchos días tuvo
la tarjeta en el bolsillo de la chaqueta sin sacarla, sin mirarla, sin volverla
a sostener en sus manos desde que el camarero del local se la diera. Fue un
momento de total desconcierto, algo irreal incluso, inverosímil. Pero la
tarjeta era real y lo que ponía en ella “llámame
cuando quieras”, también lo era, luego por narices también tendría que ser
real esa chica que ya había visto un par de veces y cuya imagen no lograba
quitarse de la cabeza desde el primer vistazo fugaz. En el local, cada vez que
la había visto, con un hombre distinto en cada ocasión, y siempre mayores que
ella, lo único que hubiera querido y deseado hubiera sido acercarse a ella y
entablar una conversación, y a diferencia lo que solía hacer con otras mujeres
no acabar ni en su casa ni en la de ella. Pero ahora que tenía en teléfono, un
nombre y una invitación a llamar, no se atrevía, tenía miedo, o mejor dicho
vértigo a lo que vendría después.
Pasaron algunos
fines de semana sin que él se decidiera a llamar al teléfono que indicaba la
tarjeta, un móvil. No dejó de ir ningún fin de semana de esos al local para
intentar que el destino les volviera a encontrar sin necesidad de usar el
teléfono. Lo que él buscaba haciendo eso no era simplemente tentar a la suerte
y que fuera la casualidad la que les volviera a encontrar, y quizá entonces sí
a animarle a él a hablarla; lo que buscaba más bien no llamando era evitar no
saber qué decir por teléfono ni cómo presentarse. Podría haber dicho “soy el del
local”, aunque quizá fueran muchos los de local para ella, seguros para él dos,
los dos hombres con los que la había visto; o también podría haberla dicho “soy
la persona a quien dejaste una tarjeta en el local aquella noche”, pero no
podía estar seguro de que esa mujer no había estado repartiendo tarjetas a
diestro y siniestro allá por donde vaya; también podría haber probado con un
“soy el que no te quitaba ojo hace el otro día en ese local”, pero eso anularía
cualquier pretensión no sexual o carnal, limitaba mucho el rango de acción.
Tras varios
intentos fallidos de que fuera el azar el que los juntara, él decidió llamar al
número de móvil que aparecía en la tarjeta. Marcó desde su dormitorio. Las
manos le temblaban y el estómago lo tenía tan cerrado que no le hubiera entrado
ni agua. Tenía la garganta totalmente anudada. Pensó que si contestaba a la
primera no podría contestarla de lo paralizado que se notaba. Sonaron los
pitidos de llamada. Uno, dos, tres. Se empezó a relajar un poco pensando que no
lo iba a coger, algo que por un lado le decepcionaba ya que una vez que había
vencido el miedo a llamarla le hacía ilusión hablar con ella, pero que por otro
lado le aliviaba quitándole de encima ese reto y alejando el miedo. Sonó un
cuarto pitido, y en medio del quinto al otro lado del teléfono escuchó la voz
de ella, o supuso que era de ella – al menos era de mujer –, que contestaba con
tono firme y aparentemente cordial.
– ¿Sí dígame?
¿Quién es?
– Hola. – Dijo él,
y no añadió nada más debido a que no sabía qué decir, qué más añadir.
– Hola, ¿quién es?
– Insistió ella en la pregunta.
Silencio al otro
lado de la línea. Él estaba paralizado. Tenía la boca totalmente seca, un nudo
en la garganta le impedía proferir sonido alguno.
– ¿Hay alguien
ahí? No tengo todo el día, quien sea que hable por favor. – Dijo ella.
– Hola. – Por fin
se volvió a arrancar él, aunque repitiendo el saludo inicial. – Hace unas
semanas me dejaste una tarjeta en el local DKn@s. – Añadió él sin mayor ritual.
– Ah sí ya me
acuerdo. Pensaba que me ibas a llamar antes. Por cómo me mirabas tenía la
sensación de que te iba a costar menos coger el teléfono. – Dijo ella en un
tono más cercano a la amistad que a la corrección que hubiera sido el más
esperado por él en esa circunstancia.
– Sí, es que he
estado un poco atareado. – Todavía le salían con dificultad las palabras.
– Puede ser, pero
el camarero, que también es amigo mío, me ha dicho que has estado pasando por
el local todos los fines de semana desde que te di la tarjeta. – Le dijo ella
directamente.
– Eh. – Él quedó
totalmente descolocado, pillado en bragas como podría decirse.
– Pero por lo
menos te has atrevido por fin a llamar. – Siguió ella con el tono alegre, casi
divertido que llevaba usando todo el tiempo.
– Sí. – Dijo él.
– ¿No vas a decir
nada más? Te ha comido la lengua el gato o es que mi voz te impone respeto. –
Dijo ella pronunciando las últimas palabras agravando un poco la voz como
queriendo imitar a alguien mayor.
– No, no es eso.
Solo que...
– Solo que estás
más nervioso que un flan.
– Sí puede ser
eso.
– Quizá por
teléfono sea más complicado hablar. A lo mejor se te da mejor en persona.
¿Quieres que quedemos a tomarnos algo?
– Bueno.
– ¿Te viene bien
mañana sábado por la noche en el local de siempre?
– Supongo que sí.
– Contestó él dudando.
– ¿Supones? – Le
preguntó ella intentando que dijera algo más.
– Sí, me viene
bien. – Afirmó al final él.
– Pues entonces
nos vemos mañana. Tómate una tila y no te pongas tan nervioso que no muerdo. O
al menos todavía no lo he hecho. – Dijo ella riendo un poco, intentando que él
no se sintiera tan incómodo aunque fuera por teléfono.
– Estoy nervioso
porque es la primera vez que llamo a una chica para quedar con ella. – Se
atrevió por fin a pronunciar una frase larga, a enlazar más de tres palabras
seguidas. – No suele ser así. Y resulta que has sido tú la que has quedado
conmigo.
– Sí. Bueno para
eso has llamado en el fondo para que nos tomemos algo. Para eso te di la
tarjeta. – Dijo ella en un tono ya más normal, viendo que él parecía haber
dominado algo sus nervios.
– Cuando me la dio
el camarero pensé que no era nada real. Que me había dado un golpe en el baño
al escurrirme en algún charco. Pero parece que no. – Siguió él, todavía con la
voz poco firme.
– Ya ves que no.
¿Nos vemos entonces mañana y seguimos hablando? – Le volvió a preguntar ella.
– Sí claro. ¿A las
once te viene bien? – La preguntó él.
– Sin problemas. –
Contestó ella.
– Pues hasta
mañana por la noche. – Se despidió él.
– Hasta mañana. –
Terminó de decir ella manteniendo el tono de cercanía y confianza que había
mantenido durante toda la conversación.
Dicho esto último
y sin que a él le diera tiempo a terminar de oír casi la voz de ella, la
llamada se acabó. Fue ella la que colgó. Se quedó en su habitación mirando por
la ventana. Pensó en lo que acababa de hacer para intentar darse cuenta de que
era verdad. Todavía no se lo creía, y no terminaría de hacerlo hasta la noche
siguiente cuando había quedado con ella. Esa noche durmió poco y mal, pensando
todo el rato cómo sería estar en presencia de ella a sabiendas, siendo los dos
conscientes de las miradas de cada uno. El día se le hico eternamente largo. No
estuvo nada concentrado en su trabajo y sus propios compañeros se lo notaron,
aunque como tampoco era persona que hablara de más de su propia vida privada o
personal pasaron del asunto asumiendo que su comportamiento taciturno, nervioso
y distraído se debía solamente a una mala noche que pasó a ser un mal día. Al
volver del trabajo su casa se le hizo una prisión. Deseaba que llegara la hora
de salir camino del local donde había quedado con ella. Pero ese momento
parecía no llegar nunca.
Al final llegó la
hora. Cenó algo ligero y rápido: no le entraba absolutamente nada en el
estómago de lo cerrado que lo tenía. Se vistió como solía hacerlo cuando salía
por las noches y acababa en la cama con alguna mujer, no tenía más tipo de ropa
que la que usaba y por tanto solo podía salir disfrazado de una cosa: él mismo.
Llegó pronto, como media hora antes, al local. Al entrar notó que no estaba
todavía demasiado animado, algo que juzgó normal por la temprana hora que era
para Madrid un viernes por la noche. Como no había todavía mucha gente que
abarrotara el local y diera trabajo de más a los camarero se acercó hasta la
barra donde estaba su ya conocido cómplice entre el personal del local.
– Pronto vienes
hoy. No pretenderás cazar a estas horas cuando no hay todavía ni Dios en el
local, y lo poco que hay es morralla que se irá en cuanto empiece la música a
sonar más alta y la gente abarrote la sala. – Dijo el camarero a modo de saludo
nada más verle sentarse en uno de los taburetes altos de la barra.
– No. Hoy no vengo
de caza. O al menos no vengo a cazar como suelo hacer. – Contestó él haciendo
un ligero gesto con la cabeza indicándole al camarero sin hablar que le pusiera
lo de siempre.
– Entiendo. – Dijo
el camarero esbozando una sonrisa irónica a más no poder.
Mientras el
camarero le preparaba su bebida ambos estuvieron en silencio: el camarero
centrado haciendo su trabajo y él mirando y escrutando todo el local ubicando a
todas las personas que allí estaban, analizando que tipo de ganado iba tan
temprano a un sitio como ese un viernes por la noche, tal y como le había
comentado el camarero.
– ¿Conocías a la
chica que hace unas semanas me dejó su tarjeta verdad? – Preguntó él cuando
tuvo delante su bebida.
– Sí. – Respondió
el camarero.
– No me dijiste
nada en ningún momento.
– No.
– ¿Y puedo saber
por qué? Y no contestes con monosílabos por favor que pareces un robot ¡coño! –
Le espetó él algo irritado aunque sin dejar el buen humor y el trato casi de
amistad que tenía con el camarero.
– No tenía por qué
decirte nada. En el fondo solo soy un camarero, si fuera casamentero te hubiera
dicho algo, pero como no lo soy me limito a observar y a poner las copas que me
pidan. – Contestó el camarero notando la ligera irritación de él, divertido por
ella en el fondo.
– Ya. Menudo
camarero estás tú hecho. – Terminó por añadir él sonriéndose.
– ¿Has quedado
entonces con la chica de la tarjeta? – Preguntó el camarero con tono de interés
sincero.
– Sí, al final sí.
Me ha costado decidirme pero la llamé ayer y quedamos para dentro de un rato. –
Contestó él.
– Si te ha costado
sí. La pobre chica ha venido unas cuantas noches desde aquélla y siempre la
notaba buscarte entre la gente. Cuando no te veía me miraba y entonces supongo
que sabía que no habías venido. Hace unos días la dije que habías estado
viniendo tú también.
– Vamos el trabajo
que hace un camarero que no es casamentero, ¿no? – Dijo él arqueando la ceja
derecha y apretando algo los labios como para recriminarle, aunque medio en
broma, algo.
– Deja buenas
propinas. – Se defendió el camarero, también medio hablando en broma.
– ¿Y yo no? –
Preguntó él haciéndose el ofendido, y exagerando mucho sus gestos.
– Las he visto
mejores. Incluso de catalanes de paso por Madrid. – Dijo el camarero tras lo
cual volvieron a echarse a reír.
– Que cabrón.
Caronte.
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