lunes, 6 de abril de 2015

El Vals del Emperador (XV)

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El chófer les llevó hasta el coche que el hotel había puesto para recogerles. Como cabía de esperar era un Mercedes negro último modelo de la más alta gama con los cristales traseros tintados para que nadie pudiera ver quiénes eran los ilustres personajes que iban allí montado. Aunque el sol entraba a raudales por todos los ventanales de aeropuerto todavía no habían salido a la calle para ver si ese solo radiante lograba calentar algo el ambiente invernal que seguro hacía en la calle y que correspondía para las fechas que eran. El chófer cargó el equipaje menos voluminoso en el maletero del coche, mientras que un par de trabajadores del hotel se llevaban las maletas más pesadas y voluminosas, así como un par de trajes tanto de él como de ella que habían traído para asistir al Concierto de Año Nuevo, a una furgoneta que les seguiría hasta el hotel.

El trayecto desde el aeropuerto de Viena hasta el centro de la ciudad no lleva más de veinte minutos, y prácticamente todo el tiempo discurre por una autopista que penetra inclemente, casi sin transición ni aviso, hasta la propia ciudad imperial, hasta acariciar al propio río Danubio que riega con sus míticas aguas la tierra vienesa. El chófer apenas cruzó un par de palabra con ellos, si acaso él le dio alguna indicación y comentario sobre cualquier cosa que no tuviera importancia alguna. Sin embargo una vez salieron de los dominios del aeropuerto Anna sí empezó a hablar cogiéndole la mano y dejando de mirar por el cristal tintado que impedía que el sol en todo su esplendor penetrara en el interior de vehículo.

– Bueno pues ya estamos en Viena. Después de toda la murga que me has estado dando estos meses para venir por fin estamos aquí. – Dijo Anna llevándose la mano de él hacia su regazo, cogiéndola con fuerza y a la vez ternura.
– Sí, parece mentira que sea cierto. Y cómo que te he dado la murga, si sólo lo hemos hablado un par de veces. No me costó mucho que aceptaras la invitación que yo recuerde. – Contestó él sin todavía mirarla directamente, teniendo la vista fija en el horizonte, en la carretera que discurría delante del coche.
– ¿Un par de veces? Pero si cada vez que podían me hablabas de este viaje y de lo bien que lo íbamos a pasar. No callabas. Menos mal que dándote un beso cierras esa boca, porque cuando coges carretilla... – Apretó ella un poco más la mano de él para que así éste reaccionara y la mirara.
– Hombre, a lo mejor lo comenté unas cuantas veces más, pero sólo porque me hacía mucha ilusión que vinieras conmigo. – Ahora sí la miraba, aunque tímidamente, sin mantenerla la mirada mucho rato, apenas unos segundos. Parecía que tuviera miedo, o vergüenza de estar allí y de lo que pudiera ocurrir en esos días.
– Pues para toda la ilusión que dices que tienes puesta en este viaje, desde que te has bajado del avión no has abierto la boca. No pareces el mismo que esta mañana en Madrid me recibió con un beso que no me esperaba y que sinceramente demostraba una pasión que nunca había visto en ti. – Ahora ella le había obligado a que la mirara fijamente y a los ojos. Anna le estaba escrutando la cara, mirando más allá de sus propias pupilas, leyéndole los pensamientos e intentando descifrar sus sentimientos.
– Puede que todavía no me crea que estoy aquí contigo. Que todo esto me parezca un sueño, y que tema despertar del mismo y verme de nuevo solo en mi casa de Madrid preparándome para despedir un año más como lo llevo haciendo ya mucho tiempo. – Dijo él mirándola a los ojos, aguantando esa intensa mirada de Anna que a pocos hombres hubiera dejado tranquilos. Esa mirada que en sí misma podía representar todo el amor del mundo y todo el odio.
– Pues créetelo, porque es verdad. Estamos en Viena, volando por la autopista que comunica el aeropuerto con la ciudad a borde de este coche conducido por el chófer que nos ha puesto el hotel. – Anna se había acercado a él, hablaba con un tono de voz más bajo que el que había utilizado hasta entonces, como queriendo no ser oída por el hombre que conducía el coche. – Así que esto es real. No es un sueño. Estás en Viena conmigo que es lo que querías. Lo vamos a pasar en grande, y vamos a disfrutar el uno del otro. – Terminó de decir estar palabras tras haberle soltado la mano y haber posado sus dos preciosas manos en su cara, una en cada lado. Se acercó a él y le besó en la boca, en silencio.

El coche siguió avanzando sorteando a los demás conductores con una maestría propia de un campeonato de carreras. De repente, casi sin darse cuenta, la autopista se transformó en una calle de Viena. El campo que había a ambos lados de la carretera se cambió por edificios de viviendas, de oficinas, comercios y demás. A la izquierda estaba el río Danubio, o al menos el canal que lo acercaba un poco más a Viena, porque para ser sinceros el verdadero río Danubio, ese mítico nombre que pronunciado parecía evocar grandes épocas pasadas y lugares imaginarios propios de las mentes más fantasiosas, no pasaba por Viena. Es más, la primera vez que él estuvo en Viena quedó decepcionado con eso. Él esperaba poder pasearse por la orilla del Danubio, ese río que automáticamente siempre le recordaba el Vals de Strauss que tanto amaba y que tanto conocía por cerrar el Concierto de Año Nuevo junto a la Marcha Radetzsky, como lo había hecho cuando fue a Estambul a orillas de Bósforo, o en París al borde del Sena, en Londres por los paseos que jalonan el Támesis, o incluso en Madrid en ese maravilloso parque que sustituyó ya hace muchos años a la gris, maloliente y ruidos M-30. Pero se encontró con que Viena no tenía río. No había ni rastro del Danubio. Lo único que recordaba al mítico río era la música clásica. Nada más.

Anna al ver el río lo señaló y echó un vistazo a través de la ventanilla. También preguntó que si ese era el Danubio, a lo que él le contestó la verdad, que no lo era, sino más bien una canal que se construyó en su día para desviar en parte el curso principal del río y evitar las inundaciones que casi todos los años se producían en otoño cuando las lluvias, como si de África se tratara, golpeaban toda esta región de Europa.

– No queda mucho si no recuerdo mal. Ya estamos de hecho en Viena. Tardaremos en llegar lo que el tráfico de esta ciudad quiera. – Dijo él cogiéndola la mano y llevándosela a los labios para besarla.
– Me imaginaba el Danubio mucho más grande y, no sé cómo decirlo, más...
– Más río. – Completó él la frase que ella no sabía cómo terminar.
– Sí supongo que es eso. Me esperaba una especie de Sena o Támesis, pero a lo grande. Algo con más entidad, digno del nombre que tiene y que todo el mundo conoce. No un río que parece escondido porque a la ciudad le dé vergüenza mostrarlo. Es como el Manzanares en Madrid, que en el fondo es el río de la capital pero que nadie parece enorgullecerse de él. – Añadió Anna algo seria, mirándole como queriendo justificar su propia opinión. Él por el contrario la miraba divertido, intentando mantener el semblante también serio, escuchándola atento, pero no podía más que alegrarse y sentirse contento porque ella dijera lo que pensaba sin tapujos, sin pelos en la lengua, pudiendo incluso sonar inoportuna. Le gustaba su sinceridad, cualidad que tanto escasea en el mundo actual.
– Yo tuve la misma sensación la primera vez que lo vi también. Algo más que tenemos en común. Me consuelo comprobar que no soy el único que pensaba que el Danubio por Viena pasaba mostrando toda la majestuosidad que se le presuponía. – Terminó por decir él, sonriéndola y dándola un beso en la mejilla, no de esos que se dan por cortesía, sino uno que mostraba más que eso, cariño, aprecio y agradecimiento.

El coche empezó a callejear ya por las calles de Viena. Por las ventanillas a pesar de que los cristales eran tintados se podían ver a los vieneses bien abrigados con abrigos tiroleses de esos que pesan un quintal y que calientan como si llevaran resistencias eléctricas por dentro, con guantes, bufandas y sombreros austríacos, muchos de ellos con una pluma de perdiz decorándolos; las vienesas por su parte llevaban abrigos de piel, las señoras más mayores, o gabardinas y plumas las mujeres más jóvenes, también con bufandas y guantes. Debía de hacer bastante frío a pesar del sol que lucía en el cielo. Sin embargo la sensación que ambos tenían dentro del coche es que era mucho más tarde de lo que ponía en el reloj del salpicadero, y es que en el fondo sus sensaciones no iban muy desencaminadas. Estaban muy en el centro de Europa y bastante más al este que España; por aquellas tierras el sol salía y también se ponía bastante más temprano que en Madrid, por eso a pesar de que eran poco más de la una y media de la tarde, parecía que la tarde estaban a punto de terminar para dar paso a una caída del sol que llenaría de sombras las calles de Viena.

Pronto los edificios más modernos de las afueras de la ciudad empezaron a dar paso a los más antiguos y señoriales del centro de Viena. Cruzaron el canal del río Danubio y cogieron probablemente la calle más famosa de toda Viena: el Ring. Esos grandes bulevares arbolados jalonados por grandiosos edificios públicos, teatros, bibliotecas, muesos, ministerios y palacios, recorrían el antiguo emplazamiento de las murallas medievales de la ciudad que cuando ésta se empezó a quedar pequeña y quiso crecer para convertirse en la ciudad más moderna de Europa, sede del gobierno de uno de los Imperios más grandes y poderosos del continente como era el Austrohúngaro, tuvieron que ser derribadas para dar paso a los ensanches urbanizadores que permitieron a Viena ser el centro de la aristocracia europea, envidia de muchas otras grandes ciudades que veían como esa pequeña ciudad que hasta entonces había estado a la sombra de las grandes capitales mundiales pasaba al centro del mundo con grandes edificaciones, monumentos, parques públicos y grandes paseos para que los nobles y cortesanos del emperador pudieran pasear cómodamente y ser vistos por el resto de la sociedad vienesa.

Sin embargo aquel penúltimo día del año el Ring no parecía el mismo que él recordaba de su primer viaje a Viena. En aquella ocasión hacía mucho calor y los árboles estaban vestidos con sus mejores galas, con diferentes tonalidades de verdes, con todas sus ramas cubiertas de hojas; la gente paseaba en manga corta, si es que no algún joven iba sin camiseta corriendo bajo la sombra de los grandes árboles, y los turistas se agolpaban en los pasos de cebra para continuar con su visita de la ciudad, descubriendo rincones que se escapan de la fama que tienen algunos lugares de Viena. Pero aquellos recuerdos eran muy diferentes a lo que ahora veía por las ventanas. Los árboles estaban totalmente desnudos y no arrojaban más sombra que la que su propio esqueleto de ramas podía proyectar en unos paseos y aceras casi exclusivamente poblados por vieneses.

Cada vez que el coche tenía que aminorar un poco la marcha debido al tráfico, a algún semáforo o por el paso de algún tranvía, él intentaba señalar a Anna alguno de los grandes y majestuosos edificios que se erguían a ambos lados de la gran avenida para intentarla contar algo sobre él, algo de lo que se acordara de la veces que había estado en Viena de turista y no para algún negocio o trabajo. Pasaron también al lado del parque de la ciudad, donde se yerguen multitud de estatuas de grandes músicos y compositores de nombres universalmente conocidos, entre las que destaca por encima de cualquier otra la famosa estatua dorada de Johann Strauss tocando el violín. A todo lo que él decía Anna asentía y preguntaba si iban a verlo y a pasar por ahí paseando, a lo que él siempre decía que claro, que harían todo lo que a ella le apeteciera.

En un momento dado y casi sin darse cuenta se encontraron parados en un semáforo justo enfrente del gran edificio de la Ópera de Viena. Ya estaban cerca de su destino. El Hotel Sacher se encontraba justo detrás de la Ópera. Allí parados durante los largos segundo que el semáforo permaneció cerrado, en rojo, para ellos, él se remontó con sus recuerdos a la primera vez que estuvo allí mismo, paseando con sus padres por esas mismas calles, cruzando ese mismo paso de cebra por el que ahora pasaban los pocos turistas que el invierno atrae a Viena y los altivos ciudadanos vieneses orgullosos y muy celosos de su ciudad, venida a menos como casi todas las grandes ciudades y capitales europeas después de que sus naciones pasaran a ser países museo más que grandes potencias internaciones temidas y respetadas en cualquier rincón del globo, dueñas de vastos y multiétnicos territorios.

Todavía podía acordarse de lo que sintió cuando por primera vez contempló el magnífico edificio de la Ópera de Viena, con sus formas exuberantes y exageradas, con su decoración ampulosa y sobrecargada de adornos y filigranas que daban al edificio un aire de gran caja de música rococó. En toda la manzana que ocupaba el edificio, una manzana para él solo, para decir que allí estaba el mayor templo de la ópera del mundo, donde los más grandes tenores y sopranos, músicos, compositores y directores de orquesta habían cantado, tocado, estrenado y dirigido piezas y obras de los mejores. La Ópera de Viena es todo un monumento a la música, un edificio orgulloso por todo lo que ha escuchado. Su interior tampoco hace de menos al exterior. Cuando uno camina por sus pasillos y salas, sube por su escalera principal o se sienta en el patio de butacas, en algún palco lateral o en el mismísimo palco imperial, reconvertido en el palco más exclusivo aunque abierto a quien pueda pagar el precio de una de sus butacas, siente que está en otra época, muy lejana y distante cuando la música clásica y la ópera eran el espectáculo más popular; estar dentro de ese gran edificio era viajar a otro mundo incluso muy lejano del que él venía, donde a la música clásica que tanto amaba se la consideraba un arte menor, de gente rara y solitaria, antigua, conservadora.

A medida que el coche volvió a andar y a recorrer los últimos metros hasta llegar a la puerta del Hotel Sacher, miró por última vez el edificio de la Ópera, el lateral por el que ahora discurrían despacio, pudiendo disfrutar de la armonía que mirar las fuentes, ventanas, esculturas y bustos de famosos músicos, le provocaba. Anna le miraba callada con su mano entre las suyas como llevaban desde que habían empezado a recorrer de verdad la Viena que iban a visitar en esos días finales del año, frío y luminosos. El coche se detuvo. El chófer se bajó del coche, le abrió la puerta a él. El conserje del hotel hizo también lo propio con la puerta de Anna dándola las buenas tardes en inglés y ayudándola a bajar. El botones sacó del maletero sus maletas y las puso en un carrito en el que ya estaba el resto de su equipaje que había llegado unos minutos antes que ellos. Sin apenas darse cuenta de si hacía mucho frío o no en la calle, pasaron al vestíbulo del hotel.


Caronte.

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