sábado, 18 de abril de 2015

El Vals del Emperador (XVIII)

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La comida en el restaurante siguió sin más problemas o cuestiones delicadas de las que hablar. Más bien todo lo contrario. Los asuntos más frívolos son los que ocuparon su conversación mientras daban debida cuenta de sus platos. Él probó el snitzel de Anna y ella hizo lo propio con el guiso de pollo con verduras de él. A ella le gustó más el guiso que el snitzel, pero no dejó de comerse el filete de cerdo empanado acompañado de una pequeña salsa típica de Viena de sabor entre amargo y dulzón, que daba un muy buen toque a la carne empanada. Una vez dieron debida cuenta de los platos principales pidieron el postre: él optó por tomarse un café al estilo Vienés; ella sí optó por la tarta del día que era de bizcocho y crema pastelera con algo de nata por encima. Otra cosa no pero Viena en cuestión de postres, y sobre todo tartas, es la meca de los golosos: decenas de cafés y pastelerías adornan las principales calles de la ciudad, algunos de dichos establecimientos son míticos y aparecen en todas las guías de viajes de la ciudad, diciendo que son de obligada visita, aunque muchos de ellos por sus precios algo elevados no son aptos para todos los bolsillos y se convierten en meras atracciones turísticas que en verano, o al menos eso es lo que él recordaba, se llenaban de turistas japoneses ataviados con una indumentaria totalmente estrafalaria y con sus consabidas cámaras fotográficas al cuello, dispuestas para fotografiar todos los detalles de esos cafés, incluidas las tartas.

Cuando hubieron acabado la tarta y el café pidieron la cuenta, prácticamente sin necesidad de que el camarero joven que les había estado atendiendo durante todo el tiempo que duró la comida se acercara a la mesa. Ésta era una de las cosas que a él más le llamaban la atención cada vez que viajaba, fuera al país que fuera, incluso en los rincones más perdidos del planeta. Con un simple movimiento de mano, generalmente la derecha, realizada mirando al camarero de turno se daba a entender fuera cual fuera la cultura del país que uno quería la cuenta. Muchas veces había reflexionado acerca de ese símbolo universal que era hacer como que se firma algo en el aire. Un gesto, una acción mímica quizá algo absurda, un símbolo de que un comensal en un restaurante quiere la cuenta. Un brazo ligeramente erguido con la mano cerrada salvo los dedos índice y pulgar que hacen como que cogen un lápiz, un bolígrafo o para quien sea más refinado una pluma estilográfica, y haciendo un ligerísimo movimiento casi imperceptible salvo para quien está haciendo ese gesto, que quiere indicar que se ha acabado la comida, la cena o el tentempié y se quiere proceder al pago de la cuenta. Fuera donde fuera, desde Madrid a Dubái, pasando por Kinshasa o Nairobi, e incluso Yakarta. En todos los lugares a los que había ido en su vida siempre había pedido la cuenta en los restaurantes como lo había visto hacer siempre a sus abuelos, padres y tíos en Madrid, en su propio barrio, como pensaba que era una manera totalmente típica de hacerlo en España. Siempre pensó en lo curioso que era aquello, y cómo el mundo por muy diferente que pueda parecer al priori siempre sorprende con estos paralelismos.

El camarero, como no podía ser de otra manera, entendió a la perfección lo que él quería decirle, y a los pocos minutos le trajo la cuenta metida en una discreta carpeta destinada a ese fin. Tampoco aquello había cambiado, notó él. Por muy discreto y humilde que ese café-restaurante fuera tenía modales y modos de alta alcurnia. El camarero como había estado haciendo cada vez que se acercaba a su mesa para ver si necesitaban algo, o a traerles lo que pidieran, miraba a Anna y ésta, siguiendo esa especie de juego de seducción y de dejarse admirar por los hombres, le devolvía una amplia y profunda mirada, acompañada de una sonrisa radiante y siempre buenos modos al dirigirse a él en inglés. Incluso cuando el camarero vino con la máquina para que pudieran pagar con tarjeta de crédito, Anna le preguntó un par de cosas algo más personales que las simples cortesías que se suelen preguntar por educación si se ha entablado algo de confianza, o mejor dicho cercanía y cordialidad, con cualquier persona. Anna sabía que haciendo eso hacía las delicias del joven camarero, mientras que alentaban algo los celos, en esa ocasión controlados, de él, que a la vez que Anna coqueteaba algo con el camarero estaba pagando intentando entenderse con la máquina de las tarjetas de crédito.

Cuando salieron del restaurante sintieron por primera vez el frío que hacía en Viena. Hasta ese momento, quizá por la emoción de los primeros pasos por la ciudad, la imagen de los edificios embellecidos con molduras de escayola, las fachadas de diversos colores pastel, la tranquilidad de las calles no principales que él había elegido para llegar al café, o simplemente porque cada uno iba pendiente del otro y disfrutando de su mutua presencia y compañía, no se habían percatado del gélido frío que recorría como un viandante más las calles de Viena. Era un frío muy distinto al de Madrid pensó él: un frío que no sólo atacaba los pocos resquicios de piel que dejaba al descubierto la ropa que llevaban puesta, apenas un filo de piel en las muñecas, entre la protección de la mano por el guante y la del brazo por el abrigo, o la cara, sobre todo las orejas, y sobre todo las de él, ya que Anna llevaba su bufanda algo elevada como si fuera un pañuelo árabe que llevan las hermosas mujeres originarias de esas tierras tan cálidas y amarillas. El frío alentado por la humedad del propio río Danubio que corría a unos centenares de metros, quizá algún que otro kilómetro, y que hacía que así como en verano fuera el calor lo que se terminara pegando sobre la piel de uno nada más salir del mismo aeropuerto, ahora en pleno invierno, hacía que el frío recorriera con parsimonia cada centímetro al descubierto de la piel dejando su estampa aún cuando esta misma piel se encontrara a salvo en el interior caldeado de algún establecimiento comercial, hostelero o museístico.

– ¡Joder qué frío hace! No me había dado cuenta hasta ahora. – Dijo él con el tono de voz algo indignada, no por el hecho de que hiciera frío, que era algo que de manera natural a él le gustaba, sino por no haberlo notado antes, en el camino de ida.
– ¡Esa boca jovencito! A ver si voy a tener que lavarte la lengua con lejía para que no sueltes tacos. – Dijo ella divertida, ajustándose la bufanda al cuello y levantándose el cuello de su abrigo para poner aún algún obstáculo más al frío.
– Si me lavas la lengua con lejía me la dejarías inutilizada y no creo que te convenga sabiendo lo que puedo hacer con ella. – Contestó él tomando esta vez la iniciativa con la broma y los dobles sentidos, mirándola y viéndola reaccionar de manera asombrada pero divertida, como queriendo anticipar lo que podría ser eso que él podía hacer con su lengua.

La vuelta hacia el hotel la hicieron dando un pequeño paseo por parte del centro de Viena. A pesar de las ganas que él tenía de estar con ella en la habitación, a solas, tranquilos, para poder desnudarla despacio, o rápido según se terciara y el deseo explotara en cada uno de ellos; besarla por el cuello hasta que ella dijera basta que no podía seguir aguantando más que él hiciera eso que se derretía de placer; para pasar después a tenderla en la cama y empezar a explorar su cuerpo primero con las manos, después con su lengua que llegaría más lejos de lo que sus dedos habrían llegado y por último dejar que los dos cuerpos se fundieran en uno solo; a pesar de todas esas ganas que tenía de hacerla el amor, decidió, para no parecer tan insensible y tan animal primario y básico, dar un pequeño rodeo hasta el hotel, tomando un camino más largo que el que habían llevado a la ida para así poder ver parte de lo que a la mañana siguiente tenía pensado enseñarla de Viena.

El frío que hacía hizo que caminaran más pegados de lo normal, ella con su mano derecha enguantada metida en el bolsillo derecho del abrigo austríaco de él, mientras que la izquierda de él iba en el bolsillo izquierdo del abrigo de piel de Anna. Así, entrelazados los cuerpos caminaron bajo el frío vienés, o mejor dicho entre él, y que no era un frío que simplemente pasara sobre Viena, sino más bien era un peatón más, un habitante más de la ciudad de los valses que sólo se presenta cuando el sol apenas aparece sobre el horizonte y así puede hacer de las suyas congelando el ambiente y los propios corazones de la gente del lugar, que ya acostumbrada a esa temperatura camina rápido, sin pararse a mirar escaparate alguno, sin demorarse a saludar a algún conocido con el que puedan cruzarse por la calle y al que sin lugar a dudas saludarán, como manda el buen saber estar y la educación vienesas, pero con apenas un imperceptible movimiento de cabeza o un sonido que saldrá casi mudo amortiguado por las bufandas y los cuellos alzados de los abrigos.

Decidió llevar a Anna de vuelta al Hotel Sacher por la calle principal de Viena que va desde la Plaza de la Catedral hasta la de la Ópera. En cuanto Anna vio la inmensa mole de la Catedral de San Esteban de Viena quedó asombrada. Lo primero que hizo fue hacer el mismo gesto que él hizo cuando la vio por primera vez: elevar la vista hacia lo más alto de la torre gótica que preside los cielos de la capital austríaca, y que no tiene competidora en altura en todo el centro, y sólo muy tímida y recientemente en la zona financiera, donde el poder del dinero consiguió en su día que las autoridades vienesas hicieran la vista gorda para poder levantar algún que otro rascacielos que desde la lejanía rompiera la soledad de la torre catedralicia, recia y gótica. Al pasar por la puerta de la catedral Anna comentó que era bastante más sobria que las catedrales que había visto en España, sin florituras, sin rosetones coloridos, sin grandes arcos de entrada; a lo que él contestó que era una muy buena observación pero que ese hecho se debía a la diferente forma y concepción de las catedrales en España o Francia con respecto a las de Centroeuropa.

Pasada ya ligeramente la presencia de la mole religiosa y echando un último vistazo a la inmensa torre iluminada en su último tercio por un sol que estaría a punto de empezar a declinar hacia el horizonte muriendo como un fénix: con la seguridad de que volverá a surgir de entre sus cenizas, que son la oscuridad de la tarde invernal y de la noche, para volver algo más fuerte cada día. Al volver a elevar la vista Anna se dio cuenta del inmenso mural cerámico que cubre uno de los tejados de la Catedral y en el que se puede ver perfectamente, aunque siempre con algo de distancia y perspectiva el águila imperial austríaca, símbolo marchita ya del poder, la grandeza y la gloria del ya extinto imperio austríaco, pero que muchos vieneses sobre todo siguen llevando con orgullo en su corazón. A pesar de que en ese gran espacio abierto que conforma la Plaza de la Catedral, la principal tienda de compras y la calle del Monumento a la Peste, el frío arreciaba y parecía que quisiera arroparles en un helador abrazo, Anna se paró unos segundos que a él, muerto de frío (se había olvidado su viejo gorro soviético en el hotel) y lleno de deseo por los huesos y el calor de ella, le parecieron eternos, pero no quería romper ese momento en el que Anna estaba disfrutando como una niña. Cuando ella decidió siguieron la marcha, quizá algo más apresurada que antes.

Poco se pararon ya delante de ningún edificio hasta que llegaron al Hotel, no por falta de ganas, sino más bien porque en la calle por la que iba de vuelta hacia su hotel no había nada por lo que ralentizar la marcha y pararse a observar. Era una calle comercial sin más. Las tiendas de marcas multinacionales de ropa, calzado, complementos, perfumes, informática y demás ocupaban los bajos de los edificios, e incluso edificios enteros de fachadas modernas que poco o nada tienen que ver con los edificios que muy probablemente se alzaron un día no tan lejano, aunque sí prácticamente olvidado, en ese mismo lugar. Y esto era algo que él había notado en prácticamente todas las ciudades que había visitado. El cambio, la mutación mejor dicho, de los centros históricos de las ciudades por grandes centros comerciales alojados en edificios históricos para dar falsa apariencia de nivel, estatus o posición importante, antigua, veterana. Esto era algo que no le gustaba que pensaba que quitaba el alma a las ciudades cuyos gobernante por verse los bolsillos llenos vendían espacios míticos, hermosos y llenos de historia a empresas que lo único que quieren hacer es hacer dinero a costa de otros, sin mirar por esos otros salvo cuando les convenga para reclamar más y más. Por eso el paso por esa calle, que tampoco había cambiado mucho desde que él vino la primera vez, fue rápido y pronto llegaron al final.

Caronte.

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