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La comida en el
restaurante siguió sin más problemas o cuestiones delicadas de las que hablar.
Más bien todo lo contrario. Los asuntos más frívolos son los que ocuparon su
conversación mientras daban debida cuenta de sus platos. Él probó el snitzel de
Anna y ella hizo lo propio con el guiso de pollo con verduras de él. A ella le
gustó más el guiso que el snitzel, pero no dejó de comerse el filete de cerdo
empanado acompañado de una pequeña salsa típica de Viena de sabor entre amargo
y dulzón, que daba un muy buen toque a la carne empanada. Una vez dieron debida
cuenta de los platos principales pidieron el postre: él optó por tomarse un
café al estilo Vienés; ella sí optó por la tarta del día que era de bizcocho y
crema pastelera con algo de nata por encima. Otra cosa no pero Viena en
cuestión de postres, y sobre todo tartas, es la meca de los golosos: decenas de
cafés y pastelerías adornan las principales calles de la ciudad, algunos de
dichos establecimientos son míticos y aparecen en todas las guías de viajes de
la ciudad, diciendo que son de obligada visita, aunque muchos de ellos por sus
precios algo elevados no son aptos para todos los bolsillos y se convierten en
meras atracciones turísticas que en verano, o al menos eso es lo que él
recordaba, se llenaban de turistas japoneses ataviados con una indumentaria
totalmente estrafalaria y con sus consabidas cámaras fotográficas al cuello,
dispuestas para fotografiar todos los detalles de esos cafés, incluidas las
tartas.
Cuando hubieron
acabado la tarta y el café pidieron la cuenta, prácticamente sin necesidad de
que el camarero joven que les había estado atendiendo durante todo el tiempo
que duró la comida se acercara a la mesa. Ésta era una de las cosas que a él
más le llamaban la atención cada vez que viajaba, fuera al país que fuera,
incluso en los rincones más perdidos del planeta. Con un simple movimiento de
mano, generalmente la derecha, realizada mirando al camarero de turno se daba a
entender fuera cual fuera la cultura del país que uno quería la cuenta. Muchas
veces había reflexionado acerca de ese símbolo universal que era hacer como que
se firma algo en el aire. Un gesto, una acción mímica quizá algo absurda, un
símbolo de que un comensal en un restaurante quiere la cuenta. Un brazo
ligeramente erguido con la mano cerrada salvo los dedos índice y pulgar que
hacen como que cogen un lápiz, un bolígrafo o para quien sea más refinado una
pluma estilográfica, y haciendo un ligerísimo movimiento casi imperceptible
salvo para quien está haciendo ese gesto, que quiere indicar que se ha acabado
la comida, la cena o el tentempié y se quiere proceder al pago de la cuenta.
Fuera donde fuera, desde Madrid a Dubái, pasando por Kinshasa o Nairobi, e
incluso Yakarta. En todos los lugares a los que había ido en su vida siempre
había pedido la cuenta en los restaurantes como lo había visto hacer siempre a
sus abuelos, padres y tíos en Madrid, en su propio barrio, como pensaba que era
una manera totalmente típica de hacerlo en España. Siempre pensó en lo curioso
que era aquello, y cómo el mundo por muy diferente que pueda parecer al priori
siempre sorprende con estos paralelismos.
El camarero, como
no podía ser de otra manera, entendió a la perfección lo que él quería decirle,
y a los pocos minutos le trajo la cuenta metida en una discreta carpeta
destinada a ese fin. Tampoco aquello había cambiado, notó él. Por muy discreto
y humilde que ese café-restaurante fuera tenía modales y modos de alta alcurnia.
El camarero como había estado haciendo cada vez que se acercaba a su mesa para
ver si necesitaban algo, o a traerles lo que pidieran, miraba a Anna y ésta,
siguiendo esa especie de juego de seducción y de dejarse admirar por los
hombres, le devolvía una amplia y profunda mirada, acompañada de una sonrisa
radiante y siempre buenos modos al dirigirse a él en inglés. Incluso cuando el
camarero vino con la máquina para que pudieran pagar con tarjeta de crédito,
Anna le preguntó un par de cosas algo más personales que las simples cortesías
que se suelen preguntar por educación si se ha entablado algo de confianza, o
mejor dicho cercanía y cordialidad, con cualquier persona. Anna sabía que
haciendo eso hacía las delicias del joven camarero, mientras que alentaban algo
los celos, en esa ocasión controlados, de él, que a la vez que Anna coqueteaba
algo con el camarero estaba pagando intentando entenderse con la máquina de las
tarjetas de crédito.
Cuando salieron
del restaurante sintieron por primera vez el frío que hacía en Viena. Hasta ese
momento, quizá por la emoción de los primeros pasos por la ciudad, la imagen de
los edificios embellecidos con molduras de escayola, las fachadas de diversos
colores pastel, la tranquilidad de las calles no principales que él había
elegido para llegar al café, o simplemente porque cada uno iba pendiente del
otro y disfrutando de su mutua presencia y compañía, no se habían percatado del
gélido frío que recorría como un viandante más las calles de Viena. Era un frío
muy distinto al de Madrid pensó él: un frío que no sólo atacaba los pocos
resquicios de piel que dejaba al descubierto la ropa que llevaban puesta,
apenas un filo de piel en las muñecas, entre la protección de la mano por el
guante y la del brazo por el abrigo, o la cara, sobre todo las orejas, y sobre
todo las de él, ya que Anna llevaba su bufanda algo elevada como si fuera un
pañuelo árabe que llevan las hermosas mujeres originarias de esas tierras tan
cálidas y amarillas. El frío alentado por la humedad del propio río Danubio que
corría a unos centenares de metros, quizá algún que otro kilómetro, y que hacía
que así como en verano fuera el calor lo que se terminara pegando sobre la piel
de uno nada más salir del mismo aeropuerto, ahora en pleno invierno, hacía que
el frío recorriera con parsimonia cada centímetro al descubierto de la piel
dejando su estampa aún cuando esta misma piel se encontrara a salvo en el
interior caldeado de algún establecimiento comercial, hostelero o museístico.
– ¡Joder qué frío
hace! No me había dado cuenta hasta ahora. – Dijo él con el tono de voz algo
indignada, no por el hecho de que hiciera frío, que era algo que de manera
natural a él le gustaba, sino por no haberlo notado antes, en el camino de ida.
– ¡Esa boca
jovencito! A ver si voy a tener que lavarte la lengua con lejía para que no
sueltes tacos. – Dijo ella divertida, ajustándose la bufanda al cuello y
levantándose el cuello de su abrigo para poner aún algún obstáculo más al frío.
– Si me lavas la
lengua con lejía me la dejarías inutilizada y no creo que te convenga sabiendo
lo que puedo hacer con ella. – Contestó él tomando esta vez la iniciativa con
la broma y los dobles sentidos, mirándola y viéndola reaccionar de manera
asombrada pero divertida, como queriendo anticipar lo que podría ser eso que él
podía hacer con su lengua.
La vuelta hacia el
hotel la hicieron dando un pequeño paseo por parte del centro de Viena. A pesar
de las ganas que él tenía de estar con ella en la habitación, a solas,
tranquilos, para poder desnudarla despacio, o rápido según se terciara y el deseo
explotara en cada uno de ellos; besarla por el cuello hasta que ella dijera
basta que no podía seguir aguantando más que él hiciera eso que se derretía de
placer; para pasar después a tenderla en la cama y empezar a explorar su cuerpo
primero con las manos, después con su lengua que llegaría más lejos de lo que
sus dedos habrían llegado y por último dejar que los dos cuerpos se fundieran
en uno solo; a pesar de todas esas ganas que tenía de hacerla el amor, decidió,
para no parecer tan insensible y tan animal primario y básico, dar un pequeño
rodeo hasta el hotel, tomando un camino más largo que el que habían llevado a
la ida para así poder ver parte de lo que a la mañana siguiente tenía pensado
enseñarla de Viena.
El frío que
hacía hizo que caminaran más pegados de lo normal, ella con su mano derecha
enguantada metida en el bolsillo derecho del abrigo austríaco de él, mientras
que la izquierda de él iba en el bolsillo izquierdo del abrigo de piel de Anna.
Así, entrelazados los cuerpos caminaron bajo el frío vienés, o mejor dicho
entre él, y que no era un frío que simplemente pasara sobre Viena, sino más
bien era un peatón más, un habitante más de la ciudad de los valses que sólo se
presenta cuando el sol apenas aparece sobre el horizonte y así puede hacer de
las suyas congelando el ambiente y los propios corazones de la gente del lugar,
que ya acostumbrada a esa temperatura camina rápido, sin pararse a mirar
escaparate alguno, sin demorarse a saludar a algún conocido con el que puedan
cruzarse por la calle y al que sin lugar a dudas saludarán, como manda el buen
saber estar y la educación vienesas, pero con apenas un imperceptible
movimiento de cabeza o un sonido que saldrá casi mudo amortiguado por las
bufandas y los cuellos alzados de los abrigos.
Decidió llevar a
Anna de vuelta al Hotel Sacher por la calle principal de Viena que va desde la
Plaza de la Catedral hasta la de la Ópera. En cuanto Anna vio la inmensa mole
de la Catedral de San Esteban de Viena quedó asombrada. Lo primero que hizo fue
hacer el mismo gesto que él hizo cuando la vio por primera vez: elevar la vista
hacia lo más alto de la torre gótica que preside los cielos de la capital
austríaca, y que no tiene competidora en altura en todo el centro, y sólo muy
tímida y recientemente en la zona financiera, donde el poder del dinero
consiguió en su día que las autoridades vienesas hicieran la vista gorda para
poder levantar algún que otro rascacielos que desde la lejanía rompiera la
soledad de la torre catedralicia, recia y gótica. Al pasar por la puerta de la
catedral Anna comentó que era bastante más sobria que las catedrales que había
visto en España, sin florituras, sin rosetones coloridos, sin grandes arcos de
entrada; a lo que él contestó que era una muy buena observación pero que ese hecho
se debía a la diferente forma y concepción de las catedrales en España o
Francia con respecto a las de Centroeuropa.
Pasada ya
ligeramente la presencia de la mole religiosa y echando un último vistazo a la
inmensa torre iluminada en su último tercio por un sol que estaría a punto de
empezar a declinar hacia el horizonte muriendo como un fénix: con la seguridad
de que volverá a surgir de entre sus cenizas, que son la oscuridad de la tarde
invernal y de la noche, para volver algo más fuerte cada día. Al volver a
elevar la vista Anna se dio cuenta del inmenso mural cerámico que cubre uno de
los tejados de la Catedral y en el que se puede ver perfectamente, aunque
siempre con algo de distancia y perspectiva el águila imperial austríaca,
símbolo marchita ya del poder, la grandeza y la gloria del ya extinto imperio
austríaco, pero que muchos vieneses sobre todo siguen llevando con orgullo en
su corazón. A pesar de que en ese gran espacio abierto que conforma la Plaza de
la Catedral, la principal tienda de compras y la calle del Monumento a la
Peste, el frío arreciaba y parecía que quisiera arroparles en un helador
abrazo, Anna se paró unos segundos que a él, muerto de frío (se había olvidado
su viejo gorro soviético en el hotel) y lleno de deseo por los huesos y el
calor de ella, le parecieron eternos, pero no quería romper ese momento en el
que Anna estaba disfrutando como una niña. Cuando ella decidió siguieron la
marcha, quizá algo más apresurada que antes.
Poco se pararon ya
delante de ningún edificio hasta que llegaron al Hotel, no por falta de ganas,
sino más bien porque en la calle por la que iba de vuelta hacia su hotel no
había nada por lo que ralentizar la marcha y pararse a observar. Era una calle
comercial sin más. Las tiendas de marcas multinacionales de ropa, calzado,
complementos, perfumes, informática y demás ocupaban los bajos de los
edificios, e incluso edificios enteros de fachadas modernas que poco o nada
tienen que ver con los edificios que muy probablemente se alzaron un día no tan
lejano, aunque sí prácticamente olvidado, en ese mismo lugar. Y esto era algo
que él había notado en prácticamente todas las ciudades que había visitado. El
cambio, la mutación mejor dicho, de los centros históricos de las ciudades por
grandes centros comerciales alojados en edificios históricos para dar falsa
apariencia de nivel, estatus o posición importante, antigua, veterana. Esto era
algo que no le gustaba que pensaba que quitaba el alma a las ciudades cuyos
gobernante por verse los bolsillos llenos vendían espacios míticos, hermosos y
llenos de historia a empresas que lo único que quieren hacer es hacer dinero a
costa de otros, sin mirar por esos otros salvo cuando les convenga para
reclamar más y más. Por eso el paso por esa calle, que tampoco había cambiado
mucho desde que él vino la primera vez, fue rápido y pronto llegaron al final.
Caronte.
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