Ayer iba yo con
unos amigos de la universidad camino de la cafetería de mi Escuela a disfrutar
de nuestro merecido descanso después de tres terroríficas horas de no parar de
hacer absolutamente nada, cuando me he sentido viejo, mayor, como si fuera un
abuelo. Y es que en el hall de mi Escuela había mucha gente, todos estudiantes
en la misma pero de cursos inferiores, probablemente muy inferiores, quizá
primero o segundo del nuevo grado. Luego estábamos nosotros que intentábamos
llegar a la cafetería a por nuestros cafés: cinco amigos de sexto de carrera
ya, pero del plan antiguo, y yo mismo. Lo digo tal como lo siento me he sentido
muy mayor entre toda esa multitud de jóvenes, casi diría yo que adolescentes,
si yo mismo me considero joven que creo que sí porque no hace ni una semana que
he cumplido los 24 años. Me ha entrado una sensación de madurez, o mejor dicho
veteranía ya que lo primero creo que todavía no lo he logrado y me falta camino
para hacerlo, que me ha sumido en un bajón momentáneo tremendo.
Pero para qué nos
vamos a engañar tanto mis amigos como yo llevamos en la Escuela seis años,
bueno uno de ellos siete por ser de una promoción de entrada anterior a la mía.
Más concretamente desde el 3 de septiembre de 2009 es desde cuando llevo
estudiando mi carrera en mi muy noble, leal e ilustre Escuela (aunque cada día
que pasa, los tres adjetivos que he empleado para describirla tengan menos
significado y sean menos aplicables a esa institución académica que vive dentro
de ese gran sarcófago de hormigón gris, feo de narices por no decir cojones, y
frío a más no poder). Por lo tanto y si las cuentas no me fallan, y espero que
no lo hagan ya que dentro de poco más de dos meses me examino de una asignatura
económica en la que hay que emplear fórmulas exponenciales con decimales y en
la que el profesor responsable ha decidido que las calculadores no son
necesarias usando como criterio que un ingeniero debe saber hacer sin ayudas
tecnológicas (a la usanza del fundador de mi Escuela allá por el siglo XIX)
dichas operaciones en el tiempo que le dé para ello (todo completamente
racional como se puede ver), son 67 meses. Muchos meses en definitiva. Mucho
tiempo desperdiciado de nuestras vidas que son muy cortas y hay que
disfrutarlas que luego se pasan volando que da gusto.
Toda esa cantidad
de meses da para mucho y sobre todo para que uno no se dé cuenta de que van
pasando y cayendo poco a poco en el olvido arrasados sin piedad ni miramientos
por el tiempo que no se para a pensar en nada ni nadie. Parece que fue ayer que
entré en la Escuela y fui a la charla de bienvenida del curso cero en el que
durante ese mes de septiembre de 2009 empecé a conocer mi Escuela y el que
podía ser mi mundo si poco a poco me iba sacando los cursos, cosa que en aquel
entonces me parecía como escalar el Annapurna. Durante aquel mes fui conociendo
los usos y costumbres del castillo que a día de hoy es ya casi como mi casa, si
no fuera porque no quiero ni verlo en pintura, a personas con las que sigo
manteniendo algo de contacto, esos primeros “amigos”, aunque no me gusta
llamarlos así porque para mí esa palabra tiene bastante más sentido y
sentimientos, con los que al menos podía cruzar unas palabras en los descansos
entre clase y clase y poder empezar a relacionarme gracias a ellos con más gente.
Pero no fue ayer nada de esto. Han pasado ya más de 48.000 horas pero no me
había dado cuenta hasta que ayer me crucé con esos estudiantes de los primeros
cursos yendo para cafetería. Una bestialidad de tiempo.
Supongo que será
por el microcosmos que se crea en las universidades, facultades y escuelas
universitarias, pero sigo diciendo que no me parece que hayan pasado ya casi
seis años desde aquel primer día. Se me han pasado volando. Aunque es curioso
porque esa sensación de velocidad en el paso del tiempo sólo la he tenido
ahora, a un mes escaso, cinco semanas, de acabar para siempre las clases en mi
Escuela. Hasta este año la sensación que siempre he tenido, curso a curso, es
que el tiempo parecía no avanzar, que los cursos eran eternos, y las semanas y
algunos días tediosos de universidad más academia después. Había días en
primero y segundo que salía de mi casa para ir a la Escuela a las siete de la
mañana y no volvía a ella hasta las ocho de la tarde, si el transporte en metro
se me daba bien. Veía a mis padres algunos días apenas dos horas de las 24 que
tiene el día. En aquellos días llegaba a mi casa y tenía la sensación de que
había estado fuera años, curioso contraste, no disfrutaba de mis 18 o 19 años,
ni luego de los 20, ni casi de los 21, algo más empecé a disfrutar ya con 22 al
darme cuenta de que las cosas no podían seguir así que aquello no merecía la
pena. Los días eran muy largos, las semanas eternas, y el curso toda una cuesta
arriba constante que había que subir corriendo para más inri.
Pero ayer cuando
me crucé con esa manada de jóvenes y tiernos estudiantes, llenos de ilusión, de
esperanza, de alegría de vivir y de disfrutar y de aprender y de sacarse la
carrera de sus sueños; con esos jóvenes aprendices todavía de universitarios, si
es que es algo que se aprende en algún momento, que están empezando a conocer
la Escuela y a acostumbrarse a los usos y costumbres de la anquilosada
maquinaria docente; con esos jóvenes que entraron en la universidad con la
grandísima ilusión de cambiar definitivamente de vida y de conocer a sus amigos
que se mantendrán con ellos, si la providencia quiere, hasta el final ya de sus
vidas, y también quizá a esa chica o chico de los que enamorarse (y
desenamorarse también a lo mejor) y empezar una relación que podría ser la
definitiva tan buscada y deseada por unos y por otros. Todos esos jóvenes que
llevaban escrito en la cara que lo eran me hicieron sentir viejo, muy mayor, un
verdadero veterano curtido en mil batallas y escaramuzas, en una guerra que
dura ya casi tanto como la II Guerra Mundial.
Y es que no nos
hemos dado cuenta de que el tiempo ha pasado. Poco a poco iban cayendo los
cursos y pasando los años. Los inviernos con su oscuridad mañanera que hacía
que llegara a la Escuela completamente de noche; las primaveras en las que los
árboles de Ciudad Universitaria año tras año florecían en una sinfonía
verdaderamente armónica de colores y olores que aunque poco me alegraban el
trayecto desde y hacia el metro; los otoños lluviosos en los que los paraguas
mojados empapaban los periódicos que poníamos mis compañeros de taquilla y yo
en el fondo de las misma; los principios de verano en los que el calor
sofocante hacía que las clases se convirtieran en hornos y nosotros mismos en
paletillas de cordero y alguno que otro también en cochinillos de gran clase.
Han pasado las épocas de exámenes sin que me diera cuenta de que cada año me
las tomaba menos en serio y de manera más relajada desde aquellas primeras
veces en primero y segundo en las que esas épocas eran terroríficas por los
nervios y la presión que tenía por aprobar y no tener que estudiar en verano
(cosa que no ha pasado hasta el verano pasado por fin el último de la carrera).
Así se han pasado
todos los años casi sin excepciones. Y digo casi porque en cuarto de carrera,
aunque las épocas del año siguieron siendo las mismas los días no, porque las
clases las tuvimos por la tarde (tradición algo absurda y sin sentido que se
tenía en mi Escuela, al menos con el Plan Antiguo, que ahora en el nuevo no sé cómo
van las cosas, aunque sabiendo cómo funciona el castillo de hormigón me puedo
imaginar que poco o nada ha cambiado, al menos para bien, para mal lo han hecho
muchas cosas que no voy a nombrar por no hacer interminable esta reflexión).
Ese año a pesar de que parecía que iba a ser aún más interminable resultó más
agradable de lo que imaginaba. No tuve que madrugar, decidí empezar a cambiar
mi cuerpo yendo a la piscina casi todas las mañanas, no cogía metros atestados
de gente y podía ir con menos agobios leyendo con tranquilidad. Lo único que me
costaba más era salir tan tarde del castillo embrujado de hormigón y llegar a
mi casa pasadas las nueve de la noche. Aunque para evitar eso algunos días
decidía llevarme el coche a la Escuela para así ahorrarme algunos minutos; esto
también me servía para poder acercar a algún compañero al metro y así estar un
rato más con amigos.
Pero ese año
vespertino también pasó como el resto: lento en el momento de vivirlo, pero
rápido visto ahora, cuando todo parece haber volado más rápido de lo que un
águila se lanza en busca de su presa divisada entre la espesura de unos
arbustos para darla caza y disfrutar de su manjar. Y así han pasado estos
últimos años de mi vida a dos velocidades que ahora comprendo que han sido la misma,
una vista desde dentro y otra ya desde fuera reflexionando y mirando cómo nos
ha cambiado a todos, en algunos casos para bien, en otros para mal, en la
mayoría con combinación de ambos. Sin embargo este año no se me está pasando
como los anteriores. Quizá por el mero hecho de ser el último y ser consciente
de ello, sexto se me está pasando más rápido de lo que me gustaría, a pesar de
que por mí no estaría más tiempo del necesario y deseado en mi escuela, pisando
su suelo encerado y cogiendo sus múltiples ascensores para llegar a las
diversas partes del castillo que es mi Escuela. El Proyecto Fin de Carrera, del
que ya he hablado en anteriores artículos, la propia carrera, el incierto
futuro que se nos abrirá en unos meses a la hora de enfrentarnos sin arnés
(salvo los hijos de papá que ya tienen un buen cable que les ha permitido
enchufarse por ahí) al mundo laboral, la duda de si los que hemos conseguido
acabar la carrera siguiendo el Plan de Estudios Antiguo vamos a ser reconocidos
como lo que somos Máster en el nuevo EES de la Unión Europea y no meros
graduados que no serviremos para nada; quizá todo esto está haciendo que todo
se me pase muy rápido este año.
No sé qué pasará
en unos meses cuando todo esto acabe. No sé si echaré de menos la Escuela después
de haber pasado varios años de dudas, de malos momentos, de crisis personal, de
crisis de identidad, y de miedo por pensar que todo esto ha sido una total y
completa pérdida de tiempo. Lo que sí sé a día de hoy, gracias sobre todo a ver
este año como ya no soy, no somos mis compañeros y yo unos cualquiera en la
masa estudiantil de la Escuela, sino más bien los veteranos, los abuelos, los
mayores, es que han pasado ya seis años, y que para bien o para mal (me
gustaría ser optimista hoy y pensar que han sido para bien) ya no van a volver
a pasar. Y en seis años hemos cambiado nosotros y el mundo, y ante todo nos
hemos ido haciendo más responsables y a introducirnos poco a poco de verdad en
el mundo adulto de la sociedad. Ya no somos estudiantes rasos por mucho que
todavía nos queden unas cuantas semanas de serlo oficialmente.
Recuerdo todavía
como si fuera ayer, gracias a esos caprichos que el tiempo de vez en cuando se
permite para jugar con las personas, cómo veía a los mayores de la Escuela, a
los estudiantes de otros cursos, sobre todo a los de sexto que por aquel
entonces compartían el mismo pasillo que los de primero de carrera, como si
fueron extraterrestres, miembros del un mundo que todavía me quedaba muy lejano
y sobre el que era absurdo pensar. Y sin embargo ahora muy probablemente, si
los jóvenes estudiantes no han cambiado mucho, seré yo y mis propios compañeros
los observados como raros especímenes sacados de un laboratorio clandestino y
oscuro en el que se experimenta con seres humanos y se crean híbridos
maléficos. Ahora somos nosotros los mayores, los oficiales en el ejército de la
Escuela, los que tenemos más galones aunque no se nos respeten las estrellas
sobre nuestros hombros. Cuando alguna vez veo cómo nos miran a los de sexto los
pobres engañados al entrar en la Escuela, me veo a mí hace seis años haciendo
lo mismo. Tengo la sensación de haberme cambiado de posición en el espejo en el
que estos jóvenes estudiantes, al igual que yo hace años, me miraba. Ya no soy
quien admira, observa, contempla y analiza; sino el admirado, observado,
contemplado y analizado. No hay vuelta de hoja. Somos los mayores, pero yo
tengo la sensación de ser algo más viejo, algo más mayor, más que si hubieran
pasado de manera natural los 67 meses que se han consumido de mi vida en la
Escuela. Ayer cuando me crucé con todos esos primerizos estudiantes me di
cuenta de cómo habíamos cambiado, no ya sólo yo, sino también los amigos con
los que iba a la cafetería.
Puede que esta
sensación sea sólo mía, aunque estoy más que seguro que no es así. Creo que
este año todos mis compañeros, y también mis amigos tienen esta sensación de
final de un viaje que se ha prolongado durante seis años y que está a punto de
terminar. Otro viaje está también a punto de empezar, y de eso tampoco tengo
ninguna duda, lo que pasa es que no sé qué viaje será ese. Así como cuando
acabé la selectividad tenía la misma sensación que ahora al acabar la carrera
de que se acababa una etapa larga de mi vida y empezaba otra que no sabía
cuánto iba a durar ni cómo se iba a pasar, pero al menos sabía qué etapa era y
dónde se iba a desarrollar, ahora mismo cuando poco queda de esta etapa no
tengo ni idea de cuál ha de ser la siguiente, ni si será como esta igual de
amarga y llena de dudas, o si por el contrario será la definitiva que me
muestre lo que quiero ser y me haga encontrar esa felicidad que es la meta más
básica que todo ser humano debería ponerse en su vida.
No sé cómo se
desarrollarán los próximo años de mi vida, ni de la de mis amigos. Tampoco sé a
ciencia cierta si estos seis años que se están terminando de consumir como la
llama de una vela que lleva encendida toda la noche para proveer de luz una
habitación asolada por la penumbra, me han servido para algo o me serán de
utilidad en mi verdadera vida en los años que han de venir. Sé, eso sí, que se
han pasado ya; que me siento mayor comparándome con el resto de estudiantes que
abarrotan la cafetería todos los días cuando nosotros vamos hasta allí para
tomarnos el café de turno y descansar apenas veinte minutos de los coñazos que
nos sueltan en clase, que tengo la sensación que no sirven para nada; que ya
somos esos estudiantes que estamos de retirada de la vida universitaria para
pasar a una peor, más estresada y llena de obligaciones serias; que por muy
largos que puedan parecer los días de universidad cogidos de manera
independiente, al juntarlos todos y verlos con algo de perspectiva, la que da
tener 24 años y no 18, no han sido más que un suspiro. Y de todo esto me doy
cuenta ahora. Es posible que pudiera haber disfrutado estos 67 meses mucho más:
no tomando con tanta seriedad y agobio lo que tenía que ver con la carrera y
los exámenes; habiendo sido mucho más abierto en el ámbito personal para así
haber podido conocer quizá a más amigos y también por qué no a una chica con la
que estaría saliendo a día de hoy; habiendo disfrutado mucho más de los amigos
que tengo; habiendo discutido menos y habiendo pasado de aquellas personas que
no merecen la pena. Pero nada de lo que pudiera haber hecho puedo hacer ya,
porque no puedo volver a esos momentos.
Han pasado seis
años. He pasado seis largos años que se han acabado rápidamente. Y ahora sólo
me queda ver cómo en la Escuela somos unos pobres abuelos, hablando de manera
exagerada, que en nada irán a ver obras de verdad, aunque no desde la valla
sino desde dentro, o a una oficina a poner números a lo que en primer lugar es
un dibujo, o a manejar las finanzas de alguna empresa, o a jugar con el dinero
de alguien para enriquecerse a título personal, o a asesorar gobiernos para que
hagan más kilómetros de AVE, o de autopistas de peaje para que nuestros amigos
se llenen los bolsillo a costa de todos los ciudadanos, aún sabiendo que son
inversiones perdidas desde el primer momento.
Lo único bueno de
esto es que al menos no se han cumplido los peores presagios que tenía cuando
entré y siendo estudiante de primero, al ver a los mayores de la Escuela. No he
ido a peor. Me he hecho mayor, he envejecido más años que los naturales, como
el resto de mis compañeros, pero al menos no he terminado siendo un huraño
ermitaño encerrado en una cueva, creo haber evitado ese riesgo. No soy tampoco
un viva la virgen que esté todo el día por ahí de fiesta, saliendo hasta las
tantas de la noche todos los fines de semana. Pero aunque ayer tuviera la
sensación real de que el tiempo había pasado y yo lo había vivido, me quedo con
esto último que lo he vivido, lo bueno y lo malo, con intensidad. Y ahora me
doy cuenta de ello.
Caronte.
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