sábado, 11 de abril de 2015

Seis años

Ayer iba yo con unos amigos de la universidad camino de la cafetería de mi Escuela a disfrutar de nuestro merecido descanso después de tres terroríficas horas de no parar de hacer absolutamente nada, cuando me he sentido viejo, mayor, como si fuera un abuelo. Y es que en el hall de mi Escuela había mucha gente, todos estudiantes en la misma pero de cursos inferiores, probablemente muy inferiores, quizá primero o segundo del nuevo grado. Luego estábamos nosotros que intentábamos llegar a la cafetería a por nuestros cafés: cinco amigos de sexto de carrera ya, pero del plan antiguo, y yo mismo. Lo digo tal como lo siento me he sentido muy mayor entre toda esa multitud de jóvenes, casi diría yo que adolescentes, si yo mismo me considero joven que creo que sí porque no hace ni una semana que he cumplido los 24 años. Me ha entrado una sensación de madurez, o mejor dicho veteranía ya que lo primero creo que todavía no lo he logrado y me falta camino para hacerlo, que me ha sumido en un bajón momentáneo tremendo.

Pero para qué nos vamos a engañar tanto mis amigos como yo llevamos en la Escuela seis años, bueno uno de ellos siete por ser de una promoción de entrada anterior a la mía. Más concretamente desde el 3 de septiembre de 2009 es desde cuando llevo estudiando mi carrera en mi muy noble, leal e ilustre Escuela (aunque cada día que pasa, los tres adjetivos que he empleado para describirla tengan menos significado y sean menos aplicables a esa institución académica que vive dentro de ese gran sarcófago de hormigón gris, feo de narices por no decir cojones, y frío a más no poder). Por lo tanto y si las cuentas no me fallan, y espero que no lo hagan ya que dentro de poco más de dos meses me examino de una asignatura económica en la que hay que emplear fórmulas exponenciales con decimales y en la que el profesor responsable ha decidido que las calculadores no son necesarias usando como criterio que un ingeniero debe saber hacer sin ayudas tecnológicas (a la usanza del fundador de mi Escuela allá por el siglo XIX) dichas operaciones en el tiempo que le dé para ello (todo completamente racional como se puede ver), son 67 meses. Muchos meses en definitiva. Mucho tiempo desperdiciado de nuestras vidas que son muy cortas y hay que disfrutarlas que luego se pasan volando que da gusto.

Toda esa cantidad de meses da para mucho y sobre todo para que uno no se dé cuenta de que van pasando y cayendo poco a poco en el olvido arrasados sin piedad ni miramientos por el tiempo que no se para a pensar en nada ni nadie. Parece que fue ayer que entré en la Escuela y fui a la charla de bienvenida del curso cero en el que durante ese mes de septiembre de 2009 empecé a conocer mi Escuela y el que podía ser mi mundo si poco a poco me iba sacando los cursos, cosa que en aquel entonces me parecía como escalar el Annapurna. Durante aquel mes fui conociendo los usos y costumbres del castillo que a día de hoy es ya casi como mi casa, si no fuera porque no quiero ni verlo en pintura, a personas con las que sigo manteniendo algo de contacto, esos primeros “amigos”, aunque no me gusta llamarlos así porque para mí esa palabra tiene bastante más sentido y sentimientos, con los que al menos podía cruzar unas palabras en los descansos entre clase y clase y poder empezar a relacionarme gracias a ellos con más gente. Pero no fue ayer nada de esto. Han pasado ya más de 48.000 horas pero no me había dado cuenta hasta que ayer me crucé con esos estudiantes de los primeros cursos yendo para cafetería. Una bestialidad de tiempo.

Supongo que será por el microcosmos que se crea en las universidades, facultades y escuelas universitarias, pero sigo diciendo que no me parece que hayan pasado ya casi seis años desde aquel primer día. Se me han pasado volando. Aunque es curioso porque esa sensación de velocidad en el paso del tiempo sólo la he tenido ahora, a un mes escaso, cinco semanas, de acabar para siempre las clases en mi Escuela. Hasta este año la sensación que siempre he tenido, curso a curso, es que el tiempo parecía no avanzar, que los cursos eran eternos, y las semanas y algunos días tediosos de universidad más academia después. Había días en primero y segundo que salía de mi casa para ir a la Escuela a las siete de la mañana y no volvía a ella hasta las ocho de la tarde, si el transporte en metro se me daba bien. Veía a mis padres algunos días apenas dos horas de las 24 que tiene el día. En aquellos días llegaba a mi casa y tenía la sensación de que había estado fuera años, curioso contraste, no disfrutaba de mis 18 o 19 años, ni luego de los 20, ni casi de los 21, algo más empecé a disfrutar ya con 22 al darme cuenta de que las cosas no podían seguir así que aquello no merecía la pena. Los días eran muy largos, las semanas eternas, y el curso toda una cuesta arriba constante que había que subir corriendo para más inri.

Pero ayer cuando me crucé con esa manada de jóvenes y tiernos estudiantes, llenos de ilusión, de esperanza, de alegría de vivir y de disfrutar y de aprender y de sacarse la carrera de sus sueños; con esos jóvenes aprendices todavía de universitarios, si es que es algo que se aprende en algún momento, que están empezando a conocer la Escuela y a acostumbrarse a los usos y costumbres de la anquilosada maquinaria docente; con esos jóvenes que entraron en la universidad con la grandísima ilusión de cambiar definitivamente de vida y de conocer a sus amigos que se mantendrán con ellos, si la providencia quiere, hasta el final ya de sus vidas, y también quizá a esa chica o chico de los que enamorarse (y desenamorarse también a lo mejor) y empezar una relación que podría ser la definitiva tan buscada y deseada por unos y por otros. Todos esos jóvenes que llevaban escrito en la cara que lo eran me hicieron sentir viejo, muy mayor, un verdadero veterano curtido en mil batallas y escaramuzas, en una guerra que dura ya casi tanto como la II Guerra Mundial.

Y es que no nos hemos dado cuenta de que el tiempo ha pasado. Poco a poco iban cayendo los cursos y pasando los años. Los inviernos con su oscuridad mañanera que hacía que llegara a la Escuela completamente de noche; las primaveras en las que los árboles de Ciudad Universitaria año tras año florecían en una sinfonía verdaderamente armónica de colores y olores que aunque poco me alegraban el trayecto desde y hacia el metro; los otoños lluviosos en los que los paraguas mojados empapaban los periódicos que poníamos mis compañeros de taquilla y yo en el fondo de las misma; los principios de verano en los que el calor sofocante hacía que las clases se convirtieran en hornos y nosotros mismos en paletillas de cordero y alguno que otro también en cochinillos de gran clase. Han pasado las épocas de exámenes sin que me diera cuenta de que cada año me las tomaba menos en serio y de manera más relajada desde aquellas primeras veces en primero y segundo en las que esas épocas eran terroríficas por los nervios y la presión que tenía por aprobar y no tener que estudiar en verano (cosa que no ha pasado hasta el verano pasado por fin el último de la carrera).

Así se han pasado todos los años casi sin excepciones. Y digo casi porque en cuarto de carrera, aunque las épocas del año siguieron siendo las mismas los días no, porque las clases las tuvimos por la tarde (tradición algo absurda y sin sentido que se tenía en mi Escuela, al menos con el Plan Antiguo, que ahora en el nuevo no sé cómo van las cosas, aunque sabiendo cómo funciona el castillo de hormigón me puedo imaginar que poco o nada ha cambiado, al menos para bien, para mal lo han hecho muchas cosas que no voy a nombrar por no hacer interminable esta reflexión). Ese año a pesar de que parecía que iba a ser aún más interminable resultó más agradable de lo que imaginaba. No tuve que madrugar, decidí empezar a cambiar mi cuerpo yendo a la piscina casi todas las mañanas, no cogía metros atestados de gente y podía ir con menos agobios leyendo con tranquilidad. Lo único que me costaba más era salir tan tarde del castillo embrujado de hormigón y llegar a mi casa pasadas las nueve de la noche. Aunque para evitar eso algunos días decidía llevarme el coche a la Escuela para así ahorrarme algunos minutos; esto también me servía para poder acercar a algún compañero al metro y así estar un rato más con amigos.

Pero ese año vespertino también pasó como el resto: lento en el momento de vivirlo, pero rápido visto ahora, cuando todo parece haber volado más rápido de lo que un águila se lanza en busca de su presa divisada entre la espesura de unos arbustos para darla caza y disfrutar de su manjar. Y así han pasado estos últimos años de mi vida a dos velocidades que ahora comprendo que han sido la misma, una vista desde dentro y otra ya desde fuera reflexionando y mirando cómo nos ha cambiado a todos, en algunos casos para bien, en otros para mal, en la mayoría con combinación de ambos. Sin embargo este año no se me está pasando como los anteriores. Quizá por el mero hecho de ser el último y ser consciente de ello, sexto se me está pasando más rápido de lo que me gustaría, a pesar de que por mí no estaría más tiempo del necesario y deseado en mi escuela, pisando su suelo encerado y cogiendo sus múltiples ascensores para llegar a las diversas partes del castillo que es mi Escuela. El Proyecto Fin de Carrera, del que ya he hablado en anteriores artículos, la propia carrera, el incierto futuro que se nos abrirá en unos meses a la hora de enfrentarnos sin arnés (salvo los hijos de papá que ya tienen un buen cable que les ha permitido enchufarse por ahí) al mundo laboral, la duda de si los que hemos conseguido acabar la carrera siguiendo el Plan de Estudios Antiguo vamos a ser reconocidos como lo que somos Máster en el nuevo EES de la Unión Europea y no meros graduados que no serviremos para nada; quizá todo esto está haciendo que todo se me pase muy rápido este año.

No sé qué pasará en unos meses cuando todo esto acabe. No sé si echaré de menos la Escuela después de haber pasado varios años de dudas, de malos momentos, de crisis personal, de crisis de identidad, y de miedo por pensar que todo esto ha sido una total y completa pérdida de tiempo. Lo que sí sé a día de hoy, gracias sobre todo a ver este año como ya no soy, no somos mis compañeros y yo unos cualquiera en la masa estudiantil de la Escuela, sino más bien los veteranos, los abuelos, los mayores, es que han pasado ya seis años, y que para bien o para mal (me gustaría ser optimista hoy y pensar que han sido para bien) ya no van a volver a pasar. Y en seis años hemos cambiado nosotros y el mundo, y ante todo nos hemos ido haciendo más responsables y a introducirnos poco a poco de verdad en el mundo adulto de la sociedad. Ya no somos estudiantes rasos por mucho que todavía nos queden unas cuantas semanas de serlo oficialmente.

Recuerdo todavía como si fuera ayer, gracias a esos caprichos que el tiempo de vez en cuando se permite para jugar con las personas, cómo veía a los mayores de la Escuela, a los estudiantes de otros cursos, sobre todo a los de sexto que por aquel entonces compartían el mismo pasillo que los de primero de carrera, como si fueron extraterrestres, miembros del un mundo que todavía me quedaba muy lejano y sobre el que era absurdo pensar. Y sin embargo ahora muy probablemente, si los jóvenes estudiantes no han cambiado mucho, seré yo y mis propios compañeros los observados como raros especímenes sacados de un laboratorio clandestino y oscuro en el que se experimenta con seres humanos y se crean híbridos maléficos. Ahora somos nosotros los mayores, los oficiales en el ejército de la Escuela, los que tenemos más galones aunque no se nos respeten las estrellas sobre nuestros hombros. Cuando alguna vez veo cómo nos miran a los de sexto los pobres engañados al entrar en la Escuela, me veo a mí hace seis años haciendo lo mismo. Tengo la sensación de haberme cambiado de posición en el espejo en el que estos jóvenes estudiantes, al igual que yo hace años, me miraba. Ya no soy quien admira, observa, contempla y analiza; sino el admirado, observado, contemplado y analizado. No hay vuelta de hoja. Somos los mayores, pero yo tengo la sensación de ser algo más viejo, algo más mayor, más que si hubieran pasado de manera natural los 67 meses que se han consumido de mi vida en la Escuela. Ayer cuando me crucé con todos esos primerizos estudiantes me di cuenta de cómo habíamos cambiado, no ya sólo yo, sino también los amigos con los que iba a la cafetería.

Puede que esta sensación sea sólo mía, aunque estoy más que seguro que no es así. Creo que este año todos mis compañeros, y también mis amigos tienen esta sensación de final de un viaje que se ha prolongado durante seis años y que está a punto de terminar. Otro viaje está también a punto de empezar, y de eso tampoco tengo ninguna duda, lo que pasa es que no sé qué viaje será ese. Así como cuando acabé la selectividad tenía la misma sensación que ahora al acabar la carrera de que se acababa una etapa larga de mi vida y empezaba otra que no sabía cuánto iba a durar ni cómo se iba a pasar, pero al menos sabía qué etapa era y dónde se iba a desarrollar, ahora mismo cuando poco queda de esta etapa no tengo ni idea de cuál ha de ser la siguiente, ni si será como esta igual de amarga y llena de dudas, o si por el contrario será la definitiva que me muestre lo que quiero ser y me haga encontrar esa felicidad que es la meta más básica que todo ser humano debería ponerse en su vida.

No sé cómo se desarrollarán los próximo años de mi vida, ni de la de mis amigos. Tampoco sé a ciencia cierta si estos seis años que se están terminando de consumir como la llama de una vela que lleva encendida toda la noche para proveer de luz una habitación asolada por la penumbra, me han servido para algo o me serán de utilidad en mi verdadera vida en los años que han de venir. Sé, eso sí, que se han pasado ya; que me siento mayor comparándome con el resto de estudiantes que abarrotan la cafetería todos los días cuando nosotros vamos hasta allí para tomarnos el café de turno y descansar apenas veinte minutos de los coñazos que nos sueltan en clase, que tengo la sensación que no sirven para nada; que ya somos esos estudiantes que estamos de retirada de la vida universitaria para pasar a una peor, más estresada y llena de obligaciones serias; que por muy largos que puedan parecer los días de universidad cogidos de manera independiente, al juntarlos todos y verlos con algo de perspectiva, la que da tener 24 años y no 18, no han sido más que un suspiro. Y de todo esto me doy cuenta ahora. Es posible que pudiera haber disfrutado estos 67 meses mucho más: no tomando con tanta seriedad y agobio lo que tenía que ver con la carrera y los exámenes; habiendo sido mucho más abierto en el ámbito personal para así haber podido conocer quizá a más amigos y también por qué no a una chica con la que estaría saliendo a día de hoy; habiendo disfrutado mucho más de los amigos que tengo; habiendo discutido menos y habiendo pasado de aquellas personas que no merecen la pena. Pero nada de lo que pudiera haber hecho puedo hacer ya, porque no puedo volver a esos momentos.

Han pasado seis años. He pasado seis largos años que se han acabado rápidamente. Y ahora sólo me queda ver cómo en la Escuela somos unos pobres abuelos, hablando de manera exagerada, que en nada irán a ver obras de verdad, aunque no desde la valla sino desde dentro, o a una oficina a poner números a lo que en primer lugar es un dibujo, o a manejar las finanzas de alguna empresa, o a jugar con el dinero de alguien para enriquecerse a título personal, o a asesorar gobiernos para que hagan más kilómetros de AVE, o de autopistas de peaje para que nuestros amigos se llenen los bolsillo a costa de todos los ciudadanos, aún sabiendo que son inversiones perdidas desde el primer momento.

Lo único bueno de esto es que al menos no se han cumplido los peores presagios que tenía cuando entré y siendo estudiante de primero, al ver a los mayores de la Escuela. No he ido a peor. Me he hecho mayor, he envejecido más años que los naturales, como el resto de mis compañeros, pero al menos no he terminado siendo un huraño ermitaño encerrado en una cueva, creo haber evitado ese riesgo. No soy tampoco un viva la virgen que esté todo el día por ahí de fiesta, saliendo hasta las tantas de la noche todos los fines de semana. Pero aunque ayer tuviera la sensación real de que el tiempo había pasado y yo lo había vivido, me quedo con esto último que lo he vivido, lo bueno y lo malo, con intensidad. Y ahora me doy cuenta de ello.

Caronte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario