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Él ya había estado
una vez allí dentro rodeado de todo el esplendor antiguo que emana de ese tipo
de hoteles por toda Europa, ya fuera en París, Madrid, Múnich o Ginebra. Sin
embargo para Anna no debía ser así ya que cuando entró en el vestíbulo del
Sacher, donde está la recepción y donde los huéspedes de todas la
nacionalidades se mezclan, intercambian saludos de cortesía, cierran negocios o
empiezan amistades, empezó a mirar todo aquello con un profundo interés, como
el niño que va por primera vez a un zoológico y a cada paso que da se queda
embobado y asombrado con los animales que ve, y quiere saber más y ver más y
conocer más, sin descanso, sin cansarse y sin aburrirse. Así miraba Anna en ese
vestíbulo decorado con profusión centroeuropea: con cortinas grandes y rojas;
mesas decoradas con enormes centros florales, o floreros, o relojes rococó con
figurillas de soldados o animales exóticos o jinetes en sus caballos; espejos
enormes con molduras florares muy recargadas doradas en los que el reflejo de
quien se mira queda eclipsado con las decoraciones de fondo; con grandes
jarrones en las esquinas, o relojes de pie. La grandeza de un pasado ya casi
olvidado, de museo, concentrada en un vestíbulo que evocaba glorias pasadas y
tiempos de esplendor y exclusividad, cuando príncipes, duques, marqueses y
condes se hospedaban allí y daban prestigio al hotel.
Todo eso seguía
intacto, pero la sangre noble de sus huéspedes se había cambiado por
empresarios, jeques árabes enriquecidos por el oro negro que mana en mitad de
la inmensidad infernal del desierto saudí, turistas japoneses que fotografían
hasta el más mínimo detalle del más insignificante elemento de decoración de la
sala más recóndita del Hotel, y gente normal que ha ahorrado lo suficiente para
darse un único gran capricho en su vida yendo a uno de los hoteles más míticos
de la capital austríaca y probablemente uno de los más conocidos en el mundo
entero, aunque la fama no le venga única y exclusivamente por su historia sino
más bien por ser el origen de uno de los postres más famosos como es la Tarta
Sacher: un jugoso bizcocho de chocolate en medio del cual se inserta una muy
fina capa de mermelada de albaricoque, y todo ello recubierto de chocolate
fundido, haciendo las delicias de todo aquel a quien le guste el dulce.
Se acercaron al
mostrador y esperaron a que les atendiera algún empleado del hotel. Lo hizo una
mujer joven, atractiva, morena y con los ojos castaños, algo que a él se chocó
un poco ya que no era muy habitual ver vieneses con esa descripción física. No
estaba muy desencaminado, cuando la joven se dirigió a él para atenderle notó
en su acento un deje poco corriente para un austriaco. No sonaba muy alemana. Y
en efecto fue así, la joven no era alemana sino española. Al oír cómo Anna se
dirigía a él en español para preguntarle sobre una pequeña placa que había
encima de la recepción en la que ponía un par de datos sobre la creación del
hotel y los años que llevaba en pie, la joven de la recepción les preguntó si
eran españoles, a lo que Anna contestó sorprendida y casi aliviada de poder
hablar y entenderse con alguien en ese hotel en su idioma. Por el contrario él
no se sorprendió demasiado, muchos habían sido los viajes que había hecho y
muchas las recepciones de hotel que había pisado para no saber que detrás del
mostrador podía aparecer cualquier nacionalidad del planeta tierra, y los
españoles cada vez en mayor proporción.
Tras arreglar los
asuntos de la habitación y la llegada al hotel, con las consabidas
presentaciones sobre el servicio de desayuno, comidas y cenas, la ubicación del
salón restaurante, el servicio de habitaciones, y los actos preparados para la
cena de fin de año por si les interesaba, la joven española recepcionista llamó
a un botones que se encargó de coger el carrito del equipaje y tras una serie
de instrucciones en alemán se lo llevó hacia una zona de servicio por la que lo
subiría hasta la habitación a la que habían sido destinados. La joven española
les acompañó hasta el ascensor y tras decirles cómo llegar hasta su habitación
se despidió de ellos deseándoles una muy buena estancia en el Gran Hotel Sacher
y en Viena, y se puso a su total disposición diciéndoles que no dudaran en
pedirla nada y si necesitaban algo durante su estancia que estaría encantada de
atenderles que llamaran a la recepción y preguntaran por Rocío. Curioso nombre
para estar en Viena pensó él, teniendo en cuenta que más español no podía ser y
que además para un alemán no sería fácil pronunciarlo.
Subieron en el
ascensor solos hasta la segunda planta donde estaba su habitación, la 212, un
número bastante bonito había dicho Anna cuando la recepcionista española le
había dado la tarjeta de la habitación, esas tarjetas frías e impersonales que
habían ido poco a poco sustituyendo a las llaves de metal para dar un aire
moderno y tecnológico a los hoteles y para ahondar en la omnipresente comodidad
del huésped que algún día consideró que una llave era algo muy ordinario y
común, muy visto, muy antiguo ya, para que en un hotel se siguieran usando. Dos
fueron las tarjetas que les dieron, una para cada uno, como si con una no fuera
suficiente, como si se pensaran que iban a estar mucho tiempo solos y que
usarían la habitación de manera individual e independiente sin estar los dos
presentes. Salieron del ascensor y del brazo recorrieron el pasillo de la
segunda planta del Sacher buscando su habitación. El suelo del pasillo
amortiguaba sus pasos, los tacones de los zapatos de Anna no se escuchaban se
hundía ligeramente en la larga alfombra que protegía la madera noble del suelo.
Las paredes estaban forradas de papel pintado e iluminadas por candelabros
situados entre las puertas de las habitaciones encima de unas pequeñas mesitas
sobre las que había flores metidas en unos jarrones de aspecto muy delicado.
Los techos eran blancos inmaculados con molduras rococó de escayola. Por fin
llegaron a su habitación.
Al entrar se encontraron
un una habitación amplia, dividida en dos espacios, un primero destinado a una
especie de vestíbulo recibidor al que daba una de las dos puertas del baño, y
otro destinado a la estancia propiamente dicha donde se encontraba la cama con
un pequeño dosel, y en el que también había un escritorio con su
correspondiente silla, una mesita baja alargada y un par de sillones justo
delante de las ventanas que daban a uno de los laterales del hotel y desde las
que se tenían unas vistas extraordinarias del Museo de la Albertina en primer
término y del gran palacio imperial del Hofburg al fondo. Su equipaje ya estaba
perfectamente colocado en el sitio que le correspondía, así como los trajes,
tanto de él como de ella, colgados en el armario. La habitación estaba
exquisitamente decorada con tonos blancos y tranquilos, sin la estridencia y la
profusión de las zonas comunes del hotel que desprendían un gusto por lo rococó
y lo recargado algo añejo para el gusto de él. Anna estaba encantada con el
hotel. Nada más entrar en la habitación se dispuso a descubrir hasta el más
recóndito de los rincones, para fijar en su recuerdo cada detalle.
– Parece que te ha
gustado el hotel. Pareces una cría descubriendo un mundo nuevo y apasionante. –
Dijo él parado de pie junto a la cama, dejando en la mesilla de noche un par de
cosas que llevaba encima y que no iba a necesitar de inmediato.
– La habitación es
preciosa. Me encanta. Y las vistas son increíbles. – Dijo Anna acercándose a él
y besándole en los labios, corriendo las cortinas un poco y dejando que toda la
luz del sol se colara por las ventanas y llenara todo el espacio de la
habitación.
– Sabía que te iba
a gustar, por eso pedí esta habitación, con estas vistas, para que te sintieras
como en otro mundo. – Le dijo él, mirándola a los ojos y esbozando esa media
sonrisa que era tan típica de él cuando se sentía feliz y estaba a gusto, sin
preocupaciones.
– ¿Qué son todos
esos edificios? – Le preguntó Anna agarrándole por la cintura y acercándole un
poco más hacia ella para que notara su cuerpo contra el suyo.
p – ¿De verdad lo
quieres saber ahora? ¿No tienen hambre? – Dijo él notando cómo ella hacía por
acercarle hacia sí y dejándose hacer. – Pues mira, este edificio que tenemos
justo delante, que tiene una estatua ecuestre delante es el Museo de la
Albertina, uno de los más importantes de Viena. Y aquello que se ve al fondo es
el Palacio Imperial, El Hofburg. Pero no te preocupes que todo lo veremos y
podrán contemplar la enorme belleza de esta ciudad. – Terminó diciendo él y sin
que ella se lo esperara, porque estaba mirando atónita por la ventana asumiendo
todo lo que él la estaba contando, la giró hacia el haciendo que le mirara y
dejara por un instante de mirar por la ventana, y la besó de nuevo como pocas
veces la había besado, con una pasión renovada y con ganas de verla encima de
la cama desnuda llamándole para que se acercara y la hiciera suya, amándola.
– Bueno, otra vez.
¿De verdad eres el mismo hombre con el que llevo saliendo un par de años?
Porque no te reconozco. Desde esta mañana eres como otro. Nunca habías mostrado
esta pasión y desvergüenza. – Dijo ella sin dejar de mirarle a los ojos, viendo
quizá algo que le chocaba en él, algo que no había visto nunca y que en el
fondo la inquietaba por las consecuencias que podría tener.
– Pero como no voy
a mostrar pasión teniéndote delante, con Viena de fondo, y con una cama junto a
nosotros. Lo raro, lo inusual, lo chocante sería que no mostrara esta pasión.
Lo único que quiero es amarte y lo haría ahora mismo si mis tripas no rugieran
como lo están haciendo. – Añadió él, no queriendo ver esa mirada de Anna que lo
estaba escrutando hasta lo más profundo de su ser.
– Bueno, vamos a
comer entonces, que no quiero que desfallezcas del hambre que estás pasando. –
Terminó de decir ella sonriendo irónicamente y soltándose del abrazo en el que
llevaban un par de minutos y dirigiéndose hacia el baño para probablemente
arreglarse un poco para salir a comer.
Cuando salió del
baño Anna se había recogido el pelo en una especie de moño detrás de la cabeza.
Un moño suelto de esos que se hacen las mujeres cuando el pelo les molesta
sobre la cara o los hombros y quieren mantenerlo a raya un rato mientras hacen
alguna tarea que requiera de toda su atención, esos moños que mantienen el pelo
recogido pero suelto con apenas poner un bolígrafo, un lápiz, o incluso llegado
el caso un palillo chino. Al verla con el pelo recogido él sintió algo raro,
como una especie de redescubrimiento de Anna. Pocas veces le había visto con el
pelo así, casi siempre que estaban juntos, cenando, en el teatro, dando un
paseo o en la cama haciendo el amor, el largo, ondulado y castaño pelo de Anna
caía como el agua de una cascada cae: libre y sin ataduras. La miró fijamente
amándola aún más de lo que ya la amaba, deseándola más de lo que ya la deseaba.
Hubiera deseado no tener hambre en ese momento, un hambre que ya estaba
empezando a darle pinchazos en un estómago, el suyo, que ya le pedía alimento
después de muchas horas sin ingerir nada sólido, para poder cogerla besarla en
la boca y el cuello, dejar que la pasión llenara toda la habitación y comenzar
a desnudarla, tenderla en la cama, recorrer todo su cuerpo con sus manos, besar
sus pechos, jugar con sus pezones en su boca, recorrer con su lengua su suave
piel y perderse entre sus piernas sucumbiendo al placer ya desatado.
Caronte.
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