jueves, 2 de abril de 2015

El Vals del Emperador (XIV)

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Era cierto, estaban ya sobrevolando los suburbios de Viena. El incidente del crío de las patadas había hecho que el tiempo volara, nuca mejor dicho, y que sin apenas ellos darse cuenta el avión había descendido ya bastante, tanto como para vislumbrar nítidamente, y como al alcance la de la mano, los coches que circulaban por las carreteras y los edificios residenciales de las afueras. Pronto se encendieron las luces que indican que los pasajeros se pongan los cinturones de seguridad porque en unos minutos el avión tomaría ya tierra en el Aeropuerto de Viena. Todo el pasaje obedeció de inmediato, replegando las bandejas, dejando lo que estuvieran haciendo, poniendo en posición vertical los asientos y subiendo a los portaequipajes las cosa que habían sacado durante el viaje.

Él por el contrario, tras haberse abrochado el cinturón volvió a mirar por la ventana. Eran los momentos que más le gustaban. Ver cómo el avión iba poco a poco perdiendo altitud casi sin darse cuenta le emocionaba y a la vez siempre le traía una especie de miedo escénico a la realidad de encontrarse tan lejos de Madrid, de su vida, de su mundo, de su casa y de sus costumbres. Pero aquel viaje era diferente, iba con Anna, estaba cumpliendo un sueño, o eso mismo creía él, se sentía ilusionado por pasar tanto los últimos días del año que ya estaba muriendo, como los primeros del año que nacería en unas cuantas horas en Viena. Muchas cosas se le pasaban por la cabeza mientras veía por la ventanilla el Palacio de Schonbrunn, quieto, estático y majestuoso como un gran lingote de oro puesto en medio de una gran alfombra verde, rodeado de jardines bien cuidados de formas geométricas fantasiosas dignas de emperadores. Muchos eran los planes que tenía en mente para esos días en Viena. Quería hacer muchas cosas con Anna y eso le generaba tanto ilusión como miedo y vértigo.

El piloto del avión anunció por megafonía que se disponían a tomar tierra en el aeropuerto de Viena. Él volvió a coger la mano de Anna para intentar tranquilizarla, ya que en los últimos minutos se había quedado muy callada y tranquila, muy inmóvil también totalmente recta en el asiento, con la cabeza apoyada en el reposacabezas y con los ojos cerrados. Él notaba su respiración algo más acelerada que de costumbre. Veía claramente como su pecho ascendía y descendía a medida que ella respirada hondo para intentar calmar sus nervios. Al notar la mano de él que le cogía la suya, Anna se dejó hacer y apretó firmemente la mano que venía en su ayuda en forma de apoyo. Los nervios, el miedo y la intranquilidad de ella contrastaban con el semblante de él. Desde siempre el momento del aterrizaje le había asombrado y entusiasmado. Siempre había sentido una grandísima curiosidad, nunca resuelta por otro lado, sobre el por qué un bicho tan grande de aluminio y acero podía volar de manera tan sutil e ingrávida superando y venciendo a la fuerza de la gravedad. Esa gran lucha entre el hombre y la naturaleza se veía claramente en el despegue y aterrizaje de los aviones.

Muchas veces cuando era un estudiante universitario se marchaba con el coche a Paracuellos, un pueblo que hay cerca de Madrid, desde donde se tienen probablemente las mejores vistas del aeropuerto de la capital de España, para ver despegar y aterrizar a esos enormes pájaros creados por el ingenio humano y vencer las fuerzas de la naturaleza. Podía pasarse mucho tiempo allí parado, apoyado en una barandilla sucia y oxidada, con rastros de pintura verde o blanca o azul que intentó en su día darle un aire más amable. Desde aquella barandilla, apoyado en ella, o a veces también sentado en un banco que miraba hacía la llanura donde se ubica el aeropuerto, veía cómo se elevaban en el aire los aviones. En aquel parque perdido de Paracuellos, viendo esas máquinas emprender el vuelo, conteniendo en su interior a decenas de personas que iniciaban un viaje con ilusión, esperanza o alegría; que se marchaban de vacaciones a paraísos de arena blanca y aguas azuladas, o a viejas ciudades amuralladas de la India, o a modernas urbes que intentan no perder su pasado histórico en la vorágine del mundo; personas que se marchan por trabajo deseando volver cuando ni tan siquiera están todavía sentados en sus asientos, echando de menos ya a sus parejas que se tienen que quedar y seguir haciendo sus vidas, con la duda también de qué pasa en su ausencia; personas que quizá se marchan con la melancolía que generan los viajes acrecentada por el hecho de que no se marchan de viaje, ya sea de placer o trabajo, sino por obligación, como emigrantes modernos en una Europa que dice que no tiene fronteras pero que siempre pondrá la etiqueta de extranjero a cualquiera que no sea francés en Francia, o sueco en Suecia; personas que quizá cojan un avión obligadas, que acuden a la llamada de un familiar que se encuentra en apuros detenido por la policía en un país sudamericano confundido con un camello, o muriéndose en un hospital de una provincia perdida de Rusia.

Cada vez que iba a Paracuellos para ver despegar a los aviones lo hacía también para imaginar que él mismo se marchaba de allí, de su casa, de su vida en aquel momento. Una vida que no le ilusionaba, a la que no encontraba sentido, en la que se encontraba demasiado solo. Muchas veces se le pasó por la cabeza en su época universitaria dejar todo y empezar de nuevo lejos de todo aquello que él consideraba que le ataba a su vida. Veía a su alrededor que todo el mundo iba poco a poco concretando su vida, cómo sus amigos de la universidad empezaban a hacer planes de futuro y a echarse novia, o a cambiar de pareja si las cosas no iban bien, mientras que él seguía un camino erróneo que no terminaba de llenarle y que no le gustaba del todo. Pero no quería dejarlo, no podía dejarlo mejor dicho. Siempre que pensaba en ello se decía también que sus padres habían luchado mucho porque él estuviera en la universidad, por que fuera feliz y por que hiciera aquello que le gustara. Por esto no podía defraudarles, por eso siguió adelante con su vida, sin cambiar ni un ápice de todo aquello. Se puso un yugo al cuello que no desapareció hasta que por desgracia sus padres murieron en aquel accidente de tráfico.

Ver cómo ahora estaban a punto de llegar a Viena hizo que todos esos recuerdos de todas esas mañanas o tardes de domingo o de sábado en que se iba a Paracuellos a ver llegar y salir sueños y vidas de Madrid le vinieron a la mente mientras miraba por la ventanilla como la tierra se iba acercando y el paisaje se aceleraba cada vez más, y mientras tenía cogida de la mano a Anna. Ya la pista estaba debajo de ellos, sólo faltaba que el pesado pájaro metálico posara sus pequeñas patas neumáticas sobre el asfalto. Notó el pequeño y sutil golpe contra la pista y cómo instantáneamente las alas del aparato se desplegaron para frenar la gran velocidad que llevaban. Ese era otra de las grandes sensaciones que recordaba siempre de volar: la desaceleración tan rápida que se producía en el avión justo un segundo después de que las ruedas tocaran tierra. Acababan de llegar a Viena, y como había pronosticado el piloto cuando estaban sobrevolando Francia, los cienos vienesas les recibían con su mejor cara, con su luz más radiante y cálida, con su azul de las mejores ocasiones. En ese momento él terminó por darse cuenta de lo que empezaba, del viaje que estaba a punto de convertirse en una realidad tangible, más que una mera realidad lejana todavía cuando estaban en el aire. El miedo previo que le agarrotaba el estómago desapareció por completo. Ya sólo quería disfrutar de Viena con Anna.

Una vez el avión estuvo completamente parado en su correspondiente punto de atraque, uno de esos brazos mecánicos tan típicos de los aeropuertos se acercó hasta la puerta delantera del avión para crear una pasarela que comunicara la aeronave de la terminal. Como estaban en la zona business fueron de los primeros en salir. Bajaron su equipaje de mano que apenas consistía en una pequeña mochila de piel que él llevaba al hombro, que desde tiempos inmemoriales le había acompañado en todos sus viajes, y en la que guardaba una cámara de fotos, el correspondiente mapa de la ciudad a la que llegaba, unos cuantos caramelos de frutas y un bloc de notas y un bolígrafo bic azul con los que poder apuntar en cualquier momento cualquier cosa que se le pasara por la mente y creyera él conveniente apuntar. Salieron del avión acompañados del señor mayor que había hecho todo el vuelo sentado con ellos y que había compartido la historia de su vida de manera abierta y sincera.

– Ya estamos en Viena, mi casa y su destino de vacaciones, me temo. – Dijo Javier a la vez que atravesaban los pocos metros de pasillo del avión que les separaban de la puerta delantera por la que accederían a la terminal de llegadas del aeropuerto de Viena.
– Sí, por fin. Ya tenía ganas de llegar. Los vuelos siempre me terminan por poner algo nerviosa, no por el hecho de volar en sí, sino por alcanzar mi destino. – Dijo Anna que iba algo adelantada de su acompañante con Javier.
– Si siempre que se comienza un viaje se tiene mucha ilusión por él. Ilusión que a medida que nos acercamos a nuestro destino puede mutar en ansiedad por comenzar realmente el viaje en nuestro destino. – Siguió Javier diciendo.
– La verdad es que tampoco es que vayamos a estar mucho tiempo en Viena. Sólo hasta el día tres que es cuando tenernos los billetes de vuelta, también a primera hora de la mañana. – Se aventuró él a decir desde detrás de Anna y Javier.
– Las mejores estancias en Viena son las cortas, créame. Se disfruta más de la belleza de esta ciudad. Aunque a mí Viena me encanta, llevo ya muchos años sin disfrutar de ella. Llevo mucho aquí como para que me siga pareciendo tan espectacular como cuando llegué. – Apuntó Javier dejándose caer un poco a su altura para no sonar distante.
– ¿Cuánto tiempo tiene pensado quedarse en Viena esta vez? O mejor dicho, ¿cuándo vuelve a España a visitar a sus hijas? – Preguntó Anna con sincero interés, sin pretender entrometerse demasiado la vida del viejo.
– Eso nunca lo sé señorita. Puede ser unas semanas, un mes, o quizá más tiempo. Mis hijas siempre me están diciendo que me vaya ya definitivamente a España, pero no puedo dejar aquí sola a Hannah. La hice una promesa y pienso cumplirla. – Dijo Javier volviendo a dirigirse a Anna.
– Es muy bonito por su parte mantener ese recuerdo de su mujer y esa gran fidelidad al amor que tuvieron. – Dijo ella cogiéndose del brazo del viejo como si fuera alguien familiar a quien conociera desde hacía mucho tiempo, como si fuera su propio abuelo.

Continuaron caminando los tres juntos hacia la zona de recogida de equipajes. Pasaron pasillos blancos, de paredes lisas y sin apenas publicidad, sólo carteles de bienvenida en varios idiomas. Carteles que mostraban de fondo fotografías e imágenes mundialmente famosas de Viena y en la que una joven muchacha vestida de azafata de la aerolínea de bandera austríaca sonreía a los recién llegados. A través de las cristaleras de la terminal veían las pistas del aeropuerto en las que no paraban de moverse aviones, con asombrosa lentitud para la que luego llevan en el aire. Alguna que otra persona les adelantaba con prisa, como queriendo llegar antes a destino, sin pararse a pensar que todos al final van al mismo sitio que es a recoger su equipaje, y que el tiempo de espera pasa a estar en mano del destino y la suerte que haga que las primeras maletas que aparezcan por la cinta transportadora sean las propias y se puedan coger y salir pitando hacia la puerta de llegadas tras la cual es probable que haya gente esperando a sus familiares después de un viaje de placer, o de un semestre estudiando fuera, o de un viaje de trabajo que se ha alargado más de lo esperado.

Llegaron a la zona de recogida de equipajes, y Anna y Javier seguían hablando animadamente. Él se desentendió de la conversación y pasó a estar pendiente del equipaje. Quería que saliera lo más rápido posible para poder despedirse del viejo del todo, probablemente para no volver a verse jamás, para olvidarse de él y convertirlo en un mero recuerdo de su viaje con Anna. Sabía que no tenía por qué pensar así, que haciéndolo solo mostraba su lado más egoísta, más celoso quizá, ese lado que muchas veces era más fuerte que su lado comprensivo y generoso, humanista casi.

No tardaron en salir sus maletas, de hecho fueron casi de las primeras. Todo un alivio para él que lo único que quería ya era llegar a su hotel, comer y empezar a enseñar la ciudad Anna. Se despidieron de Javier que todavía seguía esperando su maleta, diciendo que tenían algo de prisa por llegar a su destino ya que tenían una agenda algo apretada durante esos días, cosa que era mentira. Anna abrazó al hombre con cariño y le plantó dos sonoros besos en sus mejillas, mientras que Javier, además de recibir estas muestras de cariño sincero, cogió la mano de Anna y llevándosela a los labios planto sobre su dorso un gentil beso. Él por su parte sacó su lado más educado y amable y le estrechó con fuerza y firmeza la mano al caballero. Muy probablemente no se volverían a encontrar nunca más, es lo que tienen ese tipo de encuentros, que no se suelen dar muy a menudo tampoco pero que pueden resultar de lo más estimulantes y sorprendentes.

Una vez tuvieron con ellos las maletas se dirigieron hacia las puertas de salida del aeropuerto. Pasaron por delante de cafeterías llenas de viajeros en espera de que su vuelo estuviera listo para partir, solos o acompañados, todos ellos ilusionados, contentos, felices. Pasaron también por delante de las típicas tiendas de los aeropuertos, iguales en todas las partes del mundo, equiparadas todas por la globalización del planeta, del comercio y de las sociedades. Poco había cambiado en el aeropuerto de Viena desde la primera vez que él estuvo allí con sus padres hacía tantos años. Seguía tan blanco como siempre, parecía nuevo cada vez que llegaba, se nota que los austríacos son germánicos y que les gusta que todo esté bien hecho siempre. Camino de la salida le señaló a Anna tres de las cosas de las que se iba a hartar a ver en ese viaje en las tiendas de toda Viena: recuerdos de Mozart, de Sisí Emperatriz y del cuadro de El Beso de Klimt.

Por fin llegaron a las puertas que separan la zona internacional de los aeropuertos de la zona nacional. Esas puertas casi siempre correderas, generalmente opacas o translúcidas, que dividen en dos mundos los aeropuertos: el mundo del territorio nacional del país donde se ubica el aeropuerto y la zona de tránsito internacional donde no hay leyes que rijan el devenir del mundo. Si en el control de pasaportes de acceso a un país no te dan el visto bueno no puedes entrar, pero tampoco puedes salir porque se está en un limbo terrenal. Ver esas puertas y disponerse a cruzarlas con Anna le apetecía muchísimo, pero también le traía a la mente recuerdos de otros viajes, sobre todo fuera de Europa donde antes de poder pisar el suelo de destino tenía que someterse al chequeo de su pasaporte por el correspondiente funcionario o policía, generalmente de mal humor por tener que estar haciendo ese trabajo, metido generalmente en pequeños cubículos separados de la gente por una pared de cristal o metacrilato, ojeando constantemente los documentos de identidad de miles de personas al día, comprobando que las fotos de carnés o pasaportes se corresponden con la persona que sonríe amablemente y saluda intentando hacerlo en el idioma del país al que acaba de llegar, mostrando una cordialidad un tanto absurda y estúpida, que lo único que acaba generando es una especia de resentimiento por la raza humana y su comportamiento. Esos funcionarios uniformados que quizá empiezan su jornada con ilusión, pero que a medida que pasan los rostros, negros, blancos, amarillos, con barba, calvos, albinos, mujeres, niños, hindús con turbante, árabes con sus chilabas, se acaban cansando y se convierten en  puros autómatas de la comprobación, como si fueran ordenadores a los que se les encarga una tarea que cumplen sin distracción. Esos funcionarios que amparándose en su idioma podrán criticar, insultar y reírse con total impunidad de los turistas que llegan bromeando con el compañero que se encuentra en el cubículo de al lado. Por suerte en Europa no pasa eso, por lo menos para los viajeros de otros países del continente, y por tanto evitan ser escrutados por miradas ausentes, o lascivas, o criminales, o recriminatorias, o amargadas de los funcionarios austríacos que sí deberán hacerlo con otros muchos miles de pasajeros que llegan a Viena.

Una vez que tanto él como Anna atravesaron las puertas que separan ambos mundos, estaban ya en Viena literalmente hablando. Entre la multitud que siempre se agolpa al otro lado de esas puertas estaba un hombre alto, rubio y fuerte, un austríaco de pura cepa, uniformado con una traje negro con camisa gris y corbata también negra, les estaba esperando con un pequeño cartel plastificado en sus manos con los apellidos de él impresos en grandes letras negras, bajo el gran logotipo del Hotel en el que se iban a hospedar: el Hotel Sacher.


Caronte.

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