martes, 14 de abril de 2015

El Vals del Emperador (XVII)

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Al llegar a la puerta del café restaurante a él le vinieron a la mente muchos recuerdos de su primer viaje a esa ciudad. Recuerdos amargos la mayoría por todo lo que pasó después al torcerse su relación con sus padres, dolorosos ahora incluso al no estar ya ellos y no poder decirles todo aquello que le hubiera gustado, para pedirles perdón por aquel distanciamiento, aquel enfrentamiento, que mantuvo con ellos hasta que ya nada pudo hacerse para remediarlo. No había vuelta atrás, él sabía que Viena podía llegar a causarle esos recuerdos al ser uno de los últimos lugares en los que estuvo con ellos antes de la fatídica discusión que terminó por propiciar que se marchara de casa y dejara de hablarse con ellos hasta mucho tiempo después. Asumía que durante ese viaje con Anna algunos de esos recuerdos le iban a provocar dolor, pero esperaba paliarlo con la presencia de ella, con que esa presencia pudiera hacer que su mente se mantuviera ocupada en otros asuntos.

Todo en el café estaba igual que él recordaba. Y nada había cambiado tampoco en la calle donde se encontraba. Enfrente del restaurante donde iban a comer había una iglesia ortodoxa, muy bonita, cuya torre de ladrillo colorado y pequeña cúpula multicolor al ponerse el sol recibía una luz dorada que resaltaba su anacronismo estético con el resto de la ciudad. Era un toque exótico en una calle de por sí poco entretenida o bonita, bastante gris incluso. Dentro del restaurante todo seguía igual, como si el tiempo no hubiera cambiado salvo por las lámparas, ahora de led, esas luces tan brillantes y luminosas capaces de alumbrar con gran potencia pequeños espacios sin mucho esfuerzo, y quizá también por parte del mobiliario, sillas y mesas, que a él no le parecieron las mismas, pero que bien podrían serlas. No había mucha gente comiendo, algo que también recordaba. Esta poca clientela era algo que él no entendía, ya que le menú diario era bastante barato comparado con otros restaurantes, y la cantidad de comida que ponían, o eso al menos recordaba, no estaba nada mal. Pero claro estar algo alejado de la zona de monumentos y de las rutas de turistas tampoco ayudaba. Pero que estuviera medio vacío – sólo había un par de mesas ocupadas, las dos por dos ancianos, un señor y una señora, que tendrían por lo menos setenta años, y que en silencio tomaban su comida leyendo el periódico – le venía bien. A él no le gustaban los restaurantes en los que había mucha gente, ya que generalmente no había silencio y la algarabía de conversaciones ajenas le molestaba bastante a la hora de mantener él alguna.

Se sentaron en una mesa junto a una de las ventanas que daban a la calle y desde la que se podía ver la iglesia ortodoxa. El camarero, un chico austríaco que hablaba inglés con bastante buen nivel – cosa del turismo que hace que hasta el charcutero de turno chapurreé algunas palabras para poder atender a algún despistado japonés, australiano o colombiano – y mejor planta, físicamente hablando, les atendió en seguida llevándoles la carta y el menú del día para que pudiera elegir qué es lo que querían comer, poniéndose con rauda diligencia a su servicio para lo que quisieran. Ellos le dieron las gracias y ojearon la carta. Él le recomendó a ella qué pedir de plato principal, ya que el entrante era una sopa del día, que podía ser desde una sopa de verduras, hasta una simple crema suave de calabaza, dejándose ella aconsejar sin poner reparo alguno y confiando en el buen paladar de su acompañante.

– ¿Entonces qué es lo que se come aquí? A ver aconséjame. – Dijo Anna dejando la carta sobre la mesa y mirándole a él leer los diferentes platos del menú.
– Pues eso depende del hambre que tengas y de lo que prefieras, carne, pescado o verduras, porque hay platos de los tres tipos. – Le contestó él sin dejar de mirar la carta.
– ¡Pero qué respuesta es esa! – exclamó ella, haciendo que él levantara los ojos de la carta – Pareces gallego. Si te he preguntado es porque no tengo ni idea de qué es cada cosa y porque se supone que tú ya has estado antes en Viena, no para que me respondas con un “depende”. Para eso se lo hubiera preguntado al muchacho que nos atiende que seguro que estaría encantado de aconsejarme algo. – Siguió Anna esbozando su sonrisa irónica y con un tono que quería simular una bronca, pero que no le terminaba de salir porque estaba contenta y lo que quería era verle a él sonreír un poco.
– Gallego me llamó hace ya muchísimos años un profesor en la universidad. Todavía lo recuerdo a pesar de que fue en el Pleistoceno de mi vida. – Dijo él sonriendo también, aunque no como Anna, sino más bien tímidamente como solía hacer siempre. – A ver. Si quieres que te recomiende algo típico es el snitzel, que consiste en un filete de cerdo o ternera, empanado y que supongo que servirán con un poco de ensalada de acompañamiento y medio limón por si quieres echarle un poco. Si no esto – dijo a la vez que señalaba en la carta el nombre en alemán de un plato – es una especie de guisado de pollo y verduras que está muy bueno, y que probablemente me lo pida yo si no lo haces tú.
– Si me lo pido yo no lo comes tú ¿o qué? No me estarán engañando. – Siguió bromeando ella.
– No si lo digo para que pidamos cosas diferentes y poder probar dos platos, tú del mío y yo del tuyo también.
– ¿Y quién te dice a ti que te voy a dejar probar del mío? ¿De dónde has sacado esa conclusión sobre mi generosidad? – Le preguntó ella achinando un poco los ojos como queriendo mostrar un poco de malicia, aunque él ya la había descubierto y sabía por dónde iban los tiros.
– Pues nadie, porque no estaba preguntando, ni sugiriendo nada, simplemente te estaba anunciando que te voy a coger parte de tu comida para probarla, para que no te asustaras. – Le siguió el juego él sonriendo ahora sí claramente, pero de manera irónica.
– Anda pide que viene de nuevo el camarero. A ver si sacias toda esa hambre que tenías. Yo quiero un snitzel, a ver qué tal está.

Cuando llegó el camarero a su mesa preparado para tomarles nota, aunque dirigiéndose a ambos para preguntar qué es lo que iban a comer, sólo miraba de vez en cuando a Anna. Algo que él notó enseguida y que se suponía que iba a pasar como había pasado esa misma mañana en Madrid en el mostrador de facturación del aeropuerto. Ella también lo sabía y cómo la gustaba ponerle un poco nervioso y celoso a él, casi cabrearle en cierto modo, no paró de sonreír ampliamente y mirar directamente al camarero sin disimularlo, para que ambos se dieran cuenta, tanto el camarero como él. Sin embargo él se olía la jugada y no iba a permitir que esos celos fantasmas le pudieran.

Él pidió por los dos sin quitar la vista de la carta en la que le señalaba al camarero, aunque éste no le prestaba mucha atención, pero tampoco dejó de mirar de soslayo, de manera muy sutil y casi imperceptible a Anna y al propio camarero que entre anotación y anotación en la pequeña libretilla, ya arcaica en la época de las modernidades en que estaban, que llevaba encima para ir apuntando las comandas de las diferentes mesas. Cuando terminó de pedir la comida y la bebida y hubo despedido al camarero entregándole las cartas, tanto la suya como la de Anna, se volvió a mirarla y a esbozarla una sonrisa resabiada.

– ¿Estás hoy juguetona eh? – La espetó él mirándola sonriendo.
– No sé a qué te refieres. – Contestó Anna al mismo tiempo que dándose cuenta que había sido descubierta en su juego, enarcaba las cejas en señal de asombro e intentando indignarse.
– Ya. Pobre camarero, si supiese que aquello que lleva admirando desde que entraste en el café es tan pillo, seguro que no te seguía lanzando esas miradas.
– ¡Ah, lo dices por eso! – Dijo ella intentando disimular su juego fallido. - ¿Es que me estaba mirando? ¿No estarás de nuevo con eso de que todo hombre joven que me ve me quiere desnudar con los ojos y llevarme a su cama?
– Sí, te lleva mirando desde que nos ha atendido, y alguna mirada al culo se le ha ido te lo puedo asegurar. Pero no te preocupes que esta vez no me voy a cabrear. Esta mañana en el aeropuerto no te digo que no estuviera celoso, que lo estaba. Pero ahora te he pillado el juego. Y sí, pienso que todos los hombres jóvenes que tengan dos dedos de frente y el gusto intacto te miran. – Sentenció él con media sonrisa en la cara, mostrándose como el sheriff que ha cazado a los malos y los ha metido entre rejas cuando nadie daba un duro por ello.
– Vale lo admito. Quería hacerte un poco de rabiar. Pero porque me gusta mucho ver que te pones muy tonto y celoso con estas cosas. Aunque la mayoría de las veces no tengas razón en tus razonamientos. – Se dio Anna ya por vencida diciendo esto y mirándole a los ojos se rió alegremente como una cría.

Mientras decían esto el camarero les llevó el primer plato: la sopa del día. Tal y como recordaba él la sopa consistía en un pequeño cuenco, casi una taza pero sin asa, en la que cabían unas cuantas cucharadas de sopa, las suficientes para un primer plato. Los usos y costumbre fuera de España hacen que los primeros platos sean verdaderos entrantes, es decir que con ellos solos no comes ni te sacian, simplemente sirven para empezar la comida. Algo muy diferente a lo que estaban acostumbrados cuando pedían en Madrid en cualquier restaurante un primer plato, que solía consistir en una cantidad de comida que bien podría ser el plato principal y que tras dar debida cuenta de él el segundo plato suele quedarse en parte intacto porque el comensal se encuentra ya totalmente saciado. En esa ocasión la sopa consistió en un caldito claro con unos pocos fideos y unos trozos de verduras. Algo ligero totalmente. Una vez se terminaron la sopa, el camarero presto a atenderles les retiró los recipientes de la misma y les preguntó – bueno más bien se dirigió a Anna – que qué les había parecido, a lo que ambos contestaron que había estado bueno y rico. Tras esto el camarero se marchó diciéndoles que en unos minutos llegaría el segundo plato que habían comido.

– ¿Qué te ha parecido la sopa? – Le preguntó él a Anna.
– Estaba buena, la verdad. Me ha sorprendido la rapidez con la que la han traído, y que fuera tan pequeño el cuenco. Me esperaba como en Madrid un cuenco en el que cabe casi todo un plato de potaje. – Respondió Anna mostrando sinceridad en su voz.
– Yo también hace años tuve esa sensación cuando nos la trajeron a mis padres y a mí. En eso no ha cambiado nada este sitio. – Dijo él al mismo tiempo que echaba una mirada al local para dar más énfasis a sus palabras haciendo ver a Anna que hace muchos años él estuvo allí mismo.
– Nunca me has hablado de tus padres y de aquello que pasó. Siempre que he tocado ese tema te has callado. – Dijo Anna a boca de jarro dejándole a él totalmente cogido por banda, sorprendido completamente.
– No creo que este sea el momento ni el lugar para hablar de ello. – Contestó él desviando la mirada de los ojos de Anna, intentando evitarla.
– Nunca es el momento. No es la primera vez que te lo pregunto y nunca me dices nada. – Insistió ella sin dejar de mirarle haciéndole sentir que sus ojos le escrutaban severamente.
– Lo que pasó en el pasado allí está y no importa. – Dijo él todavía más secamente que antes.
– No me contestes con galleguismos y no me trates como a una cría. – El tono de voz de Anna cambió totalmente, pasó de ser amable y cordial como el que tendría alguien que pregunta a otra persona para ayudar y consolar, a ser un tono frío y firme, directo incluso que mostraba algo de enfado. – Lo que pasara te sigue golpeando a día de hoy. Y eso es evidente. No me lo puedes negar y si te pregunto no es porque deba hacerlo como crees que seguramente hago. Si te pregunto es porque quiero hacerlo. Porque me importa. Porque cada vez que recuerdas algo de ese pasado eres otra persona muy diferente a la que creo conocer. – Anna había conseguido que él la mirara, aunque sus ojos no estuvieran fijos en los de ella más que unos pocos segundos.
– Nunca he pretendido tratarte como una cría Anna y si alguna vez lo ha parecido te pediré siempre mil disculpas. Pero ese pasado del que hablas no existe, no para mí. – Dijo él igual de serio que antes pero con la voz menos seria y enfadada.
– Mientes. – Le dijo ella.
– Anna hay pasados que duelen no por lo que se dice o se hace, sino por todo lo contrario. Hay pasados que duelen por lo que no se dice ni se hace. Y eso es quizá lo que más duele. – Dijo él, ahora sí mirando a los ojos de Anna que le escuchaba atentamente. – Lo que pasara pasó, pero si ahora hay algo que cada vez que lo recuerdo me duele y quizá hace que sea la persona que dices conocer, es todo aquello que dejó de pasar.

Terminó él de decir esto y a los pocos segundos apareció el camarero con los dos platos principales, el snitzel para ella y la cazuela de pollo para él. Ella, que mientras él estaba hablando había permanecido completamente seria, sonrió amable y ampliamente al camarero que muy amablemente les estaba sirviendo la comida. Él por el contrario permaneció serio sin apenas mirar al camarero, simplemente facilitándole el que dejara el plato en la mesa y dando las gracias cuando lo hubo hecho.

– Te has librado por la campana. Pero que sepas que yo no me olvido de lo que acabamos de hablar y que me vas a contar todo eso que pasó y lo que no pudo pasar ya. – Dijo Anna mientras cogía los cubiertos para dar comienzo a la degustación de su filete.
– Anna no tengo nada que contar. No por nada en especial sino porque lo que quiero en este viaje es disfrutar contigo de esta ciudad y crear nuevos recuerdos. – Dijo él sin brusquedad simplemente intentando ser amable y dirigiéndose a ella sin mirarla, aún sabiendo que ella no le quitaba el ojo de encima.
– Me da igual lo que digas. Quiero saber qué pasó porque me importa. Quizá no será hoy cuando me lo cuentes pero lo vas a hacer. – Dijo ella de manera contundente y rotunda, sin posibilidad de que el replicara nada. – Y ahora vamos a comer que tienes mucha hambre. Buen provecho.
– Ya verás cómo te gusta. Ahora lo pruebo yo también que tiene muy buena pinta. No lo recordaba yo así fíjate. – La dijo él.
– Bueno eso de que lo vas a probar lo tendremos que ver todavía. No sé si te lo mereces. – Dijo Anna volviendo a la sonrisa y al tono desafiante y juguetón que solía poner ella para activarle un poco.
– Pues tendrás que impedírmelo yéndote a otra mesa. Yo te dejo probar el mío sin problemas. – Dijo él mirándola también un poco desafiantemente.
– ¿Y por qué supones que quiero probar el tuyo? – Dijo ella achinando los ojos y mirándole divertida.
– Porque te gusta todo lo que venga de mí. – Concluyó él.

Caronte.

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