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Al llegar a la
puerta del café restaurante a él le vinieron a la mente muchos recuerdos de su
primer viaje a esa ciudad. Recuerdos amargos la mayoría por todo lo que pasó
después al torcerse su relación con sus padres, dolorosos ahora incluso al no
estar ya ellos y no poder decirles todo aquello que le hubiera gustado, para
pedirles perdón por aquel distanciamiento, aquel enfrentamiento, que mantuvo
con ellos hasta que ya nada pudo hacerse para remediarlo. No había vuelta
atrás, él sabía que Viena podía llegar a causarle esos recuerdos al ser uno de
los últimos lugares en los que estuvo con ellos antes de la fatídica discusión
que terminó por propiciar que se marchara de casa y dejara de hablarse con
ellos hasta mucho tiempo después. Asumía que durante ese viaje con Anna algunos
de esos recuerdos le iban a provocar dolor, pero esperaba paliarlo con la
presencia de ella, con que esa presencia pudiera hacer que su mente se
mantuviera ocupada en otros asuntos.
Todo en el café
estaba igual que él recordaba. Y nada había cambiado tampoco en la calle donde
se encontraba. Enfrente del restaurante donde iban a comer había una iglesia
ortodoxa, muy bonita, cuya torre de ladrillo colorado y pequeña cúpula
multicolor al ponerse el sol recibía una luz dorada que resaltaba su
anacronismo estético con el resto de la ciudad. Era un toque exótico en una
calle de por sí poco entretenida o bonita, bastante gris incluso. Dentro del
restaurante todo seguía igual, como si el tiempo no hubiera cambiado salvo por
las lámparas, ahora de led, esas luces tan brillantes y luminosas capaces de
alumbrar con gran potencia pequeños espacios sin mucho esfuerzo, y quizá
también por parte del mobiliario, sillas y mesas, que a él no le parecieron las
mismas, pero que bien podrían serlas. No había mucha gente comiendo, algo que
también recordaba. Esta poca clientela era algo que él no entendía, ya que le
menú diario era bastante barato comparado con otros restaurantes, y la cantidad
de comida que ponían, o eso al menos recordaba, no estaba nada mal. Pero claro
estar algo alejado de la zona de monumentos y de las rutas de turistas tampoco
ayudaba. Pero que estuviera medio vacío – sólo había un par de mesas ocupadas,
las dos por dos ancianos, un señor y una señora, que tendrían por lo menos setenta
años, y que en silencio tomaban su comida leyendo el periódico – le venía bien.
A él no le gustaban los restaurantes en los que había mucha gente, ya que
generalmente no había silencio y la algarabía de conversaciones ajenas le
molestaba bastante a la hora de mantener él alguna.
Se sentaron en una
mesa junto a una de las ventanas que daban a la calle y desde la que se podía
ver la iglesia ortodoxa. El camarero, un chico austríaco que hablaba inglés con
bastante buen nivel – cosa del turismo que hace que hasta el charcutero de
turno chapurreé algunas palabras para poder atender a algún despistado japonés,
australiano o colombiano – y mejor planta, físicamente hablando, les atendió en
seguida llevándoles la carta y el menú del día para que pudiera elegir qué es
lo que querían comer, poniéndose con rauda diligencia a su servicio para lo que
quisieran. Ellos le dieron las gracias y ojearon la carta. Él le recomendó a
ella qué pedir de plato principal, ya que el entrante era una sopa del día, que
podía ser desde una sopa de verduras, hasta una simple crema suave de calabaza,
dejándose ella aconsejar sin poner reparo alguno y confiando en el buen paladar
de su acompañante.
– ¿Entonces qué es
lo que se come aquí? A ver aconséjame. – Dijo Anna dejando la carta sobre la
mesa y mirándole a él leer los diferentes platos del menú.
– Pues eso depende
del hambre que tengas y de lo que prefieras, carne, pescado o verduras, porque
hay platos de los tres tipos. – Le contestó él sin dejar de mirar la carta.
– ¡Pero qué
respuesta es esa! – exclamó ella, haciendo que él levantara los ojos de la
carta – Pareces gallego. Si te he preguntado es porque no tengo ni idea de qué
es cada cosa y porque se supone que tú ya has estado antes en Viena, no para
que me respondas con un “depende”. Para eso se lo hubiera preguntado al
muchacho que nos atiende que seguro que estaría encantado de aconsejarme algo.
– Siguió Anna esbozando su sonrisa irónica y con un tono que quería simular una
bronca, pero que no le terminaba de salir porque estaba contenta y lo que
quería era verle a él sonreír un poco.
– Gallego me llamó
hace ya muchísimos años un profesor en la universidad. Todavía lo recuerdo a
pesar de que fue en el Pleistoceno de mi vida. – Dijo él sonriendo también,
aunque no como Anna, sino más bien tímidamente como solía hacer siempre. – A
ver. Si quieres que te recomiende algo típico es el snitzel, que consiste en un
filete de cerdo o ternera, empanado y que supongo que servirán con un poco de
ensalada de acompañamiento y medio limón por si quieres echarle un poco. Si no
esto – dijo a la vez que señalaba en la carta el nombre en alemán de un plato –
es una especie de guisado de pollo y verduras que está muy bueno, y que
probablemente me lo pida yo si no lo haces tú.
– Si me lo pido yo
no lo comes tú ¿o qué? No me estarán engañando. – Siguió bromeando ella.
– No si lo digo
para que pidamos cosas diferentes y poder probar dos platos, tú del mío y yo
del tuyo también.
– ¿Y quién te dice
a ti que te voy a dejar probar del mío? ¿De dónde has sacado esa conclusión
sobre mi generosidad? – Le preguntó ella achinando un poco los ojos como
queriendo mostrar un poco de malicia, aunque él ya la había descubierto y sabía
por dónde iban los tiros.
– Pues nadie,
porque no estaba preguntando, ni sugiriendo nada, simplemente te estaba
anunciando que te voy a coger parte de tu comida para probarla, para que no te
asustaras. – Le siguió el juego él sonriendo ahora sí claramente, pero de
manera irónica.
– Anda pide que
viene de nuevo el camarero. A ver si sacias toda esa hambre que tenías. Yo
quiero un snitzel, a ver qué tal está.
Cuando llegó el
camarero a su mesa preparado para tomarles nota, aunque dirigiéndose a ambos
para preguntar qué es lo que iban a comer, sólo miraba de vez en cuando a Anna.
Algo que él notó enseguida y que se suponía que iba a pasar como había pasado
esa misma mañana en Madrid en el mostrador de facturación del aeropuerto. Ella
también lo sabía y cómo la gustaba ponerle un poco nervioso y celoso a él, casi
cabrearle en cierto modo, no paró de sonreír ampliamente y mirar directamente
al camarero sin disimularlo, para que ambos se dieran cuenta, tanto el camarero
como él. Sin embargo él se olía la jugada y no iba a permitir que esos celos
fantasmas le pudieran.
Él pidió por los
dos sin quitar la vista de la carta en la que le señalaba al camarero, aunque
éste no le prestaba mucha atención, pero tampoco dejó de mirar de soslayo, de
manera muy sutil y casi imperceptible a Anna y al propio camarero que entre
anotación y anotación en la pequeña libretilla, ya arcaica en la época de las
modernidades en que estaban, que llevaba encima para ir apuntando las comandas
de las diferentes mesas. Cuando terminó de pedir la comida y la bebida y hubo
despedido al camarero entregándole las cartas, tanto la suya como la de Anna,
se volvió a mirarla y a esbozarla una sonrisa resabiada.
– ¿Estás hoy
juguetona eh? – La espetó él mirándola sonriendo.
– No sé a qué te
refieres. – Contestó Anna al mismo tiempo que dándose cuenta que había sido
descubierta en su juego, enarcaba las cejas en señal de asombro e intentando
indignarse.
– Ya. Pobre
camarero, si supiese que aquello que lleva admirando desde que entraste en el
café es tan pillo, seguro que no te seguía lanzando esas miradas.
– ¡Ah, lo dices
por eso! – Dijo ella intentando disimular su juego fallido. - ¿Es que me estaba
mirando? ¿No estarás de nuevo con eso de que todo hombre joven que me ve me
quiere desnudar con los ojos y llevarme a su cama?
– Sí, te lleva
mirando desde que nos ha atendido, y alguna mirada al culo se le ha ido te lo
puedo asegurar. Pero no te preocupes que esta vez no me voy a cabrear. Esta
mañana en el aeropuerto no te digo que no estuviera celoso, que lo estaba. Pero
ahora te he pillado el juego. Y sí, pienso que todos los hombres jóvenes que
tengan dos dedos de frente y el gusto intacto te miran. – Sentenció él con
media sonrisa en la cara, mostrándose como el sheriff que ha cazado a los malos
y los ha metido entre rejas cuando nadie daba un duro por ello.
– Vale lo admito.
Quería hacerte un poco de rabiar. Pero porque me gusta mucho ver que te pones
muy tonto y celoso con estas cosas. Aunque la mayoría de las veces no tengas
razón en tus razonamientos. – Se dio Anna ya por vencida diciendo esto y
mirándole a los ojos se rió alegremente como una cría.
Mientras decían
esto el camarero les llevó el primer plato: la sopa del día. Tal y como
recordaba él la sopa consistía en un pequeño cuenco, casi una taza pero sin
asa, en la que cabían unas cuantas cucharadas de sopa, las suficientes para un
primer plato. Los usos y costumbre fuera de España hacen que los primeros
platos sean verdaderos entrantes, es decir que con ellos solos no comes ni te
sacian, simplemente sirven para empezar la comida. Algo muy diferente a lo que
estaban acostumbrados cuando pedían en Madrid en cualquier restaurante un
primer plato, que solía consistir en una cantidad de comida que bien podría ser
el plato principal y que tras dar debida cuenta de él el segundo plato suele
quedarse en parte intacto porque el comensal se encuentra ya totalmente
saciado. En esa ocasión la sopa consistió en un caldito claro con unos pocos
fideos y unos trozos de verduras. Algo ligero totalmente. Una vez se terminaron
la sopa, el camarero presto a atenderles les retiró los recipientes de la misma
y les preguntó – bueno más bien se dirigió a Anna – que qué les había parecido,
a lo que ambos contestaron que había estado bueno y rico. Tras esto el camarero
se marchó diciéndoles que en unos minutos llegaría el segundo plato que habían
comido.
– ¿Qué te ha
parecido la sopa? – Le preguntó él a Anna.
– Estaba buena, la
verdad. Me ha sorprendido la rapidez con la que la han traído, y que fuera tan
pequeño el cuenco. Me esperaba como en Madrid un cuenco en el que cabe casi
todo un plato de potaje. – Respondió Anna mostrando sinceridad en su voz.
– Yo también hace
años tuve esa sensación cuando nos la trajeron a mis padres y a mí. En eso no
ha cambiado nada este sitio. – Dijo él al mismo tiempo que echaba una mirada al
local para dar más énfasis a sus palabras haciendo ver a Anna que hace muchos
años él estuvo allí mismo.
– Nunca me has
hablado de tus padres y de aquello que pasó. Siempre que he tocado ese tema te
has callado. – Dijo Anna a boca de jarro dejándole a él totalmente cogido por
banda, sorprendido completamente.
– No creo que este
sea el momento ni el lugar para hablar de ello. – Contestó él desviando la
mirada de los ojos de Anna, intentando evitarla.
– Nunca es el
momento. No es la primera vez que te lo pregunto y nunca me dices nada. –
Insistió ella sin dejar de mirarle haciéndole sentir que sus ojos le escrutaban
severamente.
– Lo que pasó en
el pasado allí está y no importa. – Dijo él todavía más secamente que antes.
– No me contestes
con galleguismos y no me trates como a una cría. – El tono de voz de Anna
cambió totalmente, pasó de ser amable y cordial como el que tendría alguien que
pregunta a otra persona para ayudar y consolar, a ser un tono frío y firme,
directo incluso que mostraba algo de enfado. – Lo que pasara te sigue golpeando
a día de hoy. Y eso es evidente. No me lo puedes negar y si te pregunto no es
porque deba hacerlo como crees que seguramente hago. Si te pregunto es porque
quiero hacerlo. Porque me importa. Porque cada vez que recuerdas algo de ese
pasado eres otra persona muy diferente a la que creo conocer. – Anna había
conseguido que él la mirara, aunque sus ojos no estuvieran fijos en los de ella
más que unos pocos segundos.
– Nunca he
pretendido tratarte como una cría Anna y si alguna vez lo ha parecido te pediré
siempre mil disculpas. Pero ese pasado del que hablas no existe, no para mí. –
Dijo él igual de serio que antes pero con la voz menos seria y enfadada.
– Mientes. – Le
dijo ella.
– Anna hay pasados
que duelen no por lo que se dice o se hace, sino por todo lo contrario. Hay
pasados que duelen por lo que no se dice ni se hace. Y eso es quizá lo que más
duele. – Dijo él, ahora sí mirando a los ojos de Anna que le escuchaba
atentamente. – Lo que pasara pasó, pero si ahora hay algo que cada vez que lo
recuerdo me duele y quizá hace que sea la persona que dices conocer, es todo
aquello que dejó de pasar.
Terminó él de
decir esto y a los pocos segundos apareció el camarero con los dos platos
principales, el snitzel para ella y la cazuela de pollo para él. Ella, que
mientras él estaba hablando había permanecido completamente seria, sonrió
amable y ampliamente al camarero que muy amablemente les estaba sirviendo la
comida. Él por el contrario permaneció serio sin apenas mirar al camarero,
simplemente facilitándole el que dejara el plato en la mesa y dando las gracias
cuando lo hubo hecho.
– Te has librado
por la campana. Pero que sepas que yo no me olvido de lo que acabamos de hablar
y que me vas a contar todo eso que pasó y lo que no pudo pasar ya. – Dijo Anna
mientras cogía los cubiertos para dar comienzo a la degustación de su filete.
– Anna no tengo
nada que contar. No por nada en especial sino porque lo que quiero en este
viaje es disfrutar contigo de esta ciudad y crear nuevos recuerdos. – Dijo él
sin brusquedad simplemente intentando ser amable y dirigiéndose a ella sin
mirarla, aún sabiendo que ella no le quitaba el ojo de encima.
– Me da igual lo
que digas. Quiero saber qué pasó porque me importa. Quizá no será hoy cuando me
lo cuentes pero lo vas a hacer. – Dijo ella de manera contundente y rotunda,
sin posibilidad de que el replicara nada. – Y ahora vamos a comer que tienes
mucha hambre. Buen provecho.
– Ya verás cómo te
gusta. Ahora lo pruebo yo también que tiene muy buena pinta. No lo recordaba yo
así fíjate. – La dijo él.
– Bueno eso de que
lo vas a probar lo tendremos que ver todavía. No sé si te lo mereces. – Dijo
Anna volviendo a la sonrisa y al tono desafiante y juguetón que solía poner
ella para activarle un poco.
– Pues tendrás que
impedírmelo yéndote a otra mesa. Yo te dejo probar el mío sin problemas. – Dijo
él mirándola también un poco desafiantemente.
– ¿Y por qué
supones que quiero probar el tuyo? – Dijo ella achinando los ojos y mirándole
divertida.
– Porque te gusta
todo lo que venga de mí. – Concluyó él.
Caronte.
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