jueves, 17 de marzo de 2016

Frío sol

Madrid tiene a finales de invierno, entre otras muchas cosas únicas en el mundo, si todo viene como tiene que venir y la primavera no se adelanta demasiado un sol radiante que no calienta, que riega la tierra, las calles y los edificios, así como a las personas que habitamos en la ciudad, con una luz fría que aún en los momentos más álgidos del día, esos durante los cuales en verano el sol agita su fusta implacable sobre la ciudad y la abrasa con sus rayos. Madrid a finales del invierno, más o menos por el mes de marzo, o incluso a finales de febrero, cuando ya el sol termina por vencer a la oscuridad y se emparejan las duraciones del día y la noche, de la luz y la oscuridad, disfruta de días más soleados que muchos del verano y la primavera, con un sol radiante y espectacular pero que no logra calentar.

Ya hablé de la blanca luz del invierno en Madrid en otra entrada en el blog; de esa luz que acaricia las fachadas de los edificios durante las tardes soleadas invernales de Madrid, si es que el mal tiempo, los cielos grises y la lluvia lo permiten, y las ilumina con una luz inconmensurable y que no se encuentra en ningún otro rincón del mundo. Madrid no es una ciudad hermosa al estilo de Roma, París, Viena o Praga, ni tan siquiera como Londres o Berlín. Podría incluso aventurarme a decir, por mucho que me pueda doler que Madrid es una ciudad fea, aunque más que fea yo creo que es una ciudad rústica y rural a pesar de ser cosmopolita e internacional. Pero ninguna de las ciudades que he nombrado comparándolas con Madrid en cuanto a belleza tiene esa blanca luz de invierno ni ese sol frío que tiene la villa y corte ciudad capital de España.

El sol de finales del invierno en Madrid es un sol cuya luz a pesar de ir día a día ganándole la batalla a la oscuridad todavía no es capaz de calentar. A finales de febrero o principios de marzo el sol ya se siente victorioso frente a las largas noches de invierno y es capaz casi de igualar con su luz a la oscuridad todavía reinante. Pero a pesar de que la guerra empieza a estar ganada no puede sin embargo sacar fuerzas para calentar y que sus rayos piquen en la piel de los madrileños. Sin embargo este sol débil, casi victorioso, apenas todavía pletórico, que empieza a dominar sobre la luna y la noche no dura siempre. Esa sensación de tener días radiantes sin una sola nube en el firmamento que enturbie la vista del horizonte y unos cielos de un azul tan intenso que hace daño contemplar no duran mucho, son casi un oasis en medio de todo un año.

Los días de estas pocas semanas del año en las que luce el sol pero éste no calienta son días en los que el frío gélido de las mañanas, que hace que los campos y las zonas ajardinadas de la capital queden cubiertas por un muy sutil y delicado manto de hielo y escarcha blanca, pase a ser un frío tibio o una tibieza fría que impide que uno se quite el abrigo ya que para ir en mangas de camisa o jersey por mucho sol que haga es todavía pronto en el calendario, para acabar el día, cuando un tono malva se va adueñando del cielo hasta que la más amplia gama de tonos azules van ganando terreno en la bóveda celeste para convertirse al final en el más profundo y sideral negro, con un frío acorchado que se mete de nuevo por todos los resquicios de la ropa para intentar rozarnos la piel desnuda.

Es increíble, conmovedor incluso, disfrutar de este sol frío que lo único a lo que nos obliga es a usar gafas de sol, ya que a pesar de que no tiene fuerza para calentar ni tan siquiera en las horas centrales del día, sí manda su luz reconfortante sobre las calles de Madrid. Los abrigos no sobran, y esto hace que las imágenes de la gente por las grandes calles del centro de la capital sean chocantes. Si se hiciera una foto en plena Gran Vía de Madrid en la que quedara reflejado y congelado un instante veríamos un cielo totalmente raso, de un azul intensísimo y bellísimo como en pocas épocas vemos en Madrid, sin una sola nube, diáfano e inescrutable, inmenso e inabarcable; un cielo que para quien no se fijara en las ropas de los viandantes que saldrían en la foto evocaría calor, una buena y cálida temperatura. Sin embargo quien se fijara un poco más detenidamente en la gente que en la fotografía apareciese se daría cuenta cómo van abrigados, usando incluso bufandas y guantes, sobre todo en la acera de sombra.

No es de extrañar que mucha gente, turistas extranjeros y nacionales, habitantes de la urbe capital o simplemente gente de paso por ella, quedé extrañada por este fenómeno único que, aunque no lo sepan de primeras, no vivirán en ninguna otra parte del mundo. Los amaneceres de estos días de sol frío con absolutamente gélidos, las tardes también, y en medio de esos dos momentos cuando el sol nace y muere diariamente como un ave fénix eterno está el día soleado de Madrid de finales de invierno. El sol acaricia la cara, la intenta tostar y reconfortar tras varios meses de cielos encapotados, grises y lluviosos en los que las ganas de salir a la calle se ven frustradas y truncadas por una mezcla de pereza y melancolía por esos días soleados y alegres, bulliciosos y animados de la primavera y parte del verano. Pero no consigue su objetivo.

Por muchas ganas que el sol ponga en su misión es incapaz de dar calor, de hacer que los ciudadanos de Madrid nos quitemos alguna capa de abrigo de encima. Pero con el paso de los días este sol impotente, todavía en su edad temprana en la que es todo entusiasmo y ganas pero que no puede con nada, va ganando fuerza e intensidad. Todavía mientras escribo estas líneas el sol sigue siendo joven e inmaduro para calentar y derrochar la fuerza que suele tener también en Madrid en verano, más quizá que en cualquier otra parte de España también, aunque aquí sé que exagero más. Pero estos días ya están a punto de llegar a su fin.

Ya cada vez el sol es capaz de calentar más sobre todo a medio día, de alzarse más en el cielo para lanzar sus rayos lo más verticales posibles y golpear inmisericordes sobre Madrid. Están lejos todavía las jornadas eternas de luz, sol y calor que traerán los meses de junio y julio, y también por qué no agosto aunque en menor medida, cuando los que quedemos en Madrid tendremos que aguantar sufriendo esas largas y densas horas estivales, cuando la canícula y el ambiente infernal llenan todos los rincones y calles de Madrid, cuando las sombras son tanto o más calurosas que las zonas de sol, cuando no hay refugio donde ocultarse de ese mismo sol que en estos últimos días de invierno todavía no puede calentar.

Ojalá estos días pudieran durar todo el año. No puedo negar que me gusta el frío y mucho. Sé que aunque muchos dicen que vivir en un país con fríos, duros e inclementes inviernos no es algo divertido, yo sería feliz haciéndolo. Me gustaría que en Madrid en invierno nevara todos los años, pero el maldito y maravilloso a un tiempo Sistema Central se queda con la poca nieve que en invierno cae por estos lares peninsulares. Por esto me gusta este sol incapaz de calentar y de tornar el frío en tibio ambiente pre-primaveral. Me gusta caminar por las calles de Madrid con gafas de sol porque el sol me moleste en los ojos, pero al mismo tiempo hacerlo con bufanda y abrigo pesado y calentito, con jersey y con botas para que los pies no se queden tiritando. No cambiaba esta sensación por ninguna otra del mundo, no trocaba este sol por una temperatura caribeña ni loco. Prefiero estos días de cielos casi siempre nítidos y azules, sin nubes, con ligera brisa del norte y frío.

Sin embargo este tipo de días no tienen por qué existir. No todos los años hay días de estos, o tantos días de estos. Sí es cierto que es lo normal. Además este año está siendo todo un poco más raro de lo normal por el invierno tan atípicamente caluroso que estamos teniendo. No creo que este sol frío vaya a durar mucho más. Es una pena porque estos días están siendo una maravilla, sobre todo aquellos en los que el cielo está verdadera y completamente azul, que por desgracia no son todos. Cuando esto pasa, y se combinan la blanca y fría luz de este sol de finales de invierno y el azul impoluto del cielo de Madrid pasear por las calles de la ciudad pasa a ser un lujo del que únicamente los madrileños podemos disfrutar y que todo el mundo con al menos dos dedos de frente es capaz de reconocer. Ir al Retiro una mañana de sábado o domingo tras haberse pasado antes por la Cuesta del Moyano para buscar en sus puestos algún libro que merezca la pena a un precio más que inmejorable, es algo que pocas ciudades del mundo pueden ofrecer.

Las mañanas de los fines de semana son las mejores para disfrutar de este sol, para retarle y burlarse de él por su impotencia a la hora de calentar. Y digo las mañanas porque durante las tardes, a pesar de que día a día el sol gana tiempo y terreno a la noche, todavía las sombras cubren la ciudad demasiado temprano para los gustos de la capital, aunque para el mío personal no. Esos fines de semana en los que brilla espléndido el sol son las mejores para disfrutar de él, para salir  pasear antes de tomar algo y comer tranquilamente, no sobra ropa, pero tampoco falta nada. Uno puede ir al Retiro como he dicho a disfrutar de un buen rato con la pareja, o a la Plaza de Oriente a pasear junto a las estatuas de reyes godos, o a la zona del río recientemente acondicionada para el uso y disfrute de todos los vecinos de la villa y corte.

El sol anima a moverse, a salir del letargo invernal para ir empezando a entrenarse de nuevo para la temporada primaveral cuando la vida sale de las casas para instalarse en las calles, plazas y parques, hasta bien entrado el otoño. El sol es vida siempre, salvo entre el quince de julio y el de agosto, cuando en vez de vida es horno asador y solo genera muerte (figuradamente quiero decir). Pero el sol de invierno es un sol que quiere avisar de lo que está por venir pero para lo que todavía falta tiempo, apenas unas semanas. No caliente, no quema, no broncea, no pica, pero transmite vida, levanta el ánimo y si se combina con el cielo azul es perfecto para dejarse llevar por las mejores y más bonitas emociones. Es un sol que alegra siempre, al menos a mí me alegra más que ningún otro a lo largo del año, porque me permite salir a pasear solo y sentirme a gusto, sin envidiar a las parejas que luego en verano y sobre todo en primavera abarrotan el Retiro, los parques y las plazas de cualquier zona de Madrid, demostrando su amor y su falta de soledad. Puedo decir que amo al sol frío de finales de invierno.

Pero esto ya se acaba. El sol ya no será más un simple faro luminoso. No creo que los días de cielos despejados durante los cuales desde ciertos lugares de Madrid se puede contemplar a la perfección la silueta inmensa y pétrea, regia y sólida de la sierra madrileña con sus cumbres cubiertas de nieve, y radiante sol vayan a durar mucho más. Cada día que pasa noto que al mediodía el abrigo va sobrando más. El sol empieza a quemar, a saberse un poco más fuerte con cada momento, a recordar que el invierno está prácticamente muerto y la primavera ya llama a las puertas de la naturaleza. Aunque esto da igual. No importa que haya que esperar de nuevo todo un año para volver a ver esta maravillosa luz blanca y fría de invierno en Madrid. No importa que lo que venga ahora vaya poco a poco ganando en intensidad y calor hasta llegar al horno veraniego en el que se convierte la capital de España en verano. No importa porque quienes llevamos a Madrid en nuestros corazones y en nuestra alma sabemos que ese sol frío ha de volver en menos de un año.

Mientras este sol frío de finales de invierno termina por desarrollarse y pasar a ser un sol más poderoso y arrogante incluso, inmisericorde y despótico. Mientras este sol solo mande rayos de luz y el calor esté ausente en ellos, hay que disfrutarlo porque puedo asegurar que somos los únicos que podemos disfrutar de él, y esto sí que no es poca cosa. Simplemente hay que saber aprovechar y amar a este joven sol principiante que cuando aprenda lo que tiene que hacer lo hará sin piedad alguna, y entonces echaremos en falta el frío de esta época y la luz blanca de este frío sol.

Caronte.

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