Tenía que comprar
un regalo, y decidí ir al centro de Madrid sin tener una idea clara de lo que
la iba a comprar. El destino eran los barrios de Chueca y Malasaña, donde había
un par de tiendas en las que quería mirar por si había algo que me gustara. La tarde
estaba espectacular, era el primer sábado del año en que el tiempo respetaba:
el cielo estaba completamente despejado, y la temperatura era estupenda para
pasear por el centro de Madrid. Cogí el metro en mi barrio a eso de las seis de
la tarde, cuando el sol ya había empezado su descenso hacia el horizonte,
aunque todavía le quedaba más de una hora antes de ponerse. Tuve que hacer
transbordo en la estación de Núñez de Balboa. A medida que el metro se acercaba
a la estación de Chueca éste se llenaba de gente de toda condición social:
desde monjas, hasta rockeros con sus chaquetas de cuero y sus melenas largas,
pasando por familias con sus hijos y parejas, tanto hetero como gays.
Me bajé en la
estación de Chueca, justo en la plaza del mismo nombre. Plaza, la de Chueca,
conocida por propios y extraños en Madrid, visita casi obligada para cualquier
turista y por cómo estaba aquella tarde, lugar de referencia para tomarse algo
sentado en una de las numerosas terrazas que los bares de la plaza instalan en
el espacio público. ¡Cuánta vida respiraba Madrid! Y no es para menos después
de un invierno muy frío y gris, que casi todos los fines de semana nos había
regalado lluvias y mal tiempo y que arruinaba planes para salir. Pero parece
que esto se estaba acabando y que la primavera estaba empezando a llegar, dando
visos de que quería quedarse, aun cuando no había acabado el invierno todavía.
Una vez salí del
metro me dirigí a mi primer destino, buscando un regalo que comprar. La
librería a la que primero me dirigí estaba a un par de calle de la Plaza de
Chueca, pera llegar tenía que atravesar la calle Hortaleza. Cuando llegué a
dicha calle me sorprendió una melodía que se escuchaba a lo lejos. Como persona
que ama Madrid y que siente curiosidad por todo aquello que sucede en esta
maravillosa ciudad, me dirigí a ver qué era y de dónde venía esa música. La
sorpresa que me llevé fue mayúscula. A medida que me acercaba a la música, ésta
se fue haciendo cada vez más clara y nítida y pude distinguir ese sonido típico
del metal, típico de Semana Santa, de banda de música popular, donde los únicos
instrumentos son las trompetas, trompas, tubas y demás instrumentos de viento
metal. Todos mis sentidos se asombraron de lo que los oídos estaban captando, y
es que en las fechas que eran era raro que hubiese ninguna procesión religiosa
por Madrid, y menos por ese barrio. Mi intuición no fallaba, no era una
procesión, sino una simple banda de música que estaba interpretando My way en pleno centro de Madrid.
¡Alucinante! Es increíble lo que Madrid puede deparar a sus habitantes.
Una vez terminé de
escuchar a la banda de música, me dirigí a la librería y retomé mi búsqueda de
un regalo adecuado. El primer objetivo fue un fracaso, no encontré nada de lo
que estaba buscando, nada me convenció. La verdad es que la librería me pareció
demasiado snob para mi gusto. Una pena porque pensaba que sería una cosa
diferente. Sin embargo no desistí en mi búsqueda del regalo perdido. Tenía otra
opción, pero para llegar hasta mi segundo objetivo tenía que andar un poco,
algo que no me importaba porque tenía que pasar del barrio de Chueca, al de
Malasaña, y pasear por Madrid es uno de mis pasatiempos preferidos. Hasta allí
encaminé mis pasos.
Para llegar a mi
segundo objetivo tuve que atravesar una de las calles más famosas, concurridas
y vivas de Madrid: la calle Fuencarral. No era la primera vez que pasaba por
Fuencarral, pero sí fue la primera vez en que me fijé en los peatones que por
ella transitaban. En la gente de Madrid. La calle estaba hasta arriba de gente:
gente moderna, gente más clásica, gente desenfadada, gays, grupos de tribus
urbanas, gente vestida de todas las maneras posibles y por haber, grupos de
amigos, familias, parejas. Todos ellos conviviendo en un mismo espacio y
compartiéndolo. Esto es lo que más me gusta de Madrid, o mejor dicho de esta
parte de Madrid, la mezcolanza de personas de todo tipo. Como he dicho tuve que
atravesar la calle Fuencarral y andarla durante un tramo, hasta que la
abandoné. Cuando dejé atrás Fuencarral fui a dar con una plaza en la que nunca
hasta entonces había estado, la Plaza de San Ildefonso, nombre dado por la
iglesia que la preside. El descubrimiento de esta plaza continuó aumentando mi
sorpresa y alegría por conocer más a mi Madrid. La plaza estaba llena de gente
tomando algo en las terrazas de los bares, pero también en su interior, que
estaban abarrotadas. Algo que siempre me ha llamado mucho la atención de
Madrid, y es una de las cosas que más me gustan de mi ciudad es el ruido de la
gente al charlar animadamente tomando algo en las terrazas. A mucha gente esto
no le gusta, pero yo creo que es parte de nuestra forma de ser y por tanto nos debemos sentir orgullosos de ello.
De la Plaza de San
Ildefonso sale la Corredera Alta de San Pedro, y al final de dicha calle estaba
mi segundo objetivo aquella tarde. Este objetivo no era más que una tienda
llena de cosas curiosas, destinada principalmente a regalos. En esta ocasión sí
encontré aquello que buscaba (bueno buscar, buscar, no buscaba nada en concreto,
lo que quería era encontrar algo). ¡Ya tenía regalo! Misión cumplida. El
objetivo de mi misión aquella tarde ya lo había conseguido, por tanto me
dediqué a dar una vuelta antes de volverme para mi casa. Todavía había luz y el
sol no se había puesto; y además la tarde estaba buenísima, como muchas de las
chicas con las que me cruzaba, ¡qué pena que sea tan sumamente tímido!
Tras comprar el
regalo decidí ir a darme una vuelta por la Plaza del Dos de Mayo. La verdad es
que no sabía muy bien cómo llegar hasta allí, aunque sabía más o menos dónde
estaba. Madrid es sabia y sabe a conducir a aquéllas personas que quieren
disfrutarla. No tardé en llegar hasta allí, guiado básicamente por mi intuición
ya que sólo había estado por esas calles una vez en mi vida, y eso que tenía 22
años y que presumo de conocer Madrid. ¡Qué equivocado estoy, pues no me quedan sitios
por descubrir en esta magnífica ciudad!
La Plaza del Dos
de Mayo es el centro neurálgico del barrio de Malasaña, y uno de los lugares
más concurridos por los madrileños. Está presidida en su centro por un arco de
ladrillo y las esculturas de Daoiz y Velarde, héroes del levantamiento contra
los franceses. Aquella tarde, la plaza
estaba abarrotada de gente, daba la impresión de ser una vieja plaza de barrio
con sus columpios llenos de críos, las terrazas de los bares llenas de gente,
los bancos que rodean la plaza ocupados por madres que vigilan a sus hijos,
monjas, niñas comiéndose un helado, parejas disfrutando de una tarde preciosa,
chavales jugando al fútbol delante del monumento al Levantamiento del Dos de
Mayo. Quien podría imaginar que en pleno Madrid cosmopolita del siglo XXI, el
siglo del individualismo todavía se encuentre un refugio para la alternancia
entre las personas que permita socializar. ¡Madrid es increíble!
Aún me quedaba una
sorpresa más que descubrir antes de volverme a mi casa, y es que escondida en
una de las esquinas de la Plaza del Dos de Mayo me llamó la atención un puesto
de libros de segunda mano. Me acerqué a dicho puesto y vi que pertenecía a una
librería El Rincón de Lectura. La
librería no era más grande que el salón de mi casa, pero tenía las cuatro
paredes forradas de estanterías desde el suelo hasta el techo, y a su vez las
estanterías estaban atestadas de libros, todos usados pero casi como nuevos y a
un precio escandaloso. Decidí comprarme dos libros en aquella tienda, ¿cómo iba
a dejar pasar esa oportunidad que el destino me había brindado? Los libros
escogidos fueron, “La fiesta del Chivo” de
Mario Vargas Llosa, y “Corazón tan
blanco” de Javier Marías, ninguno era de bolsillo y solo me costaron 10€
los dos.
Me es muy
complicado expresar con palabras sentimientos que es necesario vivir para poder
llegar a entender completamente. Si dijera que aquella tarde mi corazón se
intentaba salir de mi pecho de lo contento y alegre que me encontraba por
descubrir ese Madrid vivo y multicultural del que tanto he oído hablar. También
se sentía muy orgulloso. Orgulloso de que Madrid sea así y que por suerte esta
parte de Madrid y este espíritu tan propio no se hayan visto todavía
contaminados por el siglo XXI y por el desapego social que impera en otras
ciudades, e incluso en otras partes Madrid. Orgulloso de la gente de Madrid, de
los madrileños que hacen de esta ciudad la maravilla que es, y de la que estoy
empezando a sentirme parte, aunque por aspecto, como un buen amigo mío me dice,
pego más en zonas de Madrid menos tolerantes y más cerradas de mentalidad. La
única pego que le puedo poner a todos estos sentimientos y que también sentí
aquella tarde, es que no tuviera ni tenga a nadie con quien compartir esos
sentimientos y esa alegría que siento por Madrid, que no pudiera disfrutar de
esa magnífica tarde que preludiaba la primavera con mi novia, porque no la
tengo.
Caronte.
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