jueves, 20 de marzo de 2014

Aguas rápidas, fría nieve, montaña silenciosa (Parte II)

La primera noche se me pasó volada. El sueño que tenía, junto el cansancio derivado de un viaje tan largo y cargado de emociones y nervios fueron los culpables que nada más meterme en la cama me entregara a los designios de Morfeo. Bueno esto no es del todo cierto. Antes de dormirme me tuve que acostumbrar a los tremendos ronquidos que mi compañero de litera prefería. Estoy seguro que ni las trompetas del juicio final, ni las que tiraron abajo las murallas de la bíblica Jericó, sonaban como aquellos tremendos bufidos (dicho todo esto desde el más absoluto cariño y aprecio que tengo hacia este magnífica persona). Lo bueno es que iban acompasados, tenían ritmo, y gracias a eso y a los tapones para los oídos me pude dormir. Superados estos inconvenientes, ya sí pude dormir del tirón hasta la mañana siguiente.

Y llegó dicha mañana. Lo que más me llamó la atención fue el silencio reinante, no solo ya en la propia casa, sino también en el pueblo. El silencio de la montaña, gracias al cual sabías que estabas allí. Nunca había experimentado tal silencio, en Madrid es muy complicado levantarte por la mañana y que haya silencio, siempre hay un murmullo en la calle. En Llavorsí no lo había. Sólo se escuchaba el silencio. No fui el primero en levantarme, mi compañero de sueño, ya estaba despierto preparando el planning de aquel día. El objetivo principal del viaje era hacer rafting en el río Noguera Pallaresa. ¡Quien me hubiera dicho a mí hacía unos años que me iba a ir a hacer rafting y a pasar un fin de semana con amigos, a un pueblecito en pleno pirineo leridano! Qué vueltas más increíbles da la vida. Con posterioridad al viaje, me di cuenta de que una de las personas con los que lo hice, cargado de ilusión, resultó no ser amigo, sino un falso. Cosas de la vida.

Una vez se levantaron el resto de miembros de la expedición, desayunamos. Antes de ir a hacer rafting, tuvimos que preparar las provisiones para la aventura acuática, y nada mejor para recargar fuerza en mitad de ella que un bocadillo de beicon frito y queso. Para hacer tiempo antes de que llegara la hora de irnos hacia el sitio desde donde saldríamos río abajo, el resto de los compañeros de viaje decidieron ponerse a jugar un rato. Yo no me sentía con ganas y me senté en el sofá. Me quedé dormido, totalmente sopas, hay fotos que lo atestiguan (fotos sacadas a traición que conste). No sé si fue porque tenía sueño (creo que no porque había dormido bastantes horas y bien dormidas), o porque estaba completamente cagado de miedo ante lo que me esperaba. Supongo que la segunda opción era la correcta. No es que tuviera miedo, porque entre todas las actividades de cierto “riesgo” que hay en el amplio catálogo de los dementes deportistas, el rafting era la única que realmente siempre quise hacer. No me preguntéis por qué. Simplemente siempre me llamó la atención.

Pues me quedé completamente dormido. Por suerte, me desperté antes de pasar la vergüenza de que alguno de mis amigos me llamara. Llegó la hora. Bajamos hasta las instalaciones desde las que debíamos partir. Una vez allí, y presentados a los monitores, nos dieron la equipación (o disfraz de morcilla, como queráis). Un traje de neopreno bien pegadito al cuerpo para que no pasara ni una gota de agua (me río yo de esto), unas botas también de neopreno y un chaleco salvavidas, a parte de un remo para cada uno y la balsa para todos. En la balsa, barca, o como quiera que se denomine la lancha neumática sin motor en la que nos subimos, íbamos a parte de mis amigos y yo mismo, dos parejas más, y el monitor. El monitor merecería un largo comentario a parte, simplemente diré que he conocido muy pocas personas con esa fuerza vital y esas ganas de divertirse que este hombre tenía, para ser tan bajito y parecer tan mayor. Una cosa curiosa también de nuestro monitor, es que mientras los que íbamos remando las pasándolas canutas, intentando no caernos a las gélidas aguas del río, él iba fumándose un pitillo, tan pancho.

Una vez pertrechados con nuestro equipo acuático, o disfrazados de morcillas, como algunos entre los que me incluyo íbamos, empezó la aventura. Toda la mañana y parte de la tarde estuvimos metidos en la barca. Al timón el monitor, lógicamente, a estribor cuatro miembros rasos de la tripulación, los mismos que a babor, y uno más en la popa ya que éramos nueve las personas que íbamos en la barca. Los primeros metros de río, y los primeros rápidos que íbamos pasando fueron más que nada una primera toma de contacto con el río. Y vaya toma de contacto. El agua no estaría a más de cinco grados, y se notaba. Por mucho neopreno que lleváramos, y muchas botas cuya intención fuera protegernos e impedir que entrara el agua, el agua entró y nos caló los pies, por lo menos a mí. Al principio el frió fue casi mortal, nunca había notado algo tan frío, sin embargo como el contacto fue tan continuado, el frío tornó rápidamente en fuego y durante unos minutos los pies ardían, hasta que llegabas a no sentir nada. Los nervios no notaban ya diferencia entre frío o calor, estaban completamente dormidos, como la propia alma de la montaña, simplemente sabías que los tenías al final de las piernas porque los veías.

Una vez superados los primeros golpes que nos dieron las gélidas aguas de aquel río que la tarde anterior parecía apacible, y los primeros nervios al estar en una barca más inestable que un bebé dando sus primeros pasos, llegó la hora de divertirse intentando remar. Cada vez que llegábamos a una zona de rápidos, el corazón se me desbocaba porque la lancha se movía sin control alguno, se retorcía, quedaba prácticamente a merced de la voluntad del río, por mucho que nos esforzáramos todos en obedecer al monitor y remar hacia derecha o izquierda según nos dijera. Era inútil. A veces el golpe que la lancha se daba contra las rocas, o contra la propia superficie del agua, rota por la violencia del cauce, era tal que el interior de la lancha se llenaba de agua. Había ocasiones en que la persona a la que le tocaba ir en popa, y “descansar” de remar, ya que nos íbamos turnando, desaparecía totalmente bajo el agua, ya que esa parte de la lancha se sumergía en el agua. Un par de mis amigos les tocó ir en popa en esas situaciones. No les envidio, por mucho que dijeran que fue increíble. Lo cierto es que lo era. A mí me tocó ir en popa en una zona de relativa calma, sin rápidos bruscos, o caídas fuertes. Pero también tragué agua, y me mojé bastante. Pero dicen que el agua fría ayuda a no envejecer.

En más de una ocasión estuvimos a punto de perder a algún miembro de la tripulación, por suerte se pudo evitar. En un par de ocasiones fue un amigo mío el que casi se vio sumergido en las aguas glaciares del Noguera Palleresa, pero al final se pudo agarrar a las cuerdas de la lancha y evitar el chapuzón. Viendo que nadie se iba al agua por más saltos y rápidos que pasábamos, el monitor decidió buscar el accidente. Cada vez que podía nos llevaba por la zona más violenta del río, buscando que la lancha se encabritara, y cual caballo salvaje terminara por desmontar a alguno de nosotros. Yo me lo empecé a oler y cada vez que veía que el monitor nos acercaba a la zona chunga del rápido me preparaba para la embestida. Sin embargo pasó algo muy curioso, y es que tanto buscó que alguno de nosotros cayera al agua, que al final el que se dio un baño en esas cristalinas aguas fue él. Esto fue gracioso, pero sólo cuando se volvió a subir a la lancha, porque hasta que lo hizo nos quedamos sin timonel, y entre nosotros todavía no había ningún barbarroja para dominar la embarcación. Todo acabó en una divertida anécdota.

A mitad de jornada, paramos para descansar y recuperar fuerzas para la segunda mitad de la aventura. En el descanso nos comimos los bocadillos de beicon que hicimos por la mañana y que nos llevó una furgoneta que nos había estado siguiendo todo el tiempo desde que partimos río arriba. Además desde esta furgoneta nos fueros haciendo fotos. Fotos que muestran la primera parte de la travesía cuando todavía estábamos frescos y con fuerzas, a medida que fuimos avanzando, evitando caídas, dejando de sentir nuestras extremidades, las fuerzas empezaron a desaparecer y solo quedaban las ganas. Una de las peores cosas que recuerdo de aquella aventura fluvial, era que las manos se me pusieron moradas, del mismo tono que una lombarda, cada dos por tres me ponía a dar palmas, como un gitano encima de un tablao flamenco, pero sin guitarras de fondo. Gajes del oficio, si se quería disfrutar del rafting había que pasar esa penitencia.

Tras el descanso para comer reanudados la marcha. Ni diez minutos tuvimos de descanso. En esta segunda parte pasamos a ser siete los tripulantes de la lancha, más el monitor, ya que una de las parejas que venían con nosotros no habían contratado el descenso completo en rafting. La segunda etapa de nuestro descenso fue más tranquila en general, aunque los rápidos eran mucho más violentos que en la primera parte. Ya eran unos rápidos de cierta entidad, con muchas rocas, ramas de árboles, y sobre todo muy largos, durante los cuales había que mantener la tensión todo el tiempo porque si no podías terminar dándote un baño, que no te apetecía darte. En uno de estos largos rápidos, yo estuve a punto de caerme al agua, pero para evitarlo solté el remo que llevaba y me agarré a la balsa. En un primer momento pensé en no decir que había perdido un remo, pero al final lo dije y tuvimos que frenar nuestro avance para buscarlo. Dio la casualidad de que el remo se había metido en un remolino de agua cerca de unas rocas que impedían que saliera a la superficie, estuvimos unos minutos esperando a que apareciera. A mí la verdad es que daba un poco de vergüenza por haber sido el único al que se le había caído el remo, pero al menos los allí presentes me recordarán como el cobarde que tiró el remo al agua para salvarse del gélido chapuzón, ¡con un par!

Nuestra aventura acabó pasado el pueblo de Gerri de la Sal, tras haber pasado bajo su puente. La verdad es que fue uno de los momentos más bonitos que recuerdo subido a aquella lancha, básicamente porque sabía que estábamos acabando, estaba muerto de frío y de cansancio, y lo único que ya podía hacer era contemplar el magnífico y grandioso paisaje que nos rodeaba por los cuatro costados. Al acabar tuvimos que sacar nosotros mismos la lancha del agua y cargarla al remolque de la furgoneta que nos llevó de vuelta a Llavorsí.

Una vez dentro de la furgoneta, remontando el río como si fuéramos salmones camino del desove pero al contrario que éstos nosotros por el duro y abrasivo asfalto, por aquella carretera que no se separa nunca del río a quien acompaña en gran parte de su curso pudimos al final descansar después de una larga travesía fluvial jalonada de tensión por remolinos y rápidos. En ese trayecto me salió todo el cansancio acumulado durante la jornada. Nadia hablada dentro de la furgoneta, el silencio me volvió a hacer recordar donde estábamos y qué habíamos hecho aquel día; pensaba en que si no hubiera conocido a las personas con las que iba en la furgoneta no estaría allí y no lo hubiera pasado tan bien haciendo rafting (aunque a con el tiempo a una persona me hubiera más gustado no conocer). En la tranquilidad que proporcionaba la furgoneta pude al fin recuperar aquellas imágenes que mi mente había cogido desde la lancha pero que no pude disfrutar por tener que estar pendiente del río: los árboles que acercaban sus ramas al cauce como queriendo beber de aquellas aguas, las rocas depositadas por gigantes en medio de la corriente, las altas y escarpadas montañas que se erguían en ocasiones a ambos márgenes del río empequeñeciéndolo. Toda había pasado ya. Volvíamos a Llavorsí, muertos todos de cansancio, algunos incluso dando alguna pequeña cabezada, todos muertos de frío. Un frío que fue entonces cuando más cruel se mostró. El estar dentro del agua había hecho que se enmascararan sus efectos gracias a que llevábamos pies y manos congeladas. Una vez fuera, nuestros pies y manos debían recobrar su estado natural, el calor corporal tan anhelado en ciertas ocasiones. La congelación fue rápida y casi no se notó, pero la descongelación fue dolorosa. Mis manos me ardían como si estuviesen puestas en la parrilla de San Lorenzo a merced de un fuego invisible. Pronto pasó el dolor y mis manos dejaron atrás el color morado para recobrar su tonalidad normal. Ya habíamos llegado de vuelta a Llavorsí. Lo primero que hicimos fue darnos una ducha. Por fin agua caliente. Vida de nuevo.

Antes de volver al piso, cogimos las fotos que nos habían estado haciendo durante la travesía. Una vez de vuelta a casa cenamos, y descansamos al fin en el sofá. Estábamos muertos, al menos yo, pero sacamos fuerzas para intentar ver una película: “La vida de Brian” de los Monty Piton. Poco duraron algunos viéndola, entre ellos nuestro guía que claudicó pronto a los designios de Morfeo, y también la valiente dama cuya cabeza terminó reposando en mi hombro, convertido momentáneamente en cómoda almohada dispuesta para su reposo. Nunca había visto la película y la verdad es que aunque graciosa, no estuvo a las expectativas que tenía yo de ella. Terminada la proyección cada mochuelo volvió a su nido, dispuestos a aprovechar cada minuto de la larga y oscura noche para descansar todo lo posible y afrontar el día siguiente con fuerzas y ganas. Y Morfeo, envuelto en la manta de la noche nos envolvió a todos.

Continuará…


Caronte.

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