La primera noche
se me pasó volada. El sueño que tenía, junto el cansancio derivado de un viaje
tan largo y cargado de emociones y nervios fueron los culpables que nada más
meterme en la cama me entregara a los designios de Morfeo. Bueno esto no es del
todo cierto. Antes de dormirme me tuve que acostumbrar a los tremendos
ronquidos que mi compañero de litera prefería. Estoy seguro que ni las
trompetas del juicio final, ni las que tiraron abajo las murallas de la bíblica
Jericó, sonaban como aquellos tremendos bufidos (dicho todo esto desde el más
absoluto cariño y aprecio que tengo hacia este magnífica persona). Lo bueno es
que iban acompasados, tenían ritmo, y gracias a eso y a los tapones para los
oídos me pude dormir. Superados estos inconvenientes, ya sí pude dormir del
tirón hasta la mañana siguiente.
Y llegó dicha mañana.
Lo que más me llamó la atención fue el silencio reinante, no solo ya en la
propia casa, sino también en el pueblo. El silencio de la montaña, gracias al
cual sabías que estabas allí. Nunca había experimentado tal silencio, en Madrid es muy complicado levantarte por
la mañana y que haya silencio, siempre hay un murmullo en la calle. En Llavorsí no lo había. Sólo se escuchaba
el silencio. No fui el primero en levantarme, mi compañero de sueño, ya estaba
despierto preparando el planning de aquel día. El objetivo principal del viaje
era hacer rafting en el río Noguera Pallaresa. ¡Quien me hubiera dicho a mí
hacía unos años que me iba a ir a hacer rafting y a pasar un fin de semana con
amigos, a un pueblecito en pleno pirineo leridano! Qué vueltas más increíbles
da la vida. Con posterioridad al viaje, me di cuenta de que una de las personas
con los que lo hice, cargado de ilusión, resultó no ser amigo, sino un falso.
Cosas de la vida.
Una vez se
levantaron el resto de miembros de la expedición, desayunamos. Antes de ir a
hacer rafting, tuvimos que preparar las provisiones para la aventura acuática,
y nada mejor para recargar fuerza en mitad de ella que un bocadillo de beicon
frito y queso. Para hacer tiempo antes de que llegara la hora de irnos hacia el
sitio desde donde saldríamos río abajo, el resto de los compañeros de viaje
decidieron ponerse a jugar un rato. Yo no me sentía con ganas y me senté en el
sofá. Me quedé dormido, totalmente sopas, hay fotos que lo atestiguan (fotos
sacadas a traición que conste). No sé si fue porque tenía sueño (creo que no
porque había dormido bastantes horas y bien dormidas), o porque estaba
completamente cagado de miedo ante lo que me esperaba. Supongo que la segunda
opción era la correcta. No es que tuviera miedo, porque entre todas las
actividades de cierto “riesgo” que hay en el amplio catálogo de los dementes
deportistas, el rafting era la única que realmente siempre quise hacer. No me
preguntéis por qué. Simplemente siempre me llamó la atención.
Pues me quedé
completamente dormido. Por suerte, me desperté antes de pasar la vergüenza de
que alguno de mis amigos me llamara. Llegó la hora. Bajamos hasta las
instalaciones desde las que debíamos partir. Una vez allí, y presentados a los
monitores, nos dieron la equipación (o disfraz de morcilla, como queráis). Un
traje de neopreno bien pegadito al cuerpo para que no pasara ni una gota de
agua (me río yo de esto), unas botas también de neopreno y un chaleco
salvavidas, a parte de un remo para cada uno y la balsa para todos. En la
balsa, barca, o como quiera que se denomine la lancha neumática sin motor en la
que nos subimos, íbamos a parte de mis amigos y yo mismo, dos parejas más, y el
monitor. El monitor merecería un largo comentario a parte, simplemente diré que
he conocido muy pocas personas con esa fuerza vital y esas ganas de divertirse
que este hombre tenía, para ser tan bajito y parecer tan mayor. Una cosa
curiosa también de nuestro monitor, es que mientras los que íbamos remando las
pasándolas canutas, intentando no caernos a las gélidas aguas del río, él iba
fumándose un pitillo, tan pancho.
Una vez
pertrechados con nuestro equipo acuático, o disfrazados de morcillas, como
algunos entre los que me incluyo íbamos, empezó la aventura. Toda la mañana y
parte de la tarde estuvimos metidos en la barca. Al timón el monitor,
lógicamente, a estribor cuatro miembros rasos de la tripulación, los mismos que
a babor, y uno más en la popa ya que éramos nueve las personas que íbamos en la
barca. Los primeros metros de río, y los primeros rápidos que íbamos pasando
fueron más que nada una primera toma de contacto con el río. Y vaya toma de
contacto. El agua no estaría a más de cinco grados, y se notaba. Por mucho
neopreno que lleváramos, y muchas botas cuya intención fuera protegernos e
impedir que entrara el agua, el agua entró y nos caló los pies, por lo menos a
mí. Al principio el frió fue casi mortal, nunca había notado algo tan frío, sin
embargo como el contacto fue tan continuado, el frío tornó rápidamente en fuego
y durante unos minutos los pies ardían, hasta que llegabas a no sentir nada.
Los nervios no notaban ya diferencia entre frío o calor, estaban completamente
dormidos, como la propia alma de la montaña, simplemente sabías que los tenías
al final de las piernas porque los veías.
Una vez superados
los primeros golpes que nos dieron las gélidas aguas de aquel río que la tarde
anterior parecía apacible, y los primeros nervios al estar en una barca más
inestable que un bebé dando sus primeros pasos, llegó la hora de divertirse
intentando remar. Cada vez que llegábamos a una zona de rápidos, el corazón se
me desbocaba porque la lancha se movía sin control alguno, se retorcía, quedaba
prácticamente a merced de la voluntad del río, por mucho que nos esforzáramos
todos en obedecer al monitor y remar hacia derecha o izquierda según nos
dijera. Era inútil. A veces el golpe que la lancha se daba contra las rocas, o
contra la propia superficie del agua, rota por la violencia del cauce, era tal
que el interior de la lancha se llenaba de agua. Había ocasiones en que la
persona a la que le tocaba ir en popa, y “descansar” de remar, ya que nos
íbamos turnando, desaparecía totalmente bajo el agua, ya que esa parte de la
lancha se sumergía en el agua. Un par de mis amigos les tocó ir en popa en esas
situaciones. No les envidio, por mucho que dijeran que fue increíble. Lo cierto
es que lo era. A mí me tocó ir en popa en una zona de relativa calma, sin
rápidos bruscos, o caídas fuertes. Pero también tragué agua, y me mojé
bastante. Pero dicen que el agua fría ayuda a no envejecer.
En más de una
ocasión estuvimos a punto de perder a algún miembro de la tripulación, por
suerte se pudo evitar. En un par de ocasiones fue un amigo mío el que casi se
vio sumergido en las aguas glaciares del Noguera
Palleresa, pero al final se pudo agarrar a las cuerdas de la lancha y
evitar el chapuzón. Viendo que nadie se iba al agua por más saltos y rápidos
que pasábamos, el monitor decidió buscar el accidente. Cada vez que podía nos
llevaba por la zona más violenta del río, buscando que la lancha se
encabritara, y cual caballo salvaje terminara por desmontar a alguno de
nosotros. Yo me lo empecé a oler y cada vez que veía que el monitor nos
acercaba a la zona chunga del rápido me preparaba para la embestida. Sin embargo
pasó algo muy curioso, y es que tanto buscó que alguno de nosotros cayera al
agua, que al final el que se dio un baño en esas cristalinas aguas fue él. Esto
fue gracioso, pero sólo cuando se volvió a subir a la lancha, porque hasta que
lo hizo nos quedamos sin timonel, y entre nosotros todavía no había ningún
barbarroja para dominar la embarcación. Todo acabó en una divertida anécdota.
A mitad de
jornada, paramos para descansar y recuperar fuerzas para la segunda mitad de la
aventura. En el descanso nos comimos los bocadillos de beicon que hicimos por
la mañana y que nos llevó una furgoneta que nos había estado siguiendo todo el
tiempo desde que partimos río arriba. Además desde esta furgoneta nos fueros
haciendo fotos. Fotos que muestran la primera parte de la travesía cuando
todavía estábamos frescos y con fuerzas, a medida que fuimos avanzando,
evitando caídas, dejando de sentir nuestras extremidades, las fuerzas empezaron
a desaparecer y solo quedaban las ganas. Una de las peores cosas que recuerdo de
aquella aventura fluvial, era que las manos se me pusieron moradas, del mismo
tono que una lombarda, cada dos por tres me ponía a dar palmas, como un gitano
encima de un tablao flamenco, pero sin guitarras de fondo. Gajes del oficio, si
se quería disfrutar del rafting había que pasar esa penitencia.
Tras el descanso
para comer reanudados la marcha. Ni diez minutos tuvimos de descanso. En esta
segunda parte pasamos a ser siete los tripulantes de la lancha, más el monitor,
ya que una de las parejas que venían con nosotros no habían contratado el
descenso completo en rafting. La segunda etapa de nuestro descenso fue más
tranquila en general, aunque los rápidos eran mucho más violentos que en la
primera parte. Ya eran unos rápidos de cierta entidad, con muchas rocas, ramas
de árboles, y sobre todo muy largos, durante los cuales había que mantener la
tensión todo el tiempo porque si no podías terminar dándote un baño, que no te
apetecía darte. En uno de estos largos rápidos, yo estuve a punto de caerme al
agua, pero para evitarlo solté el remo que llevaba y me agarré a la balsa. En
un primer momento pensé en no decir que había perdido un remo, pero al final lo
dije y tuvimos que frenar nuestro avance para buscarlo. Dio la casualidad de
que el remo se había metido en un remolino de agua cerca de unas rocas que
impedían que saliera a la superficie, estuvimos unos minutos esperando a que
apareciera. A mí la verdad es que daba un poco de vergüenza por haber sido el
único al que se le había caído el remo, pero al menos los allí presentes me
recordarán como el cobarde que tiró el remo al agua para salvarse del gélido
chapuzón, ¡con un par!
Nuestra aventura
acabó pasado el pueblo de Gerri de la
Sal, tras haber pasado bajo su puente. La verdad es que fue uno de los
momentos más bonitos que recuerdo subido a aquella lancha, básicamente porque
sabía que estábamos acabando, estaba muerto de frío y de cansancio, y lo único
que ya podía hacer era contemplar el magnífico y grandioso paisaje que nos
rodeaba por los cuatro costados. Al acabar tuvimos que sacar nosotros mismos la
lancha del agua y cargarla al remolque de la furgoneta que nos llevó de vuelta
a Llavorsí.
Una vez dentro de
la furgoneta, remontando el río como si fuéramos salmones camino del desove pero
al contrario que éstos nosotros por el duro y abrasivo asfalto, por aquella
carretera que no se separa nunca del río a quien acompaña en gran parte de su
curso pudimos al final descansar después de una larga travesía fluvial jalonada
de tensión por remolinos y rápidos. En ese trayecto me salió todo el cansancio
acumulado durante la jornada. Nadia hablada dentro de la furgoneta, el silencio
me volvió a hacer recordar donde estábamos y qué habíamos hecho aquel día;
pensaba en que si no hubiera conocido a las personas con las que iba en la
furgoneta no estaría allí y no lo hubiera pasado tan bien haciendo rafting
(aunque a con el tiempo a una persona me hubiera más gustado no conocer). En la
tranquilidad que proporcionaba la furgoneta pude al fin recuperar aquellas
imágenes que mi mente había cogido desde la lancha pero que no pude disfrutar
por tener que estar pendiente del río: los árboles que acercaban sus ramas al
cauce como queriendo beber de aquellas aguas, las rocas depositadas por
gigantes en medio de la corriente, las altas y escarpadas montañas que se erguían
en ocasiones a ambos márgenes del río empequeñeciéndolo. Toda había pasado ya.
Volvíamos a Llavorsí, muertos todos
de cansancio, algunos incluso dando alguna pequeña cabezada, todos muertos de
frío. Un frío que fue entonces cuando más cruel se mostró. El estar dentro del
agua había hecho que se enmascararan sus efectos gracias a que llevábamos pies
y manos congeladas. Una vez fuera, nuestros pies y manos debían recobrar su
estado natural, el calor corporal tan anhelado en ciertas ocasiones. La congelación
fue rápida y casi no se notó, pero la descongelación fue dolorosa. Mis manos me
ardían como si estuviesen puestas en la parrilla de San Lorenzo a merced de un
fuego invisible. Pronto pasó el dolor y mis manos dejaron atrás el color morado
para recobrar su tonalidad normal. Ya habíamos llegado de vuelta a Llavorsí. Lo primero que hicimos fue
darnos una ducha. Por fin agua caliente. Vida de nuevo.
Antes de volver al
piso, cogimos las fotos que nos habían estado haciendo durante la travesía. Una
vez de vuelta a casa cenamos, y descansamos al fin en el sofá. Estábamos
muertos, al menos yo, pero sacamos fuerzas para intentar ver una película: “La vida de Brian” de los Monty Piton.
Poco duraron algunos viéndola, entre ellos nuestro guía que claudicó pronto a
los designios de Morfeo, y también la valiente dama cuya cabeza terminó
reposando en mi hombro, convertido momentáneamente en cómoda almohada dispuesta
para su reposo. Nunca había visto la película y la verdad es que aunque
graciosa, no estuvo a las expectativas que tenía yo de ella. Terminada la proyección
cada mochuelo volvió a su nido, dispuestos a aprovechar cada minuto de la larga
y oscura noche para descansar todo lo posible y afrontar el día siguiente con
fuerzas y ganas. Y Morfeo, envuelto en la manta de la noche nos envolvió a
todos.
Continuará…
Caronte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario