La noche ya se
estaba abriendo paso entre las altas cumbres de los Pirineos leridanos. Las
sombras cada vez se alargaban más hasta que desaparecían cubriéndolo todo. La
poca claridad que quedaba nos dio la bienvenida a Llavorsí, un pequeño pueblo de calles empinadas y estrechas por las
que apenas cabía un coche, y esquinas cubiertas con placas de hielo con las que
tenías que tener mucho cuidado si no querías dar con tus huesos en el suelo.
Nuestra casa rural se encontraba en el centro del pueblo, en un edificio
antiguo aunque reformado con las máximas comodidades que el siglo XXI también
ha llevado hasta estos remotos valles pirenaicos. Las farolas terminaban de
encenderse y nosotros empezábamos a instalarnos.
Hace ya un año de
aquella escapada montañera que realicé con tres amigos y una amiga, muy
valiente por cierto por irse ella sola con cuatro chicos a un pueblo aislado de
los Pirineos. Hace un año, pero parecen muchos más en mi memoria. Parece que
haya pasado mucho más tiempo. La primera jornada de aquel viaje empezó pronto
por la mañana en Madrid, donde yo me tenía que encargar de recoger a dos de los
miembros de la expedición hacia el norte, a mi valiente amiga y a alguien al
que un día consideré y quise como un hermano pero que a la postre hubiera
preferido no tener que recoger nunca. Desde Madrid nos dirigimos los tres hasta
el punto de encuentro con los otros dos miembros del grupo: nuestro chófer y
nuestro guía, ambos buenos aventureros, sin los cuales esta aventura que
comenzaba en aquel momento no hubiera sido igual.
El viaje iba a ser
largo, teníamos que atravesar media España para llegar al corazón de los
Pirineos, por eso la música era imprescindible. Cada miembro de la expedición eligió
veinte canciones de su gusto para llevar en el coche, y una vez mezcladas todas
irían sonando para amenizar nuestra larga marcha al norte. Aún así, el viaje
fue tan largo que dio tiempo a que se escucharan de nuevo alguna que otra canción.
Gracias a esta amalgama de canciones pude descubrir algún que otro grupo u
género musical que tras el viaje se incorporaron a mi propio repertorio.
Paramos a comer en
la ciudad de Lérida, o Lleida como
la llaman en el dialecto local. No nos complicamos la vida y fuimos a un
restaurante típico ya en cualquier ciudad española, un wok. Después de comer, una vez recuperamos las fuerzas y
descansamos, hicimos acopio de vituallas, para poder pasar las tres noches que
íbamos a pasar en Llavorsí comiendo
bien. Si el coche iba ya hasta arriba con nuestros respectivos equipajes y
sacos de dormir, ya que en el apartamento no nos daban más que las camas sin
una mísera sábana con la que cubrirnos en las frías noches norteñas, cuando
metimos toda la compra que hicimos más que coche aquello parecía una furgoneta
de carga y descarga. Éramos los roper.
Llevábamos comida por todo el habitáculo del coche, entre nuestras piernas, en
la bandeja trasera, en el salpicadero. Tuvimos que hacer un verdadero juego de tetris para poder encajar toda la compra
en el maletero. El retrovisor interior del coche pasó a ser un elemento
decorativo y se dejó su funcionalidad en Lérida, ya que no se veía absolutamente
nada por la luna trasera del coche. Como ejemplo de esta situación, tan
surrealista para mí, he de decir que llevábamos una docena de huevos instalada
en el salpicadero del coche, como si fuera un aparato de GPS que nos estuviera
dando la ruta a seguir.
Una vez hecho
acopio de las provisiones necesarias, reiniciamos nuestro camino hacia la
montaña. Atisbamos a los primeros emisarios de los Pirineos cuando el Sol
dejaba ya un rastro anaranjado, casi dorado sobre los campos, la carretera y
las montañas. Nos adentramos en una serie de valles que nos conducirían solos
hasta nuestro destino. La luz y las sombras empezaron a jugar entre las ya muy
altas montañas, que preludian las altas cumbres catalanas. El paisaje que
íbamos dejando atrás era bellísimo. Ya no llevábamos música, simplemente contemplábamos
la majestuosidad y la grandeza de la montaña, pétrea, quieta, fría. No era
necesario escuchar nada más que el ruido que hacía el coche deslizándose por
esa carretera que abrazaba al valle y se amoldaba al mismo, como queriendo
formar parte de una naturaleza grandiosa. En ese momento para mí desapareció
todo, y solo me quedé con las montañas, con su silenciosa compañía, pensando, sintiéndome
sobrecogido, menguado como si fuera una hormiga, contemplando los rasgos más
visibles de la fuerza de la tierra, las montañas; fuerza pretérita, ya apagada
pero que sigue estando presente. Durante los segundo, o incluso minutos, en los
que todo a mi alrededor desapareció, sentí una paz inmensa. Era feliz.
Una vez pasado un
primer tramo de valle angosto, pasamos a otro algo más abierto y que permitía
contemplar con mayor facilidad la grandeza de las montañas que nos acogían en
su seno. El Sol ya sólo iluminaba la parte más altas de las montañas, aunque
todavía si encontraba huecos en el conjunto de las montañas se dejaba querer
algo más. Los cinco ocupantes del coche sabíamos que íbamos a llegar a nuestro
destino cuando el Sol ya se hubiera puesto, o estuviese a punto de hacerlo.
Pero nos daba igual, teníamos ganas de llegar a Llavorsí, descansar y disfrutar
de los días que teníamos por delante entre amigos (todavía por aquel entonces
todos amigos).
En este segundo
valle que nos terminaría conduciendo hasta nuestra casa, al menos por unos
días, se iban sucediendo pequeños pueblos, por los que pasábamos como una exhalación
pero que podías ver que tenían su encanto. Además llevábamos siempre por compañía,
indistintamente a derecha o a izquierda al río, al Noguera Pallaresa. Río que al día siguiente nos conocería y al que
tendríamos que rendir cuentas. Pero no adelanto acontecimientos. El río como he
dicho nos acompañaría hasta nuestro destino. La carretera seguía siempre su
curso, bailaba con él una especia de vals arrítmico, que permitía que todos los
que íbamos en el coche pudiéramos contemplar ese río de aguas rápidas que
precipitaban rápidamente queriendo buscar un compañero que le acompañara hasta
el tan anhelado mar.
Entre los pueblos
que recuerdo pasar y que intentaba fijar en mi memoria, para no olvidar aquella
aventura a la que me había lanzado con un grupo de amigos, están Gerri de la Sal, Sort y Rialp, que son
los pueblos inmediatamente anteriores a Llavorsí,
nuestro centro de operaciones. El más grande de todos ellos Sort, famoso en
toda España porque alberga la administración de loterías más famosa de España
la Bruixa d’Or, aunque de oro son sus propietarios que por supersticiones de la
gente ven como miles de personas compran allí sus décimos de lotería. Los otros
dos pueblos son meras pedanías, apenas una fila de casas agrupadas a ambos
márgenes de la carretera. Mención aparte requerirá más adelante Gerri de la Sal, con su puente e
iglesia al otro lado del río.
Por mucho que el
Sol hizo por aguantar hasta vernos arrivar a nuestro destino, le fue imposible.
El día había sido muy largo, pero al fin estábamos en Llavorsí. Por muchas fotos que hubiera visto en Google Earth de
este pueblo, ninguna hubiera mostrado la verdadera belleza de este pueblecito
de casas de piedra y tejados negros de pizarra, enclavado en un quiebro del
Noguera Pallaresa que abraza al pueblo como si fueran dos furtivos amantes. Cuando
aparcamos el coche ya ni siquiera las cumbres de las altas montañas entre las
cuales nos encontrábamos quedaban iluminadas por los últimos rayos de sol. Si
costó meter todo el equipaje y posteriormente la comida en el maletero, no fue más
sencillo sacarlo todo y llevarlo hasta el apartamento, más aún teniendo en
cuenta que habíamos aparcado algo alejados de él por la difícil conducción que
hubiera supuesto para los que no estamos acostumbrados circular por las
empinadas calles del pueblo. Pero se consiguió. Logramos llegar hasta el piso.
Tomamos posesión del castillo. El castillo, como me he permitido llamarlo de
manera poética, me resultó bastante más cómodo que lo que a simple vista y por
las fotos que había visto me había parecido. Había tres habitaciones, una con
cama de matrimonio, agenciada directamente por nuestra valiente dama; y
otras dos habitaciones con literas. Yo me acomodé con el guía aventurero de
nuestra expedición, y el chófer que nos condujo tan hábilmente hasta Llavorsí
compartió habitáculo con el quinto miembro del grupo.
Una vez instalados
y cenados, nos fuimos directamente a dormir. Estábamos muertos, al menos yo.
Para mí había sido un día de muchos sentimientos todos ellos buenos, y sólo era
el primero de los que iba a pasar con esta tropa. El cansancio salió solo, por
lo que tras decidir el planning para el día siguiente cada mochuelo se marchó a
su olivo, en este caso saco de dormir. Si este primer día fue duro, y estuvo
cargado de emociones y experiencias que difícilmente podré olvidar, para bien o
para mal, el día que nos esperaba cuando el Sol volviera a lucir sus
esplendidos y cálidos rayos a la mañana siguiente no se quedó a la zaga. Pero
eso ya es harina de otro costal.
Continuará…
Caronte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario