miércoles, 25 de febrero de 2015

El Vals del Emperador (I)

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Todas las partidas son momentos extraños a los que uno no termina de acostumbrarse nunca, a pesar de hacerlas muy a menudo. Por mucho que se esté viajando casi todos los meses por trabajo el inicio de cada uno de estos viajes siempre es diferente por muy rutinarios que terminen siendo. Siempre hay nervios por cómo va a ser esta vez el viaje, por qué es lo que puede cambiar, por el lugar al que por obligación o devoción se tiene que ir. Por esto los aeropuertos siempre han sido para él lugares en los que nunca se ha terminado de sentir a gusto; lugares donde todos son extranjeros, pasajeros, viajantes, personas temporales que van o vienen, se marchan para siempre o vuelven después de mucho tiempo fuera de casa.

Aquella mañana no fue diferente y a pesar de que esa vez el viaje que iba a emprender lo haría acompañado y lo hacía por placer, estaba igual o más nervioso que de costumbre. El Aeropuerto Internacional Adolfo Suárez, como al final a pesar de las reticencias, las quejas y las impertinencias de ciertos grupos políticos se terminó conociendo al que durante muchas décadas fue el Aeropuerto de Barajas, siempre le produjo una sensación de libertad a la vez que le inspiraba temor. Desde que por primera vez fuera con sus padres, hace ya décadas, a Estambul, en lo que siempre consideró su primer viaje en avión, aunque sabía que no había sido así ya que siendo él muy pequeño, cuando apenas contaba con dos o tres años, viajó a las Islas Canarias, a Lanzarote, para pasar probablemente sus primeras vacaciones en la playa, los aeropuertos siempre habían sido para él la puerta de salida a la libertad, a despegarse de su vida normal, corriente y monótona, y a poder respirar y conocer otros mundos tan semejantes y a la vez tan distantes del suyo.

Pero los aeropuertos siempre fueron también los lugares en los que las despedidas siempre eran más amargas. Esos lugares donde partía para una o dos semanas, a veces incluso varios meses, y donde se despedía de sus padres. Su madre siempre se echaba a llorar y le daba muchos besos en la cara, en las dos mejillas dejando siempre esa humedad incómoda de la saliva que él siempre se limpiaba con la mano. Su padre siempre le despedía de manera menos efusiva, simplemente con un abrazo, intentando consolar más a su madre que preocupándose por él. Esas despedidas siempre se resultaron incómodas, nunca se sintió demasiado unido a sus padres, nunca tuvo esa confianza ciega, total y absoluta en ellos como veía que tenían las demás personas que antes o después pasaron por su vida en forma de amigos, compañeros de estudios o de trabajo. Siempre se sintió como encerrado y aprisionado por su familia, por tener que  hacer siempre de buen hijo, de hijo modelo para que sus padres pudieran presumir y, en cierta manera, despreciar a quienes no eran como él criticando a sus amigos que repetían algún curso en el instituto, a los que no habían decidido estudiar una carrera tan dura y habían optado por otra más sencilla. Sin embargo a pesar de esos sentimientos siempre terminaba sintiéndose más por pensar esas cosas y sentir ese descanso al separarse de sus padres cada vez que se iba de viaje por estudios o trabajo cuando era más joven. Ahora ya esos recuerdos estaban muy lejanos, más aún desde que sus padres murieran en un accidente de tráfico al volver del pueblo.

Por eso aquella mañana cuando iba a marcharse a pasar el final de año a Viena acompañado por ella, todos esos recuerdos buenos y malos se le cruzaron por la mente. De vez en cuando recordaba fragmentos de su vida pasada, de una vida que vivió de la mejor manera posible, o eso es lo que pensaba mientras la vivía, pero que ahora sabía que no había sido una manera buena. Siempre llevaba consigo la losa de melancolía y remordimiento por todo aquello que no hizo y que tuvo que haber hecho, de lo que dijo y quizá debería haber callado, pero también de todo aquello que hizo y luego supo que si no lo hubiera hecho mejor le habrían ido las cosas, o de todo lo que dijo sin tener que haberlo dicho. Pero cada persona es un mundo, y como una vez le dijo un compañero de la universidad cada uno debe hacer siempre aquello que le haga sentirse feliz en cada momento, ya habrá tiempo de juzgar los actos realizados y las palabras dichas y ver si fueron adecuadas o no. Pero nunca hizo caso de los consejos de sus amigos, siempre pensó que en algún momento algo cambiaría porque sí. Ese momento nunca llegó.

Se iba a Viena con ella porque así él se lo había pedido hacía un año. No tenía claro que ella fuera a aceptar teniendo en cuenta que tenían una relación bastante extraña, que no se podía considerar de pareja, o sí quien sabe, pero que no distaba mucho de serlo. Ella dijo que sí y nada más hacerlo, a primeros del mes de enero, pidió las entradas para el Concierto de Año Nuevo. Y por esa razón aquella mañana luminosa, de esas mañanas muy típicas del mes de diciembre en Madrid, se encontraba esperándola en el mostrador de la compañía aérea que les llevaría hasta la capital del antiguo Imperio Austrohúngaro, a la capital de la música, de Sisi emperatriz, del barroco: a Viena. Desde pequeño había visto todos los años cada primero de enero el Concierto de Año Nuevo retransmitido por el primer canal de televisión española. Muy pocas veces se lo había perdido, y cuando lo había hecho no era por voluntad propia sino por asuntos que requerían se total atención o porque estuviera pasando el Fin de Año en algún lugar del mundo en el que no pudiera verlo por televisión. También quiso siempre ir hasta Viena algún año para poder ver el Concierto en vivo, sentado en una de las butacas de la Sala Dorada de la Musikverein siguiendo atentamente los compases y el ritmo de los valses, polkas y marchas que la Filarmónica de Viena interpretara bajo la dirección de la batuta de algún maestro de la música clásica.

Nunca le gustó llegar tarde a los sitios ni que le esperara nadie en una cita, ya fuera con amigos, por trabajo o cuando había quedado con una chica, aunque en este último caso hubieran sido muy pocas las ocasiones en las que se podría haber producido un retraso por su parte. Podría contar con los dedos de las manos, y le sobraría algunos, las veces que había llegado tarde a alguna cita. Las veces que había llegado tarde siempre estaban más que justificadas, si es que en algún caso un retraso en una cita sea cual sea el ámbito o la índole de la misma está justificado y no se pueda achacar a la falta de previsión. Por ese gusto a la puntualidad llegó antes de la hora convenida con ella para encontrarse en el aeropuerto. Por esa misma razón él ya estaba esperándola con su maleta cerca del mostrador donde debía facturar su equipaje para Viena.

Como siempre que quedaban ella estaba radiante, con su melena castaña suelta, ondulada como lo está el mar cuando se prevé que va a haber temporal. Levaba una maleta grande y otra pequeña como equipaje de mano y colgado del hombro un bolso ni muy grande ni muy pequeño, justo lo que siempre consideró un bolso y no esos sacos sin fondo que siempre veía que llevaban las mujeres en su trabajo o simplemente por la calle, donde podría caber desde un pintalabios hasta un gato para levantar un coche y cambiarle la rueda tras un pinchazo. Estaba guapísima, pensó él, y mientras la miraba caminar con ese paso firme, moviendo las caderas como sólo ella sabía, con ese movimiento que le cautivó desde el primer momento en que la vio y supo que la quería a ella, ella le sonrió y él tímidamente, como siempre hacía ante las muestras de cariño, le devolvió la sonrisa sabiendo que por mucho que lo intentara nunca llegaría a sonreír tan sinceramente como ella lo hacía.

Siempre fue muy tímido, y muy torpe quizá también, con las mujeres, con todo el sexo opuesto al suyo. Cada vez que una chica le gustaba y esa chica estaba en su presencia, él se sentía intimidado, con mucha vergüenza y también con algo de miedo, vergüenza a que ella se diera cuenta del pudor que él sentía cada vez que la miraba, y miedo a que si él le dijera algo ella le ignorara o le hiciera de menos. Por eso nunca se atrevió a ir más allá. Nunca supo superar ese miedo escénico que sentía cuando se empezaba a mover por el terreno de la atracción física, de los sentimientos profundos dominados por el corazón y por el deseo, del coqueteo o de la simple relación con una chica. Por esto no había tenido nunca pareja, o al menos nunca sus amigos le habían conocido novia, o rollo, o nada más serio o menos formal. La verdad es que siempre tuvo esa losa sobre sí mismo, siempre se dijo que si sus padres no le hubieran metido en la cabeza que los estudios eran lo primero, por encima de cualquier otra cosa, y que para todo lo demás ya habría tiempo en la vida, probablemente hubiera disfrutado más de la vida, de su juventud, esa que él siempre ha dicho que no disfrutó, y su relación con las chicas hubiera empezado cuando debería haber empezado en el colegio cuando era más un juego de a ver quién del grupo de amigo se atrevía a decirle algo a tal o cual chica. Pero esa losa del deber del estudio pesó más que cualquier otra y nunca se la quitó, o cuando lo hizo ya consideró que todo estaba perdido y que no iba a saber qué hacer ni cómo actuar al relacionarse con una mujer.

Nada más llegar ella a su altura, y sin perder ni un ápice de su sonrisa, le dijo:
– ¿Llevas mucho tiempo esperando?
– No, apenas unos minutos. Ya sabes que no me gusta que me esperen y que no me importa esperar hasta la hora convenida, incluso un poco más si la causa lo merece, como es el caso cada vez que espero para verte de nuevo – le contestó él, siempre intentando mantener una sonrisa semejante a la que ella le brindaba pero que apenas conseguía ser una copia barata, de los chinos, burda y poco sentimental, más bien fría.
– ¿Con que hubiera merecido la espera, eh? – añadió ella, sarcástica, socarronamente usando ese tono burló que tanto le gustaba a él y que siempre intentaba buscar en ella.
– Te hubiera esperado hasta el último minuto de mi vida si hubiera sido necesario, ya lo sabes.
– ¡Cómo te ha gustado siempre exagerar! – exclamó ella levantando la vista al techo de bambú de la Terminal 4 del aeropuerto madrileño, riéndose.

– No exagero, lo único exagerado que hay ahora mismo en este aeropuerto es tu belleza, las ganas que tengo de estar en Viena contigo y de hacerte el amor hasta acabar reventado, y los gritos de ese crío que están a punto de hacer revenar los tímpanos de su madre, si es que no han reventado ya y no le oye por estar más sorda que una tapia. – Dijo él mirando hacia un rincón del aeropuerto, muy cerca de donde estaban parados, donde había una mujer entrada en carnes con dos críos pequeños, uno ensimismado jugando con una consola portátil a algún videojuego de matar violentamente a alguien y el otro pegando unos gritos que ni un torturado por la Santa Inquisición. La madre con cara de hartazgo terminó por soltar un sonoro guantazo al niño gritón que, aparte de sonar como si un músico hubiera chocado dos platillos en el momento más apoteósico de una pieza musical, terminó por silenciar los chillidos maníacos del niño que no tendría más de seis años.

Caronte.

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