Tras ver el muro
perimetral, decidimos ver los barracones donde “vivían” los prisioneros. De
todos los módulos para prisioneros que llegó a tener el Campo de Dachau,
actualmente sólo han dejado en pie un par de ellos, mientras que del resto sólo
quedan las plataformas encima de las cuales se levantaban las edificaciones.
Los barracones dormitorios son unas edificaciones simples, de una sola planta,
alargadas y no muy anchas. Dentro de ellas apenas hay un par de salas. El
espacio principal estaba ocupado por literas de madera sin colchón alguno, una
encima de otra, y tupiendo todo el espacio aprovechando al máximo todo hueco
disponible. Es fácil imaginar el nivel de hacinamiento de los presos que allí
pasaron muchos meses de sus vidas, temiendo diariamente ser vilmente asesinados
o maltratados, o es posible que deseando que llegara la muerte para quedar
libres de aquel infierno en vida que estaban pasando. Algo que me llamó la
atención fue la zona de los retretes. Todos estaban juntos una al lado del otro
en dos hileras una enfrente de la otra, sin intimidad alguna, aunque qué más
daría la intimidad en una situación como la que se podía dar en aquel sitio. La
sensación con la que salí de los barracones de los prisioneros fue que más que
destinados a seres humanos, estaban destinados a alojar a animales que esperan
su turno para ser sacrificados. Allí dentro sí que se sentida el silencio,
pocos de los que visitaron a la vez que yo aquellos dormitorios hablaban o
cruzaban palabra con nadie. Frío, mucho frío se sentía allí dentro.
Pero aún quedaba
un golpe más que nuestras conciencias tendrían que soportar. Después de salir
del barracón de los prisioneros no dirigimos hacia el final del Campo de
Concentración, hacia la zona más alejada de la entrada y del edificio
principal. En el fondo nos quedaba muy poco por ver. Sin embargo lo que faltaba
hubiera sido más que suficiente si lo que buscamos aquella manara eran
emociones fuertes que permanecieran constantemente con nosotros en nuestro
recuerdo. Nos dirigimos hacia los edificios que albergaban la cámara de gas y
los hornos crematorios. El camino lo hicimos en silencio, no tanto como el que
habíamos guardado hasta entonces, pero sí mayor del habitual en aquel viaje
hasta ese día. No sé Alex o Juan Carlos, yo sí estaba afectado por Dachau. Todo
lo que allí estaba viendo estaba calando muy profundamente en mí, y muy
probablemente se fijaría en mi memoria para ir conmigo siempre.
El edificio de los
hornos crematorios y de la cámara de gas es una construcción rústica de
ladrillo, con tejado a dos aguas y muchas chimeneas en el mismo. Esas chimeneas
por sí solas ya anunciaban sin mayor estridencia qué es lo que nos íbamos a
encontrar allí dentro. A decir verdad el entorno del edificio crematorio era el
más bonito de todo el Campo, rodeado de árboles y jardines bien cuidados. Una
crueldad más a la que someter a los prisioneros que hasta allí fueran
conducidos para “ducharse”. Nada más entras al edificio nos encontramos con una
sala con varias cabinas de cremación. Parecían los hornos donde los panaderos
hacen pan en nuestros pueblos, pero la finalidad de los que aquel día estábamos
viendo estaba más que clara y creo que no necesita explicación alguna.
Sin embargo
aquello que terminó por helarnos la sangre del todo, por acallarnos por
completo, por hacernos dejar de pensar e incluso de sentir fue la cámara de
gas. Una sala cuadrada, de techo bastante bajo y apenas con luz, llena de
orificios de varios tamaños, formas y disposiciones, en paredes, suelo y techo.
Por esos orificios llegaba la muerte. Por esos orificios se iba la vida, si es
que alguno de los que hasta allí llegaran por mucho que les latiera el corazón
pudo decirse que estaba vivo. Dentro de esa pequeña habitación, claustrofóbica,
intenté estar un par de minutos recordando, supongo que rezando por aquellos
que en salas semejantes por toda Europa murieron hace setenta años, pero no
pude. Me salí enseguida. No aguantaba más allí dentro pensando en la angustia
de los que allí entraron engañados, creyendo que iban a recibir una ducha, al
darse cuenta que lo que iban a hacer allí era morir sin haberse despedido de
nadie. Esa sala por sí misma representa toda la maldad que puede llegar a idear
el hombre. Esa sala de la vergüenza para el ser humano.
Tras ver la cámara
de gas decidí que yo ya había visto suficiente, y aunque todavía quedaban un
par de salas con más hornos crematorios mi visita ya había acabado. Me salí
afuera, a que me diera el aire, a respirar. Nunca había necesitado más el aire,
ni siquiera ese mismo día nada más empezar la visita a Dachau. Quien pretenda
visitar un campo de concentración debe ir preparado para encontrar el horror.
No sé si yo estaba preparado. Poco después de salir yo, mis dos compañeros de
viaje también lo hicieron. Pocas palabras cruzamos sobre lo que acabábamos de
ver. Pero es que pocas palabras quedan dentro de uno tras ver aquello, y poco
se puede comentar de algo que todos sabemos lo que supuso. Quiero decir que en
Dachau no murió nadie en la cámara de gas, porque no dio tiempo a usarla. Pero
este dato da igual. ¿Qué más da si murió alguien o no, si el objetivo estaba
claro?
A pesar de que
todavía nos quedaban varias cosas por ver, la visita ya no fue igual que hasta
entonces. El paso por la cámara de gas creo que nos afectó a los tres y ahondó
el silencio que se había apoderado de nuestro espíritu aquella mañana. Tras la
visita al edificio de la muerte, solo nos quedaban por ver los memoriales
construidos por las diferentes confesiones religiosas. Muy cerca del edificio
del crematorio estaba el memorial ortodoxo ruso, que no era ni más ni menos que
una iglesia votiva típica de cualquier pueblecito ruso, construida en madera y
muy bonita por cierto. Luego nos dirigimos al memorial cristiano protestante,
que era una construcción gris de hormigón, horrorosa y fría; el memorial
cristiano católico no recuerdo muy bien cómo era pero no tuvo que ser demasiado
impresionante para que no dejara poso en mi memoria. Sin embargo el que sí me
impresionó fue el memorial judío.
Este memorial
consta de una gran estructura que se abre en medio de la tierra a través de una
rampa que desciende lentamente hacia una especia de gruta en la que en unos
huecos hechos en las paredes hay unas velas destinadas al recuerdo de todas las
almas que perecieron en aquel Campo de Concentración. La estructura se va
estrechando a medida que uno profundiza en ella y se va oscureciendo por la
falta de luz solar. Poco a poco se va haciendo más íntima, y permite a los que
pasamos a verla recogernos sobre nosotros mismos y pensar, recordar y rezar en
la lengua que queramos y al dios que nos venga en gana o en el que creamos. De
todos los memoriales que hay en Dachau el judío fue el que más me conmovió.
Una vez visitado
el memorial ya era hora de ir acabando la visita a Dachau. Ya no había más que
ver, y lo que ya llevábamos visto había sido más que suficiente. Nos
encaminamos a la salida a través de la avenida central arbolada del Campo de
Dachau, donde en su día se debía congregar la poca vida que los prisioneros
allí encerrados tuvieran para charlas con sus compañeros de cautiverio. Esa
avenida, ahora vacía y solitaria, jalonada por los grandes árboles que con los
años han ido creciendo y proporcionando algo de belleza a un lugar que tan
malos y trágicos recuerdos evoca nos condujo de nuevo frente al edifico
principal. Giramos a la derecha y cruzamos de nuevo el edifico de entrada con
la torre de madera de vigía que corona el cuerpo central del mismo.
Antes de irnos
para siempre de aquel centro de dolor, recuerdos y silencio, nos pasamos por la
tienda del centro de atención al visitante. Todo lo que había tenía que ver con
el sufrimiento que lugares como aquel infligieron en todo un pueblo como el
judío. Libros, novelas, fotografía, tazas, postales, todo llevaba consigo el
objetivo de hacer recordar al comprador qué había sido Dachau. Yo vi un libro
que me interesó y que tendría que haber comprado, porque ahora no recuerdo cual
era el título y me arrepiento de no haberlo comprado. Volvimos al coche y pusimos
rumbo de nuevo a la residencia de estudiantes donde nos estaría esperando ya
Ángel. Allí dejamos Dachau, la historia, la desgraciada historia reciente de
Europa, pero con nosotros nos llevamos el recuerdo y el silencio.
Caronte.
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