miércoles, 4 de febrero de 2015

Recuerdo y silencio (Parte III)

Tras ver el muro perimetral, decidimos ver los barracones donde “vivían” los prisioneros. De todos los módulos para prisioneros que llegó a tener el Campo de Dachau, actualmente sólo han dejado en pie un par de ellos, mientras que del resto sólo quedan las plataformas encima de las cuales se levantaban las edificaciones. Los barracones dormitorios son unas edificaciones simples, de una sola planta, alargadas y no muy anchas. Dentro de ellas apenas hay un par de salas. El espacio principal estaba ocupado por literas de madera sin colchón alguno, una encima de otra, y tupiendo todo el espacio aprovechando al máximo todo hueco disponible. Es fácil imaginar el nivel de hacinamiento de los presos que allí pasaron muchos meses de sus vidas, temiendo diariamente ser vilmente asesinados o maltratados, o es posible que deseando que llegara la muerte para quedar libres de aquel infierno en vida que estaban pasando. Algo que me llamó la atención fue la zona de los retretes. Todos estaban juntos una al lado del otro en dos hileras una enfrente de la otra, sin intimidad alguna, aunque qué más daría la intimidad en una situación como la que se podía dar en aquel sitio. La sensación con la que salí de los barracones de los prisioneros fue que más que destinados a seres humanos, estaban destinados a alojar a animales que esperan su turno para ser sacrificados. Allí dentro sí que se sentida el silencio, pocos de los que visitaron a la vez que yo aquellos dormitorios hablaban o cruzaban palabra con nadie. Frío, mucho frío se sentía allí dentro.

Pero aún quedaba un golpe más que nuestras conciencias tendrían que soportar. Después de salir del barracón de los prisioneros no dirigimos hacia el final del Campo de Concentración, hacia la zona más alejada de la entrada y del edificio principal. En el fondo nos quedaba muy poco por ver. Sin embargo lo que faltaba hubiera sido más que suficiente si lo que buscamos aquella manara eran emociones fuertes que permanecieran constantemente con nosotros en nuestro recuerdo. Nos dirigimos hacia los edificios que albergaban la cámara de gas y los hornos crematorios. El camino lo hicimos en silencio, no tanto como el que habíamos guardado hasta entonces, pero sí mayor del habitual en aquel viaje hasta ese día. No sé Alex o Juan Carlos, yo sí estaba afectado por Dachau. Todo lo que allí estaba viendo estaba calando muy profundamente en mí, y muy probablemente se fijaría en mi memoria para ir conmigo siempre.

El edificio de los hornos crematorios y de la cámara de gas es una construcción rústica de ladrillo, con tejado a dos aguas y muchas chimeneas en el mismo. Esas chimeneas por sí solas ya anunciaban sin mayor estridencia qué es lo que nos íbamos a encontrar allí dentro. A decir verdad el entorno del edificio crematorio era el más bonito de todo el Campo, rodeado de árboles y jardines bien cuidados. Una crueldad más a la que someter a los prisioneros que hasta allí fueran conducidos para “ducharse”. Nada más entras al edificio nos encontramos con una sala con varias cabinas de cremación. Parecían los hornos donde los panaderos hacen pan en nuestros pueblos, pero la finalidad de los que aquel día estábamos viendo estaba más que clara y creo que no necesita explicación alguna.


Sin embargo aquello que terminó por helarnos la sangre del todo, por acallarnos por completo, por hacernos dejar de pensar e incluso de sentir fue la cámara de gas. Una sala cuadrada, de techo bastante bajo y apenas con luz, llena de orificios de varios tamaños, formas y disposiciones, en paredes, suelo y techo. Por esos orificios llegaba la muerte. Por esos orificios se iba la vida, si es que alguno de los que hasta allí llegaran por mucho que les latiera el corazón pudo decirse que estaba vivo. Dentro de esa pequeña habitación, claustrofóbica, intenté estar un par de minutos recordando, supongo que rezando por aquellos que en salas semejantes por toda Europa murieron hace setenta años, pero no pude. Me salí enseguida. No aguantaba más allí dentro pensando en la angustia de los que allí entraron engañados, creyendo que iban a recibir una ducha, al darse cuenta que lo que iban a hacer allí era morir sin haberse despedido de nadie. Esa sala por sí misma representa toda la maldad que puede llegar a idear el hombre. Esa sala de la vergüenza para el ser humano.

Tras ver la cámara de gas decidí que yo ya había visto suficiente, y aunque todavía quedaban un par de salas con más hornos crematorios mi visita ya había acabado. Me salí afuera, a que me diera el aire, a respirar. Nunca había necesitado más el aire, ni siquiera ese mismo día nada más empezar la visita a Dachau. Quien pretenda visitar un campo de concentración debe ir preparado para encontrar el horror. No sé si yo estaba preparado. Poco después de salir yo, mis dos compañeros de viaje también lo hicieron. Pocas palabras cruzamos sobre lo que acabábamos de ver. Pero es que pocas palabras quedan dentro de uno tras ver aquello, y poco se puede comentar de algo que todos sabemos lo que supuso. Quiero decir que en Dachau no murió nadie en la cámara de gas, porque no dio tiempo a usarla. Pero este dato da igual. ¿Qué más da si murió alguien o no, si el objetivo estaba claro?

A pesar de que todavía nos quedaban varias cosas por ver, la visita ya no fue igual que hasta entonces. El paso por la cámara de gas creo que nos afectó a los tres y ahondó el silencio que se había apoderado de nuestro espíritu aquella mañana. Tras la visita al edificio de la muerte, solo nos quedaban por ver los memoriales construidos por las diferentes confesiones religiosas. Muy cerca del edificio del crematorio estaba el memorial ortodoxo ruso, que no era ni más ni menos que una iglesia votiva típica de cualquier pueblecito ruso, construida en madera y muy bonita por cierto. Luego nos dirigimos al memorial cristiano protestante, que era una construcción gris de hormigón, horrorosa y fría; el memorial cristiano católico no recuerdo muy bien cómo era pero no tuvo que ser demasiado impresionante para que no dejara poso en mi memoria. Sin embargo el que sí me impresionó fue el memorial judío.

Este memorial consta de una gran estructura que se abre en medio de la tierra a través de una rampa que desciende lentamente hacia una especia de gruta en la que en unos huecos hechos en las paredes hay unas velas destinadas al recuerdo de todas las almas que perecieron en aquel Campo de Concentración. La estructura se va estrechando a medida que uno profundiza en ella y se va oscureciendo por la falta de luz solar. Poco a poco se va haciendo más íntima, y permite a los que pasamos a verla recogernos sobre nosotros mismos y pensar, recordar y rezar en la lengua que queramos y al dios que nos venga en gana o en el que creamos. De todos los memoriales que hay en Dachau el judío fue el que más me conmovió.

Una vez visitado el memorial ya era hora de ir acabando la visita a Dachau. Ya no había más que ver, y lo que ya llevábamos visto había sido más que suficiente. Nos encaminamos a la salida a través de la avenida central arbolada del Campo de Dachau, donde en su día se debía congregar la poca vida que los prisioneros allí encerrados tuvieran para charlas con sus compañeros de cautiverio. Esa avenida, ahora vacía y solitaria, jalonada por los grandes árboles que con los años han ido creciendo y proporcionando algo de belleza a un lugar que tan malos y trágicos recuerdos evoca nos condujo de nuevo frente al edifico principal. Giramos a la derecha y cruzamos de nuevo el edifico de entrada con la torre de madera de vigía que corona el cuerpo central del mismo.


Antes de irnos para siempre de aquel centro de dolor, recuerdos y silencio, nos pasamos por la tienda del centro de atención al visitante. Todo lo que había tenía que ver con el sufrimiento que lugares como aquel infligieron en todo un pueblo como el judío. Libros, novelas, fotografía, tazas, postales, todo llevaba consigo el objetivo de hacer recordar al comprador qué había sido Dachau. Yo vi un libro que me interesó y que tendría que haber comprado, porque ahora no recuerdo cual era el título y me arrepiento de no haberlo comprado. Volvimos al coche y pusimos rumbo de nuevo a la residencia de estudiantes donde nos estaría esperando ya Ángel. Allí dejamos Dachau, la historia, la desgraciada historia reciente de Europa, pero con nosotros nos llevamos el recuerdo y el silencio.

Caronte.

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