El primer lugar al
que nos dirigimos fue la zona de celdas de detención y castigo, y al módulo de
presos especiales, donde estos podían tener un tratamiento diferenciado del
resto y una celda para uno solo. Este módulo era un edificio de una única
planta pero muy largo, como una granja de pollos de esas que ya están
desapareciendo de los campos españoles. Entramos por uno de sus extremos, a
través de una puerta metálica blanca. Una vez dentro, y después de que la vista
se acostumbrara a la poca luz, casi a la penumbra que imperaba allí, nos dimos
cuenta de donde estábamos. Lo que teníamos delante de nuestras narices era un
pasillo interminable, iluminado únicamente por unas bombillas ovaladas situadas
en el techo y espaciadas entre sí unos cuantos metros, dando una sensación de
escasez de luz y de abandono. A ambos lados de ese pasillo interminable, de ese
corredor del silencio y el castigo, se abrían las puertas de las celdas,
alternándose una a cada lado. No había dos puertas una enfrente de la otra,
supongo que para que los presos tuvieran aún mayor sensación de soledad y
asilamiento, y para que no se pudieran comunicar con el preso que tenían
enfrente y pudieran tener la sensación de que no estaban allí solos.
Hacia la mitad de
ese enorme pasillo, y por tanto en la parte central del edificio se abrían una
serie de salas más amplias que las minúsculas celdas de los presos. Estas salas
son las que ocupaban los oficiales nazis encargados de la vigilancia de los
presos y de ese edificio. Había también un par de salas de interrogatorios, con
techos muy altos y paredes encaladas; salas de reconocimientos médicos y una
cocina para elaborar la comida que tanto los presos como los oficiales
comerían, obviamente de diferente calidad cada una. Una cosa que me llamó la
atención es que en estas salas de oficiales había radiadores, había calefacción
para pasar más cómodamente los duros inviernos bávaros, sin embargo en las
celdas que había ido viendo a lo largo del corredor y a las que me había
asomado no había. Al darme cuenta de ese detalle, me pregunté cuántos
prisioneros no morirían de frío, por enfermedades derivadas de la falta de
abrigo, enfermedades que en condiciones normales no hubieran causado la muerte
de nadie, pero que allí dentro se convertían en verdaderas condenas a muerte.
Al salir de nuevo
al aire libre, volví a respirar. No sé si a Juan Carlos y a Alex les pasó lo
mismo, pero salir de ese edificio para mí supuso la libertad. Dentro de él me
sentía pesado, como si sobre mis hombros recayera una carga que no me
correspondiera, una carga que por historia y por su recuerdo pesaba más que
cualquier otra. Volver a pisar la calle, sentir el aire en mi cara y poder
mirar al cielo y verlo aunque fuera gris, como ocurría aquella mañana,supuso
una sensación diferente a lo que siempre había notado. El edificio que
acabábamos de abandonar no era más que la parte más amable de lo que nos
quedaba por ver en Dachau. Dije antes que había muchos chavales jóvenes en
grupos de institutos o colegios, y he de decir que para la edad que tenían se
comportaban con un respeto bastante alto, supongo que la carga histórica que
sobre sus hombros recae, por cercanía, es mucho mayor, y allí dentro la
notarían más. Sí tengo que decir que había algunos chavales de esos que iban a
su bola y como suele pasar a menudo en España con los macarrillas de la clase
iban armando jaleo y más bien ligando con sus compañeras de clase que
enterándose de la historia que aquel Campo de Concentración tenía que
transmitirles.
Tras visitar este
primer edifico nos dirigimos a la construcción más grande de cuantas quedan en
pie en Dachau, y que domina todo el campo de concentración. Se supone que este
gran edificio era en su día el centro neurálgico de la actividad del campo,
donde los oficiales y los jefes encargados del buen funcionamiento del mismo
pasaban más tiempo. También en este edificio se supone que estaban los
comedores para todos los prisioneros. En la actualidad este gran edificio sirve
de museo y centro de interpretación de todo lo que pasó durante el nazismo en
aquel Campo de Concentración.
Dentro de este
gran edificio en forma de U, que parece abrazar a toda la extensión de terreno
que tiene delante y que en su día servía para hacer formar a todos los
prisioneros e incluso para ejecutar a aquellos que habían intentado huir o se
habían saltado las normas del Campo, había muchísima gente. A medida que la
mañana iba avanzando el Campo de Dachau se fue llenando de grupos escolares y
turistas de todas las nacionalidades del mundo. Entre toda esa multitud
seguíamos nosotros, algo recobrados después del trago del edificio de castigo y
del silencio que ese pasillo largo y solitario impuso a nuestras conciencias.
La verdad es que este museo que empezábamos a visitar a mí no es que me llamara
demasiado la atención: eso de ir leyendo los letreros explicativos en cada una
de las salas, con la cantidad de salas que parecía poder albergar ese gran
edificio de una planta, no me resultó muy atractivo. Sí es cierto que había
salas muy interesantes y en las que merecía la pena estar más tiempo leyendo
algún que otro letrero o mirando y contemplando los objetos recuperados de
algún que otro prisionero del Campo.
Dentro del museo,
aun sin separarnos mucho los unos de los otros y siempre sabiendo donde estaban
mis dos compañeros de viaje, cada uno íbamos a lo nuestro, fijándonos en lo que
más nos llamara la atención o nos interesara. La parte que más me interesó a mí
del aquel museo fue la correspondiente a la historia previa del campo, el
devenir de la Guerra y la creación y desarrollo del propio Campo de
Concentración, más que todo lo correspondiente a nombre personales de víctimas
o verdugos, básicamente porque sabía que lo que allí dentro se contaba me
podría revolver el estómago y la conciencia y terminar asqueándome tanto que
tendría que salirme del museo. Otra de las cosas que intenté hacer en ese museo
fue intentar ponerme en la piel tanto de las víctimas de la barbarie que fue el
Holocausto, como también de los verdugos, porque creo que la personalidad de
estos últimos es más interesante desde el punto de vista sociológico.
Todos sabemos qué
es el dolor, qué es sufrir por algo o por alguien. Todos podemos en cierto modo
pensar qué sentiríamos si nos privaran de la libertad, si nos torturaran para
que confesáramos algo que no hayamos hecho o si simplemente nos insultaras,
pegaran o maltrataran. Todos podemos entender qué es ser una víctima de algo.
¿Pero qué pasa en el otro lado? ¿Cómo se llega a ser un monstruo y a consentir,
practicas e idear métodos de tortura y experimentos con seres humanos,
encaminados a producir el mayor dolor y daño posible? Esta creo que es la parte
más interesante, el cómo personas como nosotros mismos pudieron cometer tales
crímenes inhumanos sobre personas semejantes. Qué tuvo que pasar por las mentes
de todos los jerarcas nazis, investigadores y médicos que se dejaron llevar por
el odio hacia los judíos y les consideraron menos que a los propios animales
salvajes. Por mucho que intenté saber qué pudo ocurrir en las mentes de esos
monstruos me fue imposible entender todo ese daño, todo ese dolor, todo ese mal
que emanó de personamos que en el fondo eran como todos nosotros. Quizá ese es
el punto que más miedo pueda dar: que en algún momento se pueda repetir
aquello, porque en el fondo somos las mismas personas, pertenecemos a la misma
raza y especie animal.
Estuvimos bastante
tiempo metidos en el edificio principal del Campo de Dachau. Cuando salimos, al
menos yo no era el mismo. Había visto y leído todas las atrocidades y maldades
que había visto y leído ya en mi casa, sin embargo la diferencia es que estaba
allí, justo en el lugar donde se habían producido, y eso me provocó una especie
de vértigo, una sensación de desasosiego personal. El silencio seguía instalado
en todos nosotros, tanto en Alex como en Juan Carlos, supongo que cada uno
sacamos algo de la visita a ese museo del horror y la barbarie humana. Sin
embargo Dachau no fue de los Campos de Concentración más mortíferos o duros. Si
lo comparamos con Mathausen y Auschwitz, Dachau era un balneario de retiro
espiritual. No me quiero ni imaginar lo que tiene que ser visitar uno de esos
dos centros del horror y de la maldad de la que puede hacer gala el ser humano.
Todavía nos
quedaba mucho por ver. Lo que hicimos nada más salir del edificio
principal/museo, fue tomar un poco el aire y refrescar nuestras mentes. Para no
meternos de nuevo en otro edificio donde ver de primera mano lo que tuvo que
ser la vida en Dachau, nos dirigimos hacia la alambrada que rodea todo el
recinto del Campo de Concentración. A medida que nos acercábamos me di cuenta
de la verdadera magnitud del Campo. Aunque pudiera parecer pequeño a simple
vista, las distancias eran grandes. La seguridad del Campo de Concentración se
materializaba mediante un sistema de barreras físicas muy importantes. A lo
largo de todo el perímetro cada centenar de metros más o menos había una torre
de vigilancia desde donde si se terciara el caso se podía disparar con muy
buena visibilidad sobre aquellos prisioneros que intentaran salir del infierno.
El problema es que para salir del infierno había que ser Dios, y en aquella época
parece que se fue de vacaciones a Cancún. A parte de las torres de vigilancia
había una empalizada de madera y hormigón que delimitaba el campo, protegida
con alambre de espino y por un foso que aunque ahora estuviera vacío en su día
tenía agua. Todo para impedir que los allí encerrados tuvieran ganas de
intentar salir. Quien allí entraba sólo tenía una salida, al menos su alma,
porque su cuerpo muy probablemente una vez inservible no saldría jamás de los
muros de Dachau.
Caronte.
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