martes, 3 de febrero de 2015

Recuerdo y silencio (Parte II)

El primer lugar al que nos dirigimos fue la zona de celdas de detención y castigo, y al módulo de presos especiales, donde estos podían tener un tratamiento diferenciado del resto y una celda para uno solo. Este módulo era un edificio de una única planta pero muy largo, como una granja de pollos de esas que ya están desapareciendo de los campos españoles. Entramos por uno de sus extremos, a través de una puerta metálica blanca. Una vez dentro, y después de que la vista se acostumbrara a la poca luz, casi a la penumbra que imperaba allí, nos dimos cuenta de donde estábamos. Lo que teníamos delante de nuestras narices era un pasillo interminable, iluminado únicamente por unas bombillas ovaladas situadas en el techo y espaciadas entre sí unos cuantos metros, dando una sensación de escasez de luz y de abandono. A ambos lados de ese pasillo interminable, de ese corredor del silencio y el castigo, se abrían las puertas de las celdas, alternándose una a cada lado. No había dos puertas una enfrente de la otra, supongo que para que los presos tuvieran aún mayor sensación de soledad y asilamiento, y para que no se pudieran comunicar con el preso que tenían enfrente y pudieran tener la sensación de que no estaban allí solos.


Hacia la mitad de ese enorme pasillo, y por tanto en la parte central del edificio se abrían una serie de salas más amplias que las minúsculas celdas de los presos. Estas salas son las que ocupaban los oficiales nazis encargados de la vigilancia de los presos y de ese edificio. Había también un par de salas de interrogatorios, con techos muy altos y paredes encaladas; salas de reconocimientos médicos y una cocina para elaborar la comida que tanto los presos como los oficiales comerían, obviamente de diferente calidad cada una. Una cosa que me llamó la atención es que en estas salas de oficiales había radiadores, había calefacción para pasar más cómodamente los duros inviernos bávaros, sin embargo en las celdas que había ido viendo a lo largo del corredor y a las que me había asomado no había. Al darme cuenta de ese detalle, me pregunté cuántos prisioneros no morirían de frío, por enfermedades derivadas de la falta de abrigo, enfermedades que en condiciones normales no hubieran causado la muerte de nadie, pero que allí dentro se convertían en verdaderas condenas a muerte.

Al salir de nuevo al aire libre, volví a respirar. No sé si a Juan Carlos y a Alex les pasó lo mismo, pero salir de ese edificio para mí supuso la libertad. Dentro de él me sentía pesado, como si sobre mis hombros recayera una carga que no me correspondiera, una carga que por historia y por su recuerdo pesaba más que cualquier otra. Volver a pisar la calle, sentir el aire en mi cara y poder mirar al cielo y verlo aunque fuera gris, como ocurría aquella mañana,supuso una sensación diferente a lo que siempre había notado. El edificio que acabábamos de abandonar no era más que la parte más amable de lo que nos quedaba por ver en Dachau. Dije antes que había muchos chavales jóvenes en grupos de institutos o colegios, y he de decir que para la edad que tenían se comportaban con un respeto bastante alto, supongo que la carga histórica que sobre sus hombros recae, por cercanía, es mucho mayor, y allí dentro la notarían más. Sí tengo que decir que había algunos chavales de esos que iban a su bola y como suele pasar a menudo en España con los macarrillas de la clase iban armando jaleo y más bien ligando con sus compañeras de clase que enterándose de la historia que aquel Campo de Concentración tenía que transmitirles.

Tras visitar este primer edifico nos dirigimos a la construcción más grande de cuantas quedan en pie en Dachau, y que domina todo el campo de concentración. Se supone que este gran edificio era en su día el centro neurálgico de la actividad del campo, donde los oficiales y los jefes encargados del buen funcionamiento del mismo pasaban más tiempo. También en este edificio se supone que estaban los comedores para todos los prisioneros. En la actualidad este gran edificio sirve de museo y centro de interpretación de todo lo que pasó durante el nazismo en aquel Campo de Concentración.

Dentro de este gran edificio en forma de U, que parece abrazar a toda la extensión de terreno que tiene delante y que en su día servía para hacer formar a todos los prisioneros e incluso para ejecutar a aquellos que habían intentado huir o se habían saltado las normas del Campo, había muchísima gente. A medida que la mañana iba avanzando el Campo de Dachau se fue llenando de grupos escolares y turistas de todas las nacionalidades del mundo. Entre toda esa multitud seguíamos nosotros, algo recobrados después del trago del edificio de castigo y del silencio que ese pasillo largo y solitario impuso a nuestras conciencias. La verdad es que este museo que empezábamos a visitar a mí no es que me llamara demasiado la atención: eso de ir leyendo los letreros explicativos en cada una de las salas, con la cantidad de salas que parecía poder albergar ese gran edificio de una planta, no me resultó muy atractivo. Sí es cierto que había salas muy interesantes y en las que merecía la pena estar más tiempo leyendo algún que otro letrero o mirando y contemplando los objetos recuperados de algún que otro prisionero del Campo.


Dentro del museo, aun sin separarnos mucho los unos de los otros y siempre sabiendo donde estaban mis dos compañeros de viaje, cada uno íbamos a lo nuestro, fijándonos en lo que más nos llamara la atención o nos interesara. La parte que más me interesó a mí del aquel museo fue la correspondiente a la historia previa del campo, el devenir de la Guerra y la creación y desarrollo del propio Campo de Concentración, más que todo lo correspondiente a nombre personales de víctimas o verdugos, básicamente porque sabía que lo que allí dentro se contaba me podría revolver el estómago y la conciencia y terminar asqueándome tanto que tendría que salirme del museo. Otra de las cosas que intenté hacer en ese museo fue intentar ponerme en la piel tanto de las víctimas de la barbarie que fue el Holocausto, como también de los verdugos, porque creo que la personalidad de estos últimos es más interesante desde el punto de vista sociológico.

Todos sabemos qué es el dolor, qué es sufrir por algo o por alguien. Todos podemos en cierto modo pensar qué sentiríamos si nos privaran de la libertad, si nos torturaran para que confesáramos algo que no hayamos hecho o si simplemente nos insultaras, pegaran o maltrataran. Todos podemos entender qué es ser una víctima de algo. ¿Pero qué pasa en el otro lado? ¿Cómo se llega a ser un monstruo y a consentir, practicas e idear métodos de tortura y experimentos con seres humanos, encaminados a producir el mayor dolor y daño posible? Esta creo que es la parte más interesante, el cómo personas como nosotros mismos pudieron cometer tales crímenes inhumanos sobre personas semejantes. Qué tuvo que pasar por las mentes de todos los jerarcas nazis, investigadores y médicos que se dejaron llevar por el odio hacia los judíos y les consideraron menos que a los propios animales salvajes. Por mucho que intenté saber qué pudo ocurrir en las mentes de esos monstruos me fue imposible entender todo ese daño, todo ese dolor, todo ese mal que emanó de personamos que en el fondo eran como todos nosotros. Quizá ese es el punto que más miedo pueda dar: que en algún momento se pueda repetir aquello, porque en el fondo somos las mismas personas, pertenecemos a la misma raza y especie animal.

Estuvimos bastante tiempo metidos en el edificio principal del Campo de Dachau. Cuando salimos, al menos yo no era el mismo. Había visto y leído todas las atrocidades y maldades que había visto y leído ya en mi casa, sin embargo la diferencia es que estaba allí, justo en el lugar donde se habían producido, y eso me provocó una especie de vértigo, una sensación de desasosiego personal. El silencio seguía instalado en todos nosotros, tanto en Alex como en Juan Carlos, supongo que cada uno sacamos algo de la visita a ese museo del horror y la barbarie humana. Sin embargo Dachau no fue de los Campos de Concentración más mortíferos o duros. Si lo comparamos con Mathausen y Auschwitz, Dachau era un balneario de retiro espiritual. No me quiero ni imaginar lo que tiene que ser visitar uno de esos dos centros del horror y de la maldad de la que puede hacer gala el ser humano.

Todavía nos quedaba mucho por ver. Lo que hicimos nada más salir del edificio principal/museo, fue tomar un poco el aire y refrescar nuestras mentes. Para no meternos de nuevo en otro edificio donde ver de primera mano lo que tuvo que ser la vida en Dachau, nos dirigimos hacia la alambrada que rodea todo el recinto del Campo de Concentración. A medida que nos acercábamos me di cuenta de la verdadera magnitud del Campo. Aunque pudiera parecer pequeño a simple vista, las distancias eran grandes. La seguridad del Campo de Concentración se materializaba mediante un sistema de barreras físicas muy importantes. A lo largo de todo el perímetro cada centenar de metros más o menos había una torre de vigilancia desde donde si se terciara el caso se podía disparar con muy buena visibilidad sobre aquellos prisioneros que intentaran salir del infierno. El problema es que para salir del infierno había que ser Dios, y en aquella época parece que se fue de vacaciones a Cancún. A parte de las torres de vigilancia había una empalizada de madera y hormigón que delimitaba el campo, protegida con alambre de espino y por un foso que aunque ahora estuviera vacío en su día tenía agua. Todo para impedir que los allí encerrados tuvieran ganas de intentar salir. Quien allí entraba sólo tenía una salida, al menos su alma, porque su cuerpo muy probablemente una vez inservible no saldría jamás de los muros de Dachau.

Caronte.

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