El manzano que hay delante de mi ventana ya ha florecido. Las flores, blancas cuando están abiertas pero de un rosa intenso cuando por las mañanas están cerradas aguardando que salga el sol para que sus rayos las rocen, anuncian la tan esperada llegada del calor, la entrada de verdad de la primavera. Un calor que en Madrid no da un suspiro, y cuando llega lo hace para quedarse. No hay apenas transición entre el frío y el calor. No nos da tiempo a prepararnos y siempre nos pilla a pie cambiado. El manzano de delante de mi ventana ya lo ha anunciado, ya no hay vuelta atrás ya se empieza a anunciar ese eterno verano que padecemos, o al menos eso es lo que yo siento, en Madrid.
Este fin de semana
ya ha sido de esos en los que lo que menos apetece es quedarse encerrado en
casa. La luz del sol se queda mucho más rato con nosotros iluminando nuestras
vidas e insuflando calor a nuestros corazones, tan apagados durante el
invierno, igualmente largo en Madrid y del que terminamos un poco hartos. Pero
el viejo gruñón del invierno ya ha dicho adiós hasta su próxima venida, ya ni
siquiera las frescas mañanas que todavía hemos de padecer los que salimos
temprano para ir a clase o a trabajar nos intimidan. El frío mañanero no es más
que un último intento del invierno de hacerse notar, ya sin ganas, sabiendo que
por mucho fresco que quiera hacer el sol saldrá y aguantará más tiempo
calentando. Es un frío al que apenas le quedan fuerzas para asustar y
amedrentar a la gente. Es un frío que más que enfriar, lo que hace es terminar
por despertar a la gente, la despeja.
Los días ya son
más largos, hay más luz y ésta dura más. El sol pica como diría mi madre. Y es
verdad el sol cuando se pone a mandar con dureza sus rayos sobre nosotros
termina por picar. Un picor agradable en los primeros días de calor; un picor
que indica que el verano, adelantado por la primavera, ha terminado por vencer
el invierno. Un picor que en pleno verano, julio y agosto, ya no es agradable y
se convierte en un picor que escuece y que quema, que convierte a los pálidos
ingleses y alemanes que nos visitan en época estival en carabineros a la
plancha, un picor que dura desde por la mañana hasta el último momento de luz
del día, y que solo se puede aliviar con el frescor del agua, de mar o de las piscinas.
Piscinas que ya empiezan a ponerse a punto para el inicio de la temporada de
toalla y bañador, que preludian las vacaciones. Piscinas que sirven de alivio y
consuelo a la gente que no puede irse a la orilla del mar y disfrutar de la
dorada alfombra de arena y de la inmensa e infinita extensión de agua que es el
mar.
Las flores del
manzano también indican que los árboles que jalonan cientos de calles por
Madrid empiezan a vestirse de nuevo para proteger a los moradores de la ciudad
con su buscada y refrescante sombra. Los árboles, que ya a finales de septiembre
empezaron a quitarse la ropa, a desvestirse como unos enamorados que se han
dejado llevar por la pasión y la ansiedad de amor que desprenden sus cuerpos
antes de entregarse el uno al otro y fundirse en un único cuerpo. Los pequeños
brotes verdes que se empiezan a ver en las ramas de todos los árboles pronto se
convertirán en un denso follaje de hojas que intentarán acaparar la máxima
cantidad de rayos de sol posibles para vivir más, y ser más grandes. Esos
brotes verdes que pronto se convertirán en la verdadera vestimenta del árbol,
en las hojas que cubrirán la mayor parte del mismo y que proporcionarán una
sombre donde cobijarse en los duros días de calor que sin duda vendrán.
Con el calor, y la
luz del sol, los árboles vuelven a la vida dejando atrás un largo sueño del que
a veces parece que no van a despertar. Los árboles con su vuelta a la vida traen
consigo la ilusión del verano, de las tardes cálidas y verdes, tardes de paseo
y esparcimiento, tardes de pasión, tardes de vida. El primer fin de semana de
sol y calor, se convierte en una fiesta en la que se celebra la vida, sin
darnos cuenta los seres humanos reaccionamos todos igual cuando llegan estos
primeros días de calor. Como si fuéramos caracoles que tras una intensa
tormenta deciden aventurarse entre los matorrales y los tallos de las plantas,
las personas aprovechamos este primer día de calor estival para salir al mundo,
para dar la bienvenida a la amable y joven primavera, para decir adiós y
despedir por una larga temporada al viejo y gruñón invierno. Nuestros
matorrales son los parques y nuestros tallos, las calles de nuestros pueblos y
ciudades. Parques y calles que se llenan a rebosar de gente que estaba deseante
y ansiosa de salir, de caminar, de jugar al aire libre, de abandonar sus casas
para salir al mundo y vivir. Me puedo imaginar cómo estaría ayer el parque del
Retiro de Madrid, lleno de familias, parejas, patinadores, niños juagando en
los columpios, gente haciendo yoga o corriendo, chavales montando en bici. Los
parques llenos de vida, de alegría y de ganas de vivir. Parejas desbordantes de
pasión y deseo; el amor en esta ápoca del año se desata y no tiene límites, por
todos lados se ven parejas de todas las edades rebosantes de amor y de pasión,
cuyas manos se entrelazan, sus cuerpos se juntan y sus miradas desprenden ardor
y deseo. La primavera tiene estas cosas. Los árboles vuelven a la vida, y a la
vez que los nuevos brotes verdes tiñen de color las ramas y los parques, los
corazones de las personas empiezan a latir un poco más rápido, como si la
explosión de vida que crean los árboles se contagiara a las personas. Si además
el corazón está enamorado sus latidos tienen una velocidad mayor, en ocasiones
desbocada.
Con la llegada de
este primer fin de semana de vida, de sol, de luz, las ciudades vuelven a latir
al mismo ritmo que los corazones de sus habitantes. Los parques, las calles y
plazas de la ciudad se llenan de gente; los bares y las terrazas completan sus
aforos de gente que desea que pase la semana y que llegue el fin de semana para
disfrutar de esa luz y ese sol que lo llenan todo; los bancos de los parques se
quedan pequeños para acoger a toda la gente se quiere sentarse en ellos, sobre
todo veteranos: abuelos vigilantes de sus nietos, grupos de viejos que esperan
su turno para jugar a la petanca, grupos de personas mayores que hablan de la
vida y comentan si este año va a hacer más o menos calor que el anterior o si
el campo necesita más lluvia. Los bancos sirven de zona de descanso a los
mayores pero también a los más pequeños que necesitan reponer fuerzas tomándose
un helado. Con los primeros días de sol y calor, las bicicletas y patines que
los Reyes Magos trajeron y que languidecían guardados en los trasteros de las
casas ven por fin la luz al final del túnel, y sienten que son útiles y sirven
para algo.
De todo esto son
testigos los árboles de los parques, testigos mudos que observan y están
siempre ahí, y cuya sombra sirve de guarida de descanso a miles de personas. Testigos
mudos que año tras año ven evolucionar a las personas que se apoyan en sus
troncos o que aprovechan la sobra de sus copas para sentarse en la fresca
hierba. Árboles que ven crecer a muchas generaciones y que a todas da cobijo su
sombra. La primavera revoluciona el mundo y no sólo son los árboles los que
despiertan de su letargo, todos los seres vivos experimentamos este despertar,
este desentumecimiento de nuestro cuerpo y sobre todo de nuestros corazones.
Los perros están mucho más activos y corredores, los pájaros vuelven a las
ramas de los árboles y cantan otra vez a la vida con alegría, las ardillas de
Retiro empiezan a dejarse ver al pie de los árboles que habitan esperando que
algún despistado se deje parte de un sándwich o unas nueces perdidas en el césped.
Todo ser vivo vuelve a vivir.
La primavera entra
oficialmente el 21 de marzo, pero no es hasta que llega el primer fin de semana
de calorcito cuando de verdad se siente esta estación. Y el manzano de delante
de mis ventanas casi nunca falla, sólo cuando éste ha florecido la primavera
llega para quedarse entre nosotros, ni antes ni después, justo cuando sus
capullos se abren y dan paso a las blancas flores que en su día se convertirán
en dulces manzanas.
Caronte.
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