viernes, 18 de abril de 2014

Potaje, torrijas y bacalao con tomate

Hoy en mi casa huele a comida, huele a potaje y a torrijas. Huele a tradición. Me huele a Semana Santa. Hoy me vienen a la mente recuerdos de toda mi vida por estas fechas. Los potajes de mi abuela todos los viernes de cuaresma. Las torrijas de los Jueves y Viernes Santos, con su típico aroma a anís, canela y azúcar. El bacalao con tomate de mi abuela, y ya últimamente también de mi madre a la que también le sale muy bien, con su ritual de comprarlo en salazón y tenerle unos dos o tres días en agua, cambiándosela cada cuatro o cinco horas, para que se le vaya la sal. Tradiciones culinarias que para mí son mi Semana Santa.

Desde muy pequeñito cuando iba a llegar la Semana Santa, todos los viernes dejábamos de comer carne para comer los potajes que hacía mi abuela y que mi abuelo nos traía a casa. Yo no sabía por entonces por qué hacíamos eso, simplemente veía a mis padres comer potaje, y yo lo asociaba a una época concreta del año que caía siempre entre marzo y abril. El olor que despedía el potaje de mi abuela forma ya parte de mi infancia y de mis recuerdos, forma parte de mi vida y de la Semana Santa, sin ese aroma no serían igual estas fechas. Sin embargo el verdadero potaje, el que siempre recuerdo por estas fechas es el que comíamos toda la familia junta, mis abuelos, mis padres y a veces mis tíos, ya fuera en el pueblo o en casa de mis abuelos aquí en Madrid. Ese potaje en cazuela grande, hecho durante muchas horas a fuego lento, dejándose que se cocine solo. Ese potaje con garbanzos y judías, con patata y espinacas, con huevo y pequeños trozos de bacalao. Ese potaje que era imprescindible comer con pan, para poder mojarlo en el caldo y disfrutar con sus muy diferentes sabores y texturas. Era un potaje que era imposible comer nada más servirlo en los platos porque como decía mi abuela, estaba “hecho en la lumbre”, sólo mi abuelo ha sido siempre capaz de tragarse una cucharada nada más ser servido, muchos años contemplaban esa garganta y muchas penurias también, nunca le ha afectado a mi abuelo que la comida estuviera muy caliente. Los potajes que comíamos todos juntos nos llenaban las tripas a reventar. Estaban y están deliciosos, y por suerte puedo seguir disfrutando de ellos todas las Semanas Santas de momento. Este año más todavía porque mis abuelos tienen que estar en mi casa viviendo porque mi abuelo está recién operado de la cadera y no puede valerse por sí mismo.


Casi todas las Semanas Santas las he pasado en el pueblo de mis abuelos y mi madre, en Estremera, ya que a ellos siempre les ha gustado participar de los actos religiosos en su pueblo, como habían hecho toda la vida, además mi abuelo es miembro de una hermandad y salía en las procesiones del pueblo. Por eso para mí la Semana Santa implicaba irse al pueblo y pasar allí estas fiestas. Con el tiempo me di cuenta que esas Semanas Santas en el pueblo eran como viajar en el tiempo a otra época, a la época de juventud de mis abuelos ya que nada parecía haber cambiado, podían estar las calles asfaltadas y las fachadas de las casas arregladas y limpias, pero en el fondo el alma de la Semana Santa era la misma que hacía décadas. Pero desde hace ya algunos años, la salud de mis abuelos ya no es la misma que era y la Semana Santa solemos pasarla aquí en Madrid, pocas han sido las que hemos ido hasta el pueblo en los últimos años, la última que recuerdo fue en primero de carrera hace ya cuatro años.

En el pueblo, en estos días había mucho ajetreo de personas que entraban y salían de casa de mis abuelos, tíos y tías, primos y primas de mi madre que venían a visitarnos. Era un no parar. Pero sobre todo lo que yo más recuerdo de aquellos días en el pueblo eran las tradiciones culinarias, era la comida que comíamos allí. Sin embargo el olor que más recuerdo de la Semana Santa es el de las torrijas de mi abuela. Un olor dulzón que se extendía por toda la casa del pueblo y que ahora cuando mi madre también las hace, y he decir que le salen tan buenas como a mi abuela, también se extiende por mi casa. Un olor a canela y a anís, a pan mojado en leche y frito, a azúcar, a limadura de limón y de naranja. Las torrijas que se hacen en mi casa son puro manjar de dioses, permitidme la blasfemia, no hay nada mejor en el mundo que unas torrijas de mi abuela, tan jugosas y blanditas como están. A mi madre le gustan con nata, pero a mí me gustan con el almíbar que hace mi abuela con anís, canela y leche; es con ese almíbar, puro néctar celestial, cuando las torrijas de mi abuela pasan de ser un postre tradicional de Semana Santa, mundano y terrestre, a convertirse en una delicia de los cielos. Tengo que aprovechar para aprender a hacerlas yo mismo para así poder seguir disfrutando de esos aromas en el futuro cuando mi abuela y posteriormente mi madre ya no puedan hacerla, aunque sé que a mí no me saldrán igual, y las torrijas que yo haga no tendrán ya el calificativo de pecado divino.


Otro de los sabores que recuerdo siempre por estas fechas es el del bacalao con tomate. El rojo del tomate, el dorado del rebozado del bacalao, y el blanco inmaculado de las lajas de pescado, esos son los colores. Los sabores por su parte, en este caso, son más fuertes, más sabrosos, más intensos. Son sabores que quedan mucho rato en el paladar y su gusto se mantiene durante todo el día. Las fuentes donde se sirve el bacalao en mi casa son las que dan el toque de color alegre a la mesa, ese rojo intenso de sofrito de tomate que recubre todas las tajadas de bacalao, contrastan con el color pobre y apagado del potaje y las torrijas. El bacalao con tomate es el primero de estos tres platos que están en mi recuerdo y en mi Semana Santa, que mi madre empezó a hacer ella misma, aprendiendo de mi abuela, su maestra, mi maestra. Este es un plato complicado de hacer ya que si no se ha desalado bien el bacalao, si no se ha tenido el tiempo suficiente en agua, éste queda muy salado y arruina un plato delicioso. Además es con este plato con el único que entro en dura disputa con mi padre por mojar el pan en la salsa de tomate que cubre el bacalao, nos comportamos como animales egoístas que buscan apurar hasta la última gota de tomate que haya en el plato. La lucha por el tomate acaba cuando se termina el pan o mi madre pone orden en la mesa.

Para mí la Semana Santa es esto, son sabores, aromas, olores, comidas. Es la tradición del potaje los viernes de cuaresma, el sabor y la intensidad del bacalao con tomate, y el aroma y el sabor a anís y canela de las torrijas. Para otras muchas personas la Semana Santa será devoción por una imagen, procesiones, olor a incienso, velas y pétalos de rosas; para mí nada de esto es importante, sólo lo son los recuerdos y en mí caso éstos son sabores y olores. Sin esos sabores y olores mi Semana Santa no sería la misma, y el día que falten siempre me quedará su recuerdo imborrable ya, y que espero no perder con los años, porque esa sí sería una pérdida importante. Sabores y olores que no sólo me recuerdan las fechas en las que estamos sino que también me traen a la mente situaciones, sensaciones, sentimientos y lugares. Son sabores y olores que me recuerdan al pueblo, a mis abuelos, a la familia casi siempre unida. Tradición. Como todo ser humano, por mucho que haya personas que vayan de independientes y guays, yo soy una persona de costumbres y tradiciones; costumbre y tradiciones que jalonan la vida de toda persona y sin las cuáles las personas no tenemos identidad. Los sabores y los olores forman parte de esas tradiciones que hay en mi vida, y las torrijas, el bacalao con tomate y el potaje forman parte de esas tradiciones, de esos olores y sabores, de esos recuerdos que perduraran en mi mente y que todos los años volverán para, durante unos días, invadir todos mis sentidos y transportarme a otros momentos de mi vida.

Potaje, torrijas y bacalao con tomate, esta es mi Semana Santa.

PD: he escrito estas líneas triste por la muerte de uno de los grandes escritores que han visto las letras universales de todos los tiempos, no ya sólo en el siglo XX. Escribo estas líneas con dolor, porque desde que leí “Cien años de soledad”, Gabriel García Márquez, Gabo, se convirtió en uno de mis escritores favoritos. Siempre le tendré como referente a la hora de escribir. Hoy, como todo el mundo de las letras, como todos los amantes de la literatura y la escritura, soy un poco más huérfano. Descanse en paz. Gracias por haberme hecho amar un poco más las letras Gabo.


Caronte.

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