Hoy en mi casa
huele a comida, huele a potaje y a torrijas. Huele a tradición. Me huele a
Semana Santa. Hoy me vienen a la mente recuerdos de toda mi vida por estas
fechas. Los potajes de mi abuela todos los viernes de cuaresma. Las torrijas de
los Jueves y Viernes Santos, con su típico aroma a anís, canela y azúcar. El
bacalao con tomate de mi abuela, y ya últimamente también de mi madre a la que también
le sale muy bien, con su ritual de comprarlo en salazón y tenerle unos dos o
tres días en agua, cambiándosela cada cuatro o cinco horas, para que se le vaya
la sal. Tradiciones culinarias que para mí son mi Semana Santa.
Desde muy
pequeñito cuando iba a llegar la Semana Santa, todos los viernes dejábamos de
comer carne para comer los potajes que hacía mi abuela y que mi abuelo nos
traía a casa. Yo no sabía por entonces por qué hacíamos eso, simplemente veía a
mis padres comer potaje, y yo lo asociaba a una época concreta del año que caía
siempre entre marzo y abril. El olor que despedía el potaje de mi abuela forma
ya parte de mi infancia y de mis recuerdos, forma parte de mi vida y de la
Semana Santa, sin ese aroma no serían igual estas fechas. Sin embargo el
verdadero potaje, el que siempre recuerdo por estas fechas es el que comíamos
toda la familia junta, mis abuelos, mis padres y a veces mis tíos, ya fuera en
el pueblo o en casa de mis abuelos aquí en Madrid. Ese potaje en cazuela
grande, hecho durante muchas horas a fuego lento, dejándose que se cocine solo.
Ese potaje con garbanzos y judías, con patata y espinacas, con huevo y pequeños
trozos de bacalao. Ese potaje que era imprescindible comer con pan, para poder
mojarlo en el caldo y disfrutar con sus muy diferentes sabores y texturas. Era
un potaje que era imposible comer nada más servirlo en los platos porque como
decía mi abuela, estaba “hecho en la lumbre”, sólo mi abuelo ha sido siempre
capaz de tragarse una cucharada nada más ser servido, muchos años contemplaban
esa garganta y muchas penurias también, nunca le ha afectado a mi abuelo que la
comida estuviera muy caliente. Los potajes que comíamos todos juntos nos
llenaban las tripas a reventar. Estaban y están deliciosos, y por suerte puedo
seguir disfrutando de ellos todas las Semanas Santas de momento. Este año más
todavía porque mis abuelos tienen que estar en mi casa viviendo porque mi
abuelo está recién operado de la cadera y no puede valerse por sí mismo.
Casi todas las
Semanas Santas las he pasado en el pueblo de mis abuelos y mi madre, en
Estremera, ya que a ellos siempre les ha gustado participar de los actos
religiosos en su pueblo, como habían hecho toda la vida, además mi abuelo es
miembro de una hermandad y salía en las procesiones del pueblo. Por eso para mí
la Semana Santa implicaba irse al pueblo y pasar allí estas fiestas. Con el
tiempo me di cuenta que esas Semanas Santas en el pueblo eran como viajar en el
tiempo a otra época, a la época de juventud de mis abuelos ya que nada parecía
haber cambiado, podían estar las calles asfaltadas y las fachadas de las casas
arregladas y limpias, pero en el fondo el alma de la Semana Santa era la misma
que hacía décadas. Pero desde hace ya algunos años, la salud de mis abuelos ya
no es la misma que era y la Semana Santa solemos pasarla aquí en Madrid, pocas
han sido las que hemos ido hasta el pueblo en los últimos años, la última que
recuerdo fue en primero de carrera hace ya cuatro años.
En el pueblo, en
estos días había mucho ajetreo de personas que entraban y salían de casa de mis
abuelos, tíos y tías, primos y primas de mi madre que venían a visitarnos. Era
un no parar. Pero sobre todo lo que yo más recuerdo de aquellos días en el
pueblo eran las tradiciones culinarias, era la comida que comíamos allí. Sin
embargo el olor que más recuerdo de la Semana Santa es el de las torrijas de mi
abuela. Un olor dulzón que se extendía por toda la casa del pueblo y que ahora
cuando mi madre también las hace, y he decir que le salen tan buenas como a mi
abuela, también se extiende por mi casa. Un olor a canela y a anís, a pan
mojado en leche y frito, a azúcar, a limadura de limón y de naranja. Las
torrijas que se hacen en mi casa son puro manjar de dioses, permitidme la
blasfemia, no hay nada mejor en el mundo que unas torrijas de mi abuela, tan
jugosas y blanditas como están. A mi madre le gustan con nata, pero a mí me
gustan con el almíbar que hace mi abuela con anís, canela y leche; es con ese
almíbar, puro néctar celestial, cuando las torrijas de mi abuela pasan de ser
un postre tradicional de Semana Santa, mundano y terrestre, a convertirse en
una delicia de los cielos. Tengo que aprovechar para aprender a hacerlas yo
mismo para así poder seguir disfrutando de esos aromas en el futuro cuando mi
abuela y posteriormente mi madre ya no puedan hacerla, aunque sé que a mí no me
saldrán igual, y las torrijas que yo haga no tendrán ya el calificativo de
pecado divino.
Otro de los
sabores que recuerdo siempre por estas fechas es el del bacalao con tomate. El
rojo del tomate, el dorado del rebozado del bacalao, y el blanco inmaculado de
las lajas de pescado, esos son los colores. Los sabores por su parte, en este
caso, son más fuertes, más sabrosos, más intensos. Son sabores que quedan mucho
rato en el paladar y su gusto se mantiene durante todo el día. Las fuentes
donde se sirve el bacalao en mi casa son las que dan el toque de color alegre a
la mesa, ese rojo intenso de sofrito de tomate que recubre todas las tajadas de
bacalao, contrastan con el color pobre y apagado del potaje y las torrijas. El
bacalao con tomate es el primero de estos tres platos que están en mi recuerdo
y en mi Semana Santa, que mi madre empezó a hacer ella misma, aprendiendo de mi
abuela, su maestra, mi maestra. Este es un plato complicado de hacer ya que si
no se ha desalado bien el bacalao, si no se ha tenido el tiempo suficiente en
agua, éste queda muy salado y arruina un plato delicioso. Además es con este
plato con el único que entro en dura disputa con mi padre por mojar el pan en
la salsa de tomate que cubre el bacalao, nos comportamos como animales egoístas
que buscan apurar hasta la última gota de tomate que haya en el plato. La lucha
por el tomate acaba cuando se termina el pan o mi madre pone orden en la mesa.
Para mí la Semana
Santa es esto, son sabores, aromas, olores, comidas. Es la tradición del potaje
los viernes de cuaresma, el sabor y la intensidad del bacalao con tomate, y el
aroma y el sabor a anís y canela de las torrijas. Para otras muchas personas la
Semana Santa será devoción por una imagen, procesiones, olor a incienso, velas
y pétalos de rosas; para mí nada de esto es importante, sólo lo son los
recuerdos y en mí caso éstos son sabores y olores. Sin esos sabores y olores mi
Semana Santa no sería la misma, y el día que falten siempre me quedará su
recuerdo imborrable ya, y que espero no perder con los años, porque esa sí
sería una pérdida importante. Sabores y olores que no sólo me recuerdan las
fechas en las que estamos sino que también me traen a la mente situaciones,
sensaciones, sentimientos y lugares. Son sabores y olores que me recuerdan al
pueblo, a mis abuelos, a la familia casi siempre unida. Tradición. Como todo
ser humano, por mucho que haya personas que vayan de independientes y guays, yo
soy una persona de costumbres y tradiciones; costumbre y tradiciones que
jalonan la vida de toda persona y sin las cuáles las personas no tenemos identidad.
Los sabores y los olores forman parte de esas tradiciones que hay en mi vida, y
las torrijas, el bacalao con tomate y el potaje forman parte de esas
tradiciones, de esos olores y sabores, de esos recuerdos que perduraran en mi
mente y que todos los años volverán para, durante unos días, invadir todos mis
sentidos y transportarme a otros momentos de mi vida.
Potaje, torrijas y
bacalao con tomate, esta es mi Semana Santa.
PD: he escrito
estas líneas triste por la muerte de uno de los grandes escritores que han
visto las letras universales de todos los tiempos, no ya sólo en el siglo XX.
Escribo estas líneas con dolor, porque desde que leí “Cien años de soledad”,
Gabriel García Márquez, Gabo, se convirtió en uno de mis escritores favoritos.
Siempre le tendré como referente a la hora de escribir. Hoy, como todo el mundo
de las letras, como todos los amantes de la literatura y la escritura, soy un
poco más huérfano. Descanse en paz. Gracias por haberme hecho amar un poco más
las letras Gabo.
Caronte.
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