Antes de
marcharnos de Nürburgring mis dos compañeros de aventura viajera se dedicaron
mientras el coche se enfriaba un poco, algo que sinceramente consideraba
imposible debido básicamente al calor que seguía haciendo y que parecía no
disminuir, sino más bien al contrario seguir aumentando con el paso de las
horas, a darse una vuelta por el parking contemplando los prodigios del motor.
Para mí todos los coche eran iguales, salvo algún que otro Ferrari que siguen
pareciéndome algo exótico y fuera de mi alcance. Cuando consideraron que el
coche ya estaba lo suficientemente recuperado, aunque de un paso por
Nürburgring nada ni nadie queda igual que antes, nos dispusimos a partir camino
de nuestro próximo punto de parada y noche. Pero debido al calor que hacía
antes de nada me fui de nuevo al baño a echarme un poco de agua en la cara, el
cuello y la nuca para ver si así se bajaba un poco el calor que sentía. En el
baño había un alemán bien grande que estaba haciendo exactamente lo mismo que
yo y que al verme bajar la cabeza hacia el chorro de agua y empaparme la cara
me dijo que vaya calor que hacía, a lo que yo le respondí que sí que ni
siquiera en España de donde era había pasado yo tanto calor en un único día, a
lo que él alemán volvió a responder que llevaba más de cincuenta años sin hacer
tanto calor por aquella tierra. Al salir del baño cada uno fuimos en una
dirección. No me extraña que los alemanes estuvieran rojos como tomates y con
las camisas y camisetas empapadas de sudor y las frentes brillantes por la
misma razón.
Dijimos adiós al
olor a rueda quemada, a gasolina y a humo. Por fin tomamos reemprendimos la
carretera y pusimos rumbo hacia nuestra siguiente parada, Heidelberg, una de
las grandes ciudades universitarias alemanas, referente en el mundo educativo
superior no solo en el mundo germánico sino también en toda Europa. El viaje a
Heidelberg no sé cómo se desarrolló ya que me quedé totalmente dormido. Solo
tengo vagos recuerdos producidos supongo en fases ligeras de mi sueño en las
que escuchaba hablar a mis dos acompañantes sobre el circuito de carreras de
Hockenheim, otra de las célebres pistas de carreras que hay en Alemania, y
sobre el ir hacia allí para verlo en vez de dirigirnos a Heidelberg
aprovechando que yo estaba dormido. Es lo que tiene estar enganchado al mundo
del motor y los coches, que supongo que es como una droga que no deja pensar en
otra cosa (como me pasa a mí con los libros), y llevar en los genes los rugidos
de motores y en la sangre la gasolina. Ya digo es posible que esto no pasara, y
que estas voces no se produjeran realmente, yo iba dormido, descansando lo que
podía. Me desperté como una media hora antes de llegar a Heidelberg.
La ubicación de
esta ciudad universitaria no tiene pérdida alguna ya que se encuentra enclavada
en la confluencia de los ríos Neckar y Rin, aunque teóricamente está a orillas
del primero. La ciudad se aposta en los costados del desfiladero por el que
discurre el Neckar y que desde la lejanía se pueden ver como dos moles inmensas
de terreno que se elevan sobre el nivel normal del suelo y se mantienen así
elevados como si fueran una mesa dispuesta para gigantes. Poco a poco a medida
que el coche se fue acercando a la ciudad la hendidura en el terreno provocada
por el río se fue haciendo más presente y clara, hasta que penetramos por completo
en ella y cruzamos de parte a parte, pegados siempre a la margen izquierda del
Neckar, la ciudad de Heidelberg. No podíamos pararnos en ese momento a
visitarla ya que debíamos llegar a algún camping para poder registrarnos antes
de que cerraran, pero aunque esa primera toma de contacto fue efímera en cuanto
que duró lo que tardamos en recorrer en coche la ciudad. Sin embargo entre
algunos edificios pude contemplar efímeramente la silueta rosada del Castillo
de Heidelberg en lo alto de una colina, colgado sobre los tejados de la ciudad,
mirándola desde las alturas, protegiéndola de nada y de todo.
El camping al que
nos dirigíamos se encontraba algo alejado de la ciudad, no mucho apenas unos
minutos en coche, y en la mismísima orilla del Neckar. Estaba regentado por una
pareja muy peculiar, ya que la formaban un alemán que tenía pinta de lobo de
mar que de teutón centroeuropeo y una mujer de origen asiático que no supe muy
bien ubicar entonces y que ahora por más que lo intento tampoco sabría hacerlo.
La verdad es que me pareció una mezcla curiosa cuanto menos. Logramos plaza en
el camping por los pelos, ya que llegamos apenas unos minutos antes de que
cerraran la recepción de turistas. Nos dijeron que podíamos plantar la tienda
donde quisiéramos hacia el final de la zona de acampada, bastante lejos de la
entrada y los baños, para que negarlo. La ubicación no es que fuera la idónea
ya que la hierba en la zona que nos tocó tenía una buena altura y hubiera
servido como un buen buffet libre a una gran manada de vacas.
El problema es que
en el camping había un grupo numerosísimo de turistas orientales, coreanos
concretamente, que habían levantado un verdadero campamento base al principio
del mismo y que ocupaban una buena extensión de terreno. No tenían mucha edad,
serían incluso más jóvenes que nosotros, parecía que estaban en un viaje de fin
de estudios. Lo que pasaba era que daba miedo pasar junto a esa mini ciudad que
tildé inmediatamente de Bangkok Dangerous, no por que fueran tailandeses ni peligrosos,
sino porque parecía una ciudad de los suburbios malolientes, dirigidos por las
mafias, de alguna gran ciudad del sureste asiático. Esto lo sé de buena mano ya
que como en los campings anteriores fui yo el que tuvo que ir a buscar una maza
para poder clavar la tienda de campaña al suelo. Dio la casualidad de que mi
búsqueda terminó en los coreanos, primero porque no es que hubiera muchas más
opciones (apenas había occidentales), y segundo porque nadie parecía tener una
maldita maza en aquel camping. Luego tuve que dirigirme hacia el gueto coreano.
Tras observar un poco el panorama me decidí por un grupo de chavales que tenían
cara de amables. Porque entre los grupos de chicas que rehuían la mirada, las
pandas de carteristas lideradas por un coreano con pintas de no dejarte ni un
hueso entero tras una sesión de tortura y los grupos de coreanos gordos, frikis
y con pinta de informáticos vírgenes y pajilleros, no me atrevía a preguntar a
nadie. Tuve suerte que di con un chaval amable que me dejó con toda displicencia
su maza y me dijo que ya se la devolvería que no había problemas.
De vuelta con Juan
Carlos y Álex, les relaté lo sucedido y la experiencia tan extraña de sentir
que estaba en el más lejano oriente, cuando en realidad estaba en una de las ciudades
más intelectuales de Alemania por cuya universidad han pasado muchos de los más
grandes pensadores y científicos de ese país. Pero resulta que ya habían
calvado la tienda de campaña, por lo que el haber arriesgado mi vida fue
totalmente en balde. Tuve que volver a devolver la maza. Aunque esperé un poco
para que el coreano que me la había prestado no pensara que le estaba
vacilando. De vuelta a la ciudad del marisco crudo, los tenderetes de ropa en
la calle y las cazuelas de fideos de arroz me puse a buscar al chaval que me
había dejado la maza. El problema en ese momento era que no recordaba muy bien
quién era. ¡Todos los coreanos son iguales! Y tampoco recordaba muy bien la
zona en la que le había encontrado. Al final fue él quien dio conmigo y pude
devolverle la maza intentando mostrarme lo más amable posible y excusándome por
la tardanza y por no haberle encontrado yo. También le dije en español que
cualquiera les distinguía siendo todos iguales. Esto último supongo que no lo
entendió porque se rió.
Ya teníamos la
tienda montada. Ahora tocaba darse una buena ducha para ir a Heidelberg a
visitar la ciudad y cenar en algún lado. Mientras organizábamos todo un poco,
pasó una cosa totalmente surrealista, o al menos eso es lo que me pareció en el
instante. Fue una de las anécdotas de todo el viaje sin lugar a dudas. Resulta
que un señor alemán, ya mayor, con el pelo canoso, la piel llena de arrugas,
bigote y gafas de ver, se paró delante del coche y en un español más que
decente, tanto que en el primer momento pensé que era un español que nos había
descubierto por la matrícula, nos preguntó si éramos españoles. Tras unos
primeros segundos de desconcierto en los que intentamos, al menos yo, hacernos
una composición de lugar para saber quién preguntaba, respondimos que sí, tras
lo cual nos preguntó el señor si habíamos venido desde España, a lo que
volvimos a responder que sí. El hombre quedó alucinado por el viaje. Así
entablamos una conversación que duró unos cuantos minutos, y que estuvo
liderada por Álex que aparte de buen conductor tiene buen don de gentes (mejor
que yo seguro, aunque eso no es que sea muy difícil).
El hombre nos
empezó a decir que estaba en el camping con su hijo y su nieto pasando un fin
de semana de hombres, pero que él realmente vivía en Heidelberg. Estudió
derecho en la universidad de dicha ciudad y estuvo también un par de años en
España, primero terminando sus estudios y luego trabajando en los juzgados de
Plaza de Castillo como abogado. Lo más sorprendente es que nos dijo que había
sido compañero nada más ni nada menos que del juez Baltasar Garzón, algo que al
menos a mí me dejó totalmente alucinado. También nos preguntó por nuestro viaje
y qué es lo que habíamos visto y qué íbamos a ver los días siguientes. Nos
recomendó encarecidamente que visitáramos Heidelberg, a lo que le dijimos que
nos íbamos en cuanto termináramos de organizar el campamento para la noche.
También hablamos del calor que estaba haciendo esos días en Alemania y nos
comentó que nunca había vivido tanto calor, aunque no era raro que en verano
hiciera calor, bastante más de la que nos pudiéramos pensar. Al final nos
despedimos de manera muy cordial, casi como si fuéramos viejos conocidos que se
reencuentran después de una larga ausencia. No sería la última conversación con
ese viejo abogado que tanto carió tenía a España y tan hondo le calamos los
españoles.
Mientras escribo y
recuerdo aquella jornada me doy cuenta de algunos detalles que parecían
olvidados ya, o al menos que empezaban a estar envueltos en las brumas del
recuerdo perdido. Surgen a medida que escribo detalles que a priori pensaba que
eran de una manera pero que luego resulta que me viene a la mente que fueron de
otro modo. Así caigo ahora en la cuenta de que no nos duchamos antes de ir a
Heidelberg, sino a la vuelta de la visita a la ciudad. Luego una vez que
dispusimos perfectamente la tienda de campaña y dejamos todo en su sitio
decidimos encaminarnos hacia la ciudad. En la recepción del parking nos dijeron
que debíamos estar de vuelta antes de una hora determinada de la noche, que sí
que no recuerdo muy bien cual era, para no molestar a la gente que ya estuviera
durmiendo o a punto de hacerlo. Está claro y creo que no hace falta que lo
justifique que no llegamos antes de esa hora, pero aún así pudimos pasar con el
coche ya que hicieron una excepción que yo supongo que fue debida a la
extraordinaria situación de ocupación del parking.
Llegamos a la
ciudad y aparcamos con una suerte infinita, casi sin dar muchas vueltas, algo
imposible si hubiéramos intentado hacer lo mismo en Madrid un día como ese, en
pleno fin de semana. Como digo aparcamos muy cerca del centro, al lado de
Karlslatz (mientras escribo intento documentarme bien sobre los lugares por los
que pasamos con sus nombres verdaderos para facilitar así a quien esté
interesado que pueda buscar esos lugares). Desde esa plaza pudimos ver por
primera vez el Castillo de Heidelberg que cuelga sobre la ciudad como la imagen
de un fantasma, semiderruido, con sus piedras rojas, o rosadas, o anaranjadas,
o marrones, según cómo las ilumine el sol, mostrando toda su desnudez y vejez,
sostenidas ya en muchos lugares mediante andamios que con el paso del tiempo se
han convertido en elementos tan definidores del monumento como sus fachadas
barrocas y medievales.
La tarde ya estaba
decayendo, pocas horas quedaban de luz útil sobre el horizonte para alentar la
vida diurna. Y esa poca y ya casi extinta luz solar proporcionaba a la ciudad
una belleza inusual debido a las luces y sombras que unos edificios arrojaban
sobre otros. Siempre he dicho que Madrid tiene los mejores atardeceres del
mundo, y más desde que los llevo viviendo dos años al ir a francés por las
tardes al centro de la capital de España; pero soy capaz de reconocer un
atardecer hermoso cuando lo veo y el que aquella tarde nos brindó el destino
tanto a mis compañeros de viaje, como a mí, lo era sin ninguna duda. Sin saber
muy bien hacia donde nos teníamos que dirigir, por no saber qué calle de las
que salían de la plaza en la que nos hallábamos coger, optamos por hacer algo
muy típico del turista despistado y es seguir a la mayoría. Además también es
buen truco siempre en ciudad extranjera, y si es histórica aún más, guiarse por
las torres de las iglesias, ya que la más alta siempre suele coincidir con la
plaza principal. Y así hicimos también.
Iglesia del Espíritu Santo. |
Tras dejar atrás
Karlsplatz llegamos a otra plaza, ésta más pequeña que la anterior y con la
estatua de una Virgen en su centro, su nombre no sé cual es pero los edificios
que la rodeaban tenían la pinta de haber albergado a gentes muy importantes de
Heidelberg. Ahora sin embargo muchos de esos grandiosos edificios, palacios,
que nos cruzamos en nuestro paseo por la ciudad albergan hoteles de muchas
estrellas, comodidades y lujo. Seguimos avanzando. Cada vez había más gente por
las calles y el murmullo se hacía cada vez más intenso. La razón para esto era
que estábamos ya en la Plaza del Mercado, la plaza principal de Heidelberg
donde bullía la vida como si estuviéramos en cualquier plaza mayor de cualquier
ciudad española. Las terrazas con sus sombrillas se arremolinaban alrededor de
la plaza, pegadas a los edificios en cuyos bajos había restaurantes,
cafeterías, pastelerías y cervecerías; pero estas mesas llenas de gente también
proliferaban en el centro de la plaza entre el edificio del Ayuntamiento y la
Iglesia del Espíritu Santo, alrededor de una fuente. El juego de sombras que el
sol arrojaba sobre la plaza la hacía mucho más hermosa de lo que probablemente
hubiéramos podido contemplar en pleno mediodía. La gran Iglesia que ocupaba más
de la mitad del espacio de la plaza, cuya parte trasera se enfrentaba al
Ayuntamiento como si el poder de la iglesia hubiera dado la espalda al poder de
los hombres terrenales, estaba presidida en su fachada de poniente por una gran
torre coronada por uno de los tan típicos tejados de iglesia alemanes que ya
habíamos visto en la lejanía en muchos pueblos desde la carretera.
Desde el centro de
la plaza del mercado se podía ver el omnipresente castillo de la ciudad. Uno
mientras está en Heidelberg no puede olvidar su presencia. Aunque no se vea se
sabe que está ahí, como el espíritu del antiguo dueño de un palacio o fortaleza
medieval que reniega a irse del que fue su hogar y baluarte de su poder y
dominios aún después de muerto. Una vez el ojo capta la belleza, aunque más que
bello u hermoso este castillo es atractivo, de la fortaleza rosada siempre la
tiene presente, y muchas veces sin quererlo busca su presencia en las alturas,
por encima de los tejados de los edificios, para calmar la necesidad de saberse
bien protegido y cerciorarse de que las cosas siguen en si sitio y seguirán
siempre así hasta que la locura de algún humano o alguna sociedad decidan poner
fin al pasar del tiempo y al normal desarrollo de la historia.
El camino que yo
estaba buscando era el de llegar hasta el puente viejo desde el que se tienen
sin duda las mejores vistas de todo el conjunto urbano de Heidelberg y desde el
cual se puede contemplar al mismo tiempo los campanarios de las distintas
iglesias de la ciudad que se elevan hacia el cielo en busca de vete tú a saber
qué, el gran río Neckar que sin ser uno de los más famosos de Alemania, y muy
poco conocido fuera de sus fronteras, tiene en su encuentro con el Rihn
aspiraciones de río amazónico y su anchura sobrecoge, el Castillo-Palacio de
Heidelberg y el resto de tejados de la ciudad universitaria. Al puente se llega
bordeando la Iglesia del Espírito Santo y cogiendo la calle que sale desde su
lado norte. Todos los rincones de la ciudad estaban totalmente abarrotados de
gente tomando algo en las terrazas de los cafés y de las cervecerías, o
preparándose para cenar en los múltiples restaurantes. También proliferaban las
heladerías de las que salían numerosas colas de personas que esperaban su turno
para refrescar sus entrañas con un helado.
Al final de la
calle que llevábamos y con el sol ya apenas iluminando el último tercio de las
fachadas de todos los edificios, se levanta una enorme puerta que da acceso al
puente propiamente dicho. Es algo típico de los puentes medievales, aunque este
no lo sea por haber sido erigido en el siglo XVIII, sobre todo del centro de
Europa, aunque también tenemos buenas muestras de ello en España, el disponer
en sus extremos, sobre todo el que da a la ciudad propiamente dicha, de puertas
de acceso en las que antiguamente se pagaba una tarifa o impuesto para poder
traspasar dicha puerta y entrar en la ciudad. Allí estaba la gran puerta, con
dos torres esféricas coronadas con sendas cúpulas en forma de cebolla.
Atravesamos la puerta y empezamos a recorrer el puente hasta prácticamente su
mitad para desde allí poder contemplar tranquilamente la belleza de la ciudad,
con su castillo en lo altos, sus torres eclesiásticas, sus tejados picudos, la
puerta del puente y el río Neckar bajo nosotros. Y es aquí donde me fijé en la
maravillosa luz de atardecer que nos acompañaba, que tuvimos el privilegio de
contemplar, y que resbalaba con sus tonos dorados por los edificios que daban a
la orilla del río y los tejados de las casas del centro de la ciudad. Una luz
que daba las últimas caricias a esas fachadas a las que había acompañado
durante todo el día y de las que ahora debía despedirse hasta la mañana
siguiente, cuando después de morir en el horizonte, por poniente, el sol
volviera a nacer otra vez con un nuevo día de vida del mundo, por oriente.
Caronte.
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