Una de las cosas
que más recuerdo de aquel día fue ver el sol sobre el río Neckar como una gran
bola de fuego, un disco dorado ardiente que enfila ya el final de su recorrido
diario como si fuera el guardián de una prisión que es el mundo en el que los
hombres somos prisioneros a perpetuidad. Ese sol cegador y brillante cuya luz
se reflejaba intensamente sobre las aguas tranquilas del río había estado todo
el día golpeando, martilleando, nuestras cabezas, calentando la tierra alemana,
los bosques, las calles de las ciudades y la piedras de los monumentos. Ese sol
al que ya le quedaban pocas horas para marcharse, para morir en el firmamento y
resucitar al día siguiente con la misma fuerza con que esa misma mañana, muchas
horas antes de ese instante que quedó grabado en mi retina y que me apresuré a
inmortalizar con mi cámara de fotos para fijar la belleza de un instante que es
muy probable que no vuelva a vivir en las mismas circunstancias ya que toda
caída del astro rey hacia el horizonte es única e irrepetible, nos había
despertado a muchos kilómetros de distancia.
El cuarto día de
mi viaje por Europa con amigos empezó con un sol radiante iluminando todo el
interior de la tienda de campaña levantada en un pequeño camping de un
tranquilo pueblo alemán llamado Ulmen, justo enfrente de un lago. Como había
sido habitual en los días precedentes nos costó lo nuestro levantarnos. Juan
Carlos siempre era el más diligente, dejándonos a Álex y a mí en la tienda un
rato más mientras él se iba a duchar. Generalmente cuando él volvía de la ducha
yo ya estaba levantado moviéndome y poniéndome en marcha preparando el desayuno
y colocando las cosas para la jornada. Álex siempre remoloneaba un poco más, no
mucho también hay que decirlo. Era la segunda mañana que amanecíamos en Ulmen
ya que el día anterior lo pasamos prácticamente entero en el circuito de Nürburgring,
meca de los amantes del motor, la velocidad y la adrenalina en estado puro.
Como compañeros de acampada teníamos a una pareja de amigos rusos que venían
desde Moscú en un “Mercedes” que no creo que me pueda comprar yo en mucho
tiempo, con el objetivo de llegar a Niza; también había dos caravanas, una de
unos holandeses que muy amablemente el día anterior nos prestaron su maza para
clavar la tienda de campaña, y también otra pareja mayor de daneses con los que
también intercambié algunas palabras en mi búsqueda de algo con lo que clavar.
El día anterior
fue movidito y cargado de emociones fuertes. La primera parte del día la
empleamos en visitar un castillo que parecía sacado directamente de un cuento
de hadas pensarían algunos, aunque a mí la sensación que me dio es que era más
bien la morada de algún señor medieval oscuro y cruel que atemorizaba y oprimía
a sus vasallos y que vivía recluido en su castillo del que no salía nunca y en
el que a día de hoy se pueden escuchar en noches de luna llena y cielo
despejado sus voces de locura y desesperación. Después del castillo fuimos
bordeando en gran medida el río Mosela, con sus encantadores pueblos sacados
directamente de postales idílicas presididos siempre por las torres picudas de
iglesias protestantes, sus viñedos que se acercan hasta las mismísimas orillas
de la corriente y el impresionante entorno que da el que el río vaya encajonado
en el fondo de un valle espectacular rodeado de montes y montañas de alturas
increíbles. Bordeando el Mosela llegamos a Cochem, un pequeño pueblo de ensueño
presidido desde lo alto de una montaña por un imponente castillo que aparecía
desde la lejanía como un guardián inmóvil en el tiempo de la vida y la historia
de ese pueblecito tan acogedor y pintoresco. Después y para acabar ya la
jornada con el gran plato fuerte que mis compañeros de viaje deseaban desde que
salimos desde Madrid nos dirigimos hacia Nürburgring para dar un par de vueltas
al legendario circuito de carreras.
No todo en ese día
fue sobre ruedas, nunca mejor dicho, ya que durante la segunda vuelta al
circuito de Nürburgring que dimos se produjo un accidente apenas una decena de
coches por delante de nosotros que obligó a parar la carrera. En principio el
accidente no parecía nada grave, un mero alcance entre una moto y un vehículo,
por lo que esperábamos que se reabriera la pista más pronto que tarde cuando la
seguridad se pudiera restablecer. Sin embargo los minutos fueron pasando y la
pista no se abrió. Por megafonía anunciaron a todos los presentes en el parking
que no se reanudarían las sesiones en el circuito. La decepción en el momento
de escuchar ese aviso fue grande para mis compañeros. Se notaba en sus rostros
que les dolía no poder seguir dando las dos vueltas que les quedaban.
Pero no todo estaba
perdido. Es cierto que por planificación del viaje se suponía que ese día iba a
ser dedicado a Nürburgring y que al día siguiente debíamos partir de Ulmen y
continuar nuestro camino hacia el sur rumbo a Múnich donde Ángel nos esperaba y
donde los tres que veníamos de Madrid tanta ilusión teníamos que llegar. El
contratiempo y la desilusión de Nürburgring fueron grandes, pero un español con
el que nos encontramos en el circuito, probablemente el único de nuestra patria
con nuestra excepción claro está, nos dijo que al día siguiente el circuito
abría al público a las dos de la tarde y que si estábamos a esa hora podríamos
dar las vueltas que nos faltaban sin problemas y después podríamos seguir
nuestro camino sin perder tampoco excesivo tiempo. Esa noche en el camping
hicimos consejo de sabio y debatimos sobre la jornada siguiente y las
posibilidades de cambiar o no el planing del viaje. La meta del día siguiente
era fija: no podíamos no llegar hasta ella. Pero por tiempo sí que podíamos
estar en el circuito a las dos, dar las dos vueltas que mis compañeros tenían
pagadas (y a un precio alto) y llegar hasta la meta de la etapa a buena hora
para tener cámping.
Durante el debate
sobre hacer o no las vueltas, yo noté a mis compañeros de aventura preocupados por
el hecho de que dejáramos de ver cosas que a mí me hacía ilusión ver. Yo en mi
fuero interno estaba dividido: por un lado no me apetecía salirme de lo
planeado y no visitar aquellas ciudades que teníamos pensadas para el día
siguiente cuando ya habíamos dejado de ver, por falta de tiempo Tréveris; pero
por otro lado tampoco me apetecía nada que Juan Carlos y Álex hubieran tirado
el dinero en dos vueltas a Nürburgring que por casualidades del destino no iban
a poder dar. Yo dije que no quería que malgastaran ese dinero y que creía que
debíamos volver al circuito al día siguiente, lo que suponía cambiar todo el
plan para el día siguiente. Nos pusimos a buscar opciones para emplear la
mañana del día siguiente, ya que hasta las dos el circuito de Nürburgring no
abría la pista para los aficionados. Tras muchas cábalas, cálculos de tiempo y
distancias, la solución adoptada fue que volviéramos sobre nuestros pasos del
segundo día de viaje y nos acercáramos hasta Tréveris, o Trier, para visitarla,
cosa que no pudimos hacer cuando estaba pensado porque íbamos muy mal de
tiempo. Ya estaba la decisión tomada, los ánimos calmados, cada cual contento
con la solución adoptada ya que nos agradaba a los tres y con esa buena
sensación nos fuimos a la tienda de campaña a dormir escuchando de fondo de vez
en cuando los sonidos amortiguados de la naturaleza en su estado más puro, así
como el motor de algún que otro coche que pasaba por la no muy alejada
autopista, y con un cielo estrellado impresionante sobre nuestras cabezas. Por
cierto el calor del día parecía algo amortiguado por el frescor que emanaba del
lago cercano.
Como ya dije antes
esa cuarta mañana de viaje, muy lejos ya de Madrid, de nuestras casas, en
plenas tierras germanas, amaneció radiante, con un sol extremadamente luminoso
y con un calor que pocas veces en Madrid he vivido desde tan temprano. Eran las
ocho de la mañana cuando nos levantamos y nos pusimos a desayunar y el sol ya
picaba, y el calor ya se estaba empezando a levantar. Como digo desayunamos
tranquilamente, remoloneando como de costumbre; recogimos la tienda de campaña
porque ya sí que no íbamos a volver a Ulmen y una vez que todo estuvo dentro
del maletero del coche partimos camino de Tréveris. Esa mañana llevé yo el
coche ya que tanto Álex como Juan Carlos me lo pidieron teniendo en cuenta que
luego irían a conducir en Nürburgring y desde el circuito hasta la ciudad meta
de ese día.
Llevé el coche
hasta Tréveris siguiendo la misma ruta y carretera que habíamos traído el
segundo día de viaje desde Francia. Tuve la sensación de que estaba volviendo a
casa, retrocediendo el camino ya andado y acercándome al principio del viaje.
Sin embargo todo parecía distinto al mismo tiempo ya que cuando recorrimos esas
mismas carreteras dos días antes el sol extendía sobre los viñedos de esa zona
de Alemania, sobre las colinas suaves y las copas de los árboles de los bosques
en la lejanía del horizonte una luz dorada propia de las puestas de sol del
verano. Sin embargo ese día el sol era naciente y la luz blanca a rabiar. El
paisaje cambia radicalmente según la luz que le llegue desde nuestro astro rey
y es él y su luz los que hacen que la belleza que los seres humanos a veces
percibimos a través de nuestros tramposos ojos no sea la misma y así un paisaje
que podría llegar a ser anodino, normal, vulgar incluso, que en cualquier parte
del mundo podríamos encontrar, si la luz es la adecuada puede parecernos la
estampa más hermosa que hayamos visto aunque esa sensación dure pueda durar
apenas unas horas y sea por tanto efímera en el tiempo, no así en nuestra
memoria.
Llegamos a
Tréveris. Entramos en la ciudad por la zona industrial. Yo creo que nos
equivocamos de salida por no hacer caso al puñetero GPS por el que Juan Carlos
y Álex tenían constantes disputas debido a su fiabilidad, alabada por el
primero y cuestionada seriamente por el segundo. Pero no había vuelta atrás.
Estábamos en una ciudad extranjera, en una zona industrial, con todos los
comercios que había cerrados por ser fin de semana si no recuerdo mal intentando
buscar el centro de la ciudad para poder dejar en coche en algún aparcamiento y
empezar a visitar la ciudad. Al final dimos con el centro. No sabíamos muy bien
donde estábamos, pero guiándonos por las altas torres de la catedral de
Tréveris que tomamos como punto de referencia para asumir si estábamos cerca
del centro o no, decidimos aparcar en un parking subterráneo que resultó ser
uno de los más céntricos que podríamos haber encontrado. Cuando salimos del
subterráneo tras aparcar el sol ya estaba bien alto en el cielo desplegando
todo su poder caloríficos sobre el asfalto, aceras, parques y monumentos de
Tréveris, y sobre nosotros también, incluido un servidor que no es que lleve el
calor muy bien a pesar de venir de Madrid donde en verano no hay quien pare de
doce de la mañana a siete de la tarde.
Al salir del
parking nos dimos cuenta, buen supongo que yo me di cuenta de dónde estábamos.
Y la verdad es que para no saber muy bien donde estábamos dejando el coche
resulta que acertamos al completo. A unos pocos pasos de los ascensores que
llevan a los conductores a sus plazas de aparcamiento se encontraba uno de los
monumentos más importantes de Tréveris, o Trier: el Aula Palatina. Este
impresionante edificio rectangular de ladrillo cocido y rojo fue construido en
el siglo IV, alrededor del año 310 de nuestra era. Puede resultar chocante no
lo dudo, pero es que Tréveris es una de las ciudades más antiguas de Alemania,
fundada nada más ni nada menos que en el año 16 a.C., lo que también la hace
una de las ciudades más antiguas en las que he estado nunca (sin contar con
Roma claro está).
El Aula Magna o
Basílica de Constantino es como ya he dicho un grandioso edificio de ladrillo
rectangular, pero además tengo que resaltar la altura del mismo que la verdad
es que impresiona nada más verlo. Tras contemplar un rato la fachada lateral
compuesta por dos niveles de grandes ventanales nos dirigimos hacia uno de los
extremos del edificio que daba a un jardín ornamental al final del cual había
una serie de fuentes y a cuyos lados había unas estatuas de mármol de personalidades
importantes de la ciudad. Una curiosidad del Aula Palatina es que está adosada
a un palacio de estilo barroco que la verdad sea dicha choca bastante con la
construcción romana, supongo que se pudo deber a una operación urbanística de
dudoso calibre llevada a cabo hace unos cuantos siglos, uno de los primeros
ejemplos de corrupción, porque la verdad es que no pega nada ver un edificio
romano con su sobriedad, seriedad y escasa ornamentación en la fachada, al lado
de un edificio en el que es complicado no encontrar un metro cuadrado de
fachada sin adornos, molduras de escayola, balcones de hierro haciendo
filigranas imposibles o ventanales de formas muy redondeadas. Podríamos haber
continuado visitando los jardines y habernos dirigido hacia las termas romanas
que estaban no muy lejos de allí, lo que pasa es que en Tréveris había muchas
cosas más interesantes que ver, o al menos yo daba prioridad (mis amigos se
dejaban guiar y acataban mis órdenes dando por bueno mi criterio) a otras cosas
y por tanto dejamos allí plantada al Aula Palatina y nos dirigimos hacia el
centro de la ciudad propiamente dicho.
No lo he dicho
pero Tréveris es una ciudad Patrimonio de la Humanidad. No sólo por la ya
citada Aula Magna, sino también por su conjunto de ruinas romanas, y por la
Catedral de San Pedro. Ésos eran nuestros objetivos en Tréveris. Callejeando
por la zona más nueva, esa que tenía toda la impresión de haber sido
reconstruida después de la IIGM en un estilo moderno, llegamos al final a la
calle principal de la ciudad. La tomamos en sentido norte, hacia donde la mayor
parte de la gente se dirigía y hacia donde yo creía que iba a estar el centro
histórico propiamente dicho. No me equivocaba. Poco a poco, a medida que
avanzábamos en la dirección correcta los edificios que nos íbamos encontrando
eran más antiguos, típicamente alemanes con sus fachadas pintadas a trazos con
colores llamativos, sus ventanas cuadradas y su forma triangular con tejados a
dos aguas. De golpe, casi sin esperárnoslo dimos con la Plaza del Mercado, que
estaba llena de gente alrededor de unos puestos de alimentos situados alrededor
de una estatua en la parte más central de la plaza.
Caronte.
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