domingo, 24 de mayo de 2015

Supongo que lo echaré de menos

Hace apenas un par de años, mediada la carrera, lo único que quería es que acabara de una vez para poder librarme del enorme peso que suponía estar metido en un sitio y estudiando una carrera que ni me ilusionaba ni me motivaba lo suficiente para aguantar nada. Me pesaba mucho haberme equivocado eligiendo carrera, y que ese error lo hubiera constatado demasiado tarde como para intentar enmendarla dejando la carrera y empezando otra. El problema fue que no tuve valor para hacerlo tampoco. Quizá usé de excusa que no iba a tirar ya los tres años que llevaba en mi Escuela y que había superado con relativo éxito. Debí tomar entonces una decisión y no parapetarme detrás de excusas que me autoimponía para no darme cuenta de que si uno tiene claro sus sueños y se ha dado cuenta del camino que debe seguir debe hacerlo, aunque ello suponga abandonar otro camino que ya lleve bastante avanzado.

Por esto quería que llegara el final, que se acabara la carrera y que todo terminara para así poder quitarme al menos el peso de ir todos los días a un sitio que para mí terminó simbolizando en algún momento de estos seis años una prisión. Ese día final ya ha llegado, pero no siento ese alivio que pensé que iba a sentir al salir por última vez de clase. Quedan todavía las citas con los exámenes, pero tras un año en el que el Proyecto Fin de Carrera ha supuesto el ochenta por ciento de mi dedicación, de mis pensamientos y de mi tiempo libre (y no tan libre también), los exámenes son como una rozadura de un zapato nuevo en el talón del pie, después de haber pasado una almorranas del tamaño de un melocotón. El último día que pisaré la Escuela por obligación será el próximo 1 de julio cuando deba defender mi proyecto ante el tribunal que lo evaluará y me dirá lo bien, lo mal o lo regular que lo he hecho (o copiado según se mire). Ese será oficialmente el último día de mi vida universitaria.

Paradójicamente ahora resulta que no quiero que llegue ese momento. Bueno de hecho quiero y no quiero que llegue ese último día. Supongo que estoy afectado ya del síndrome de Estocolmo, ese que sufren las víctimas que terminan cogiendo cariño a sus verdugos después de un largo cautiverio, tortura o trauma. Soy el primer sorprendido de este cambio radical de postura y sentimiento hacia estos últimos años de mi vida. Seis han sido los años que he pasado en mi Escuela, rodeado la mayor parte del tiempo por la misma gente, los mismos espacios, las mismas rutinas. Un cuarto de la vida que llevo vivida a día de hoy, ya que tengo 24 años recién cumplidos. Se dice pronto, se escribe pronto, pero asimilarlo es más complicado. Esto no es un asunto trivial, es complejo. Siento sensaciones encontradas como he dicho. Quiero que todo acabe porque la Escuela, no es que me haya quitado nada porque no había mucho que quitar, por no decir nada, sino que me ha impedido encontrar cosas y quizá también a personas que me hubieran hecho la vida más sencilla.

Estos seis años metidos en un lugar y dedicando muchas horas de mi tiempo y mi energía a estudiar algo que no me interesaba lo más mínimo, pero que tenía que sacar como fuera, me han quitado vida. He dejado de hacer muchas cosas que me hubiera gustado, y por centrarme en algo que no merecía la pena, sobre todo durante los primeros años de carrera (hasta que comprendí que no iba a dejarme la vida en la carrera y que nada de lo que consiguiera dentro de ese horrendo edificio de hormigón me iba a dar ninguna satisfacción), también he dejado de disfrutar de los mejores años de la vida de cualquier persona: su juventud. Ahora, acabada ya la universidad, no teniendo que volver más a sus aulas (salvo a la de exámenes), cuando podría disfrutar algo más de mi propia vida, de mis años jóvenes, de mi pareja si la tuviera, me doy cuenta que estoy más cerca caso de ser padre (si tomo como referencia la edad a la que me tuvieron mis padres) que de empezar de nuevo la universidad. También eso se ha acabado.

Tengo un amigo, un buen compañero de carrera, que este último año me ha dicho muchas veces, porque he salido, o me he ido un día de domingueo por ahí, o simplemente porque he publicado en el blog con más frecuencia de la cuenta, que si me sobraba el tiempo. No quiero decir que me sentara mal, porque sería mentira, puede que fuera muy pesado escucharlo constantemente pero nada más; lo que pasa es que debería haber contestado a esa afirmación de mi amigo diciendo que no me sobra tiempo, sino que me falta vida. Y eso es así. No entiendo a las personas que hacen de la carrera su eje vital y sólo viven y han vivido por y para el proyecto y la carrera. Creo que se quitan años de vida, pero allá ellos. La Escuela, la carrera, no se merecen ni un segundo de más de nuestras vidas, al menos de la mía, ni más esfuerzo del justo y el necesario para sacarse las asignaturas. Si alguien lo hace por amor propio está en todo su derecho pero debería consultar con un profesional para ver si no hay algo que funcione mal en su cabeza. Y esto no lo digo por esta carrera únicamente. Creo sinceramente que lo que de verdad importa en la vida, y a lo que debemos dedicar la mayoría del poco tiempo que la existencia no has proporcionado a disfrutar de vivir y sobre todo de la gente que tenemos a nuestro alrededor: familia, amigos, pareja, hijos, etc.; el resto solo son cargas que el ser humano se ha ido imponiendo.

Después de seis años duros en los que he pasado de todo dentro de la Escuela, muchas cosas relacionadas con la propia carrera y otras también derivadas de la misma y de darme cuenta de lo poco que hasta entonces había vivido y disfrutado de la vida pensando únicamente en el colegio, en el instituto, en la carrera que iba a estudiar, y en las notas que tenía que sacar. ¿Y todo para qué? Para que llegado el momento me equivocara del todo y acabara embarcado en una carrera que ha terminado por defraudarme. Pero han sido seis años y esto no es poco. Seis años de sinsabores, de alegrías, de penas, de ostias contra la pared, de golpes en el lomo después de exámenes sin sentido alguno, de trabajos improductivos, de clases eternas a las que había que ir simplemente porque el profesor de turno pasaba listo y había que figurar como presente para recibir al final una miserable décima por asistencia (décima que, lo que es más triste, podía decidir si estabas aprobado o no), de aprobados con buena nota, de suspensos justificados, de aprobados salidos de la nada y que no se terminan de explicar (todo 5.0 es un suspenso tan grande como la Catedral de Sevilla pero que por pena ha mutado en aprobado), de exámenes de más de cuatro horas y de otros de apenas hora y media y porque lo han alargado para no dar mala imagen. Seis años son muchos años y al final se termina cogiendo cariño a algunas cosas y también a algunas personas.

No voy a fingir ahora que todo ha sido magnífico, fantástico, de olor a fresas y color de rosa. Eso sería estar muy lejos de la realidad. Ha habido años durante la carrera que lo he pasado francamente mal. He estado metido en un pozo muy profundo a nivel personal durante mucho tiempo, del que sólo hace algo más de año y medio empecé a salir, gracias en gran medida obviamente al apoyo de mis padres, pero también al de mis amigos que siempre estuvieron ahí, de una manera o de otra. Como digo no todo ha sido maravilloso pero ha sido mucho tiempo en la Escuela, compartiendo clases, prácticas, exámenes, descansos y horas muertas con mis compañeros y amigos; y esto no se puede borrar. Hay cosas que no echaré para nada de menos, pero no cabe duda de que hay otras que sí sobre todo las que tienen que ver con las personas.

Si hubiera tenido que prever hace unos años cómo me iba a tomar el terminar la universidad hubiera dicho que con una alegría enorme por dejar ya la Escuela y la carrera. Pero ahora no siento eso. Es una sensación extraña la que siento. El viernes pasado cuando salí de la última clase, nos hicimos las fotos de rigor y me marché a casa a recoger a mi madre a la salida del trabajo como cualquier viernes no tenía todavía interiorizado el hecho de que no iba a tener que volver a madrugar para ir a la universidad, que eso ya s había acabado. Fue por la tarde cuando poco a poco me empecé a dar cuenta de que había terminado una etapa muy importante de mi vida. Una etapa que por suerte o por desgracia, y no sé muy bien cómo clasificarla de verdad, no se repetirá. Nunca volveré a tener 18 años y a comenzar una carrera universitaria. Nunca volveré a tener ni diecinueve ni veinte ni veintiún años, eso ya ha pasado. Al reflexionar sobre eso sentí una especie de vértigo. Sentí miedo. Caí en el vacío de no saber qué hacer mañana sin tener que levantarme para ir a la universidad. Seis años pasan rápidamente aunque pensemos todo lo contrario, pero dejan un poso que durará todo el resto de nuestra vida.

Supongo que será ese poso el que me hace sentirme así de raro. Debería estar contento en términos generales por haber acabado la universidad, por haber terminado una etapa más de mi vida, decisiva probablemente ya que determinará para bien o para mal lo que seré el día de mañana. Pero no noto esa alegría y ese alivio por haber llegado al final. Más bien todo lo contrario. Tengo miedo de no saber qué ocurrirá mañana, tengo miedo a volver al principio de nuevo, a un punto en el que las dudas y las inseguridades vuelvan a invadir mi mente y no sepa cómo combatirlas para desterrarlas definitivamente de mí. Pero no es sólo miedo al futuro y a no saber cómo vendrá. Hay una gran parte de ese miedo que radica en el miedo a perder lo poco que he conseguido durante estos seis años en la universidad: mis amigos, los únicos que tengo.

Puede que sea algo absurdo preocuparme sobre todo por perder a personas a las que quiero y aprecio, pero es lo que más miedo me da. Son las personas como dije antes lo que más me importan, y a las que más importancia doy en mi vida. Sin amigos estaría incompleto. Sin amigos nadie puede realizarse completamente (caso aparte pueden ser los insociables, pero esas personas tienen un problema mental y no son completamente responsables de esa insociabilidad). Es a la soledad que tenía y sentía antes de entrar en la Escuela, y que una vez dentro se acentuó al darme cuenta de que mientras yo no tenía amigos y llegaba a los fines de semana sin tener ningún plan que hacer más que quedarme en mi casas o salir a dar una vuelta con mis padres (algo que sin dejar de estar bien, llega un momento y una edad que no es normal y que termina por ahogar a uno), mientras que las personas a las que iba conociendo en la universidad tenían o parejas con las que quedaban o grupos de amigos del colegio o el instituto con los que salían a tomar algo, a la que temo. No quiero volver a esa situación después de haber pasado por la Escuela y haber hecho, o eso es lo que quiero creer buenos amigos.

Si siento miedo no es de manera infundada. Este último curso, ya fuera por el PFC o por los exámenes, o por cualquier excusa relacionada con la Escuela, ha sido quizá el que más he notado esa soledad. He salido, he ido al cine, he organizado en mi casa una cena, he ido de barbacoa a casa de un amigo, a ver una exposición de coches antiguos que en mi vida hubiera visitado por mi propia cuenta. Todo esto es verdad, pero a la hora de la verdad cuando llega un fin de semana y recurro a mis amigos para tomar algo o dar una vuelta o lo que sea, siempre está en medio la carrera y el PFC. ¿Pero si yo lo hago por qué el resto no puede? ¿Si yo soy capaz de ver lo que realmente vale la carrera, lo que realmente merece la pena esforzarse y hasta qué punto, por qué no lo ve nadie más? No sabría responder a estas preguntas sin caer en el hecho de que no comparto con ellos la visión que tengo sobre el PFC o la propia carrera. Ahora al menos no hay PFC que valga de excusa, aunque quien sabe quizá siga siendo útil para decir que no.

Temo con toda mi alma que este último curso de universidad sea el preludio de lo que a partir del último día que nos tengamos que ver todos en la Escuela pueda venir. No quiero volver a la soledad de antes de la universidad porque en la Escuela he conocido a los amigos que quiero conservar hasta que me llegue el día de ajustar cuentas con San Pedro. Por esto supongo que en parte ese vacío que siento, ese vértigo que me invade al pensar en el día de mañana me llevan a echar de menos la Escuela pese a todo. No puedo negar que en esa cárcel de hormigón, aulas desmesuradas y taburetes torturadores de espaldas, he vivido muy buenos momentos, y gracias a ella también he pasado experiencias que no hubiera experimentado sin haber estado dentro y conocido a la gente que he conocido. Sin la Escuela no hubiera conocido La Alhambra, ni Úbeda; tampoco me hubiera atrevido nunca a hacer rafting en un río de aguas gélidas de los pirineos catalanes; no me hubiera ido de vacaciones a Laredo, ni habría hecho de fotógrafo de surferos, ni hubiera comido en una de las siete calles de Bilbao. Sin haber estado en la Escuela jamás habría vivido el mejor viaje que he hecho en mi vida en coche por media Europa. Tampoco Toledo implicaría tanto como implica para mí sin haber entrado en la Escuela y haber conocido a las personas con las que tantas veces he ido a la Ciudad Imperial, guardiana de las tres culturas hispánicas, villa en la que se respira, se ve, se huele, se nota y se siente la historia de nuestro país.

Sin la Escuela tampoco habría descubierto nunca mi faceta de escritor, si es que tengo una faceta de ese tipo. Gracias a que necesitaba expresar de algún modo todo aquello que me presionaba el pecho y a veces no me dejaba respirar haciendo que la ansiedad me invadiera muchas veces, me puse a escribir. Y escribir me llevó también a cometer muchos errores y poner en letra cosas de las que luego me he arrepentido y que quizá nunca debí publicar para que cualquier pudiera leerlas. Aún así escribir me ha servido como vía de escape y evasión, y no lo hubiera hecho sin la Escuela. Escribir también me dio un último regalo algo inesperado también, como fue el decidirme a participar en la elaboración de la revista de mi Escuela, y así en los últimos dos años he escrito en casi todos los números de la misma. Muy probablemente me debería haber decidido a participar en la revista mucho antes, así habría abierto horizontes en mis relaciones personales y quizá hubiera cubierto el vacío y la soledad de ciertos fines de semana. Pero aunque breve la experiencia ha sido muy positiva. No dejo las letras para decir que sin la Escuela y los diarios trayectos en metro hasta Ciudad Universitaria no hubiera leído tanto como lo he hecho, ni hubiera descubierto tantas historias, tantas aventuras, tantos personajes como he hecho, algo que no cambio por nada del mundo. Y de las letras y la palabra escrita, al cine y la palabra hablada y en acción, porque tampoco hubiera visto tantas películas acompañado por amigos sin la Escuela.

Mucho he vivido en la Escuela en estos seis años, y aunque hace algunos pensara que renegaría de todo el día que acabara ahora me doy cuenta de que eso es imposible. No puedo borrar seis años de mi vida, ni ahora suponiendo un cuarto de lo que llevo vivido, ni el segundo antes de expirar por última vez. Han sido más cosas malas que buenas las que la Escuela me ha dado o quitado, también es cierto; pero las cosas buenas que he recibido han sido tan intensas ahora que las recuerdo desde la distancia que tapan en gran parte aquello que hizo que deseara que todo acabara lo antes posible. Ese final ya ha llegado y casi no me he dado cuenta de ellos. He intentado disfrutar este último año lo máximo que he podido de mis amigos, he arreglado las cosas con un amigo con el que no he tenido una relación agradable desde que le conocí en primero, y he intentado hacer todo aquello que me pidiera el cuerpo sin pararme en pensar en nada que no fuera mi propia felicidad. No sé si habrá un momento en mi vida en que estos seis años estén borrosos o envueltos en la niebla del olvido. No sé tampoco si quiero que eso ocurra. Lo que sí sé es que muy probablemente lo que he vivido en mi Escuela le echaré de menos, si no todo en parte. No quiero volver a la soledad después de haber conocido la compañía y la amistad, aunque temo que es muy probable que así sea (ojalá me equivoque y no pierda el contacto con aquellos que considero mis amigos, pero creo que es lo que va a pasar; de todas maneras si estuviera errando me comprometo a dentro de 25 años invitar a todos ellos a un fin de semana en París en el hotel más caro de la capital francesa).

Quien me hubiera dicho que diría esto al final pero supongo que al final echaré de menos todo esto.

Caronte. 

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