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Cruzaron los
múltiples carriles del Ring de Viena para acercarse hasta la plaza en la que la
reina María Teresa sostiene en sus manos todo el poder del Imperio, y vigila
sempiterna los dos edificios gemelos que guardan parte de la cultura de la
ciudad. A un lado el Museo de Historia Natural con sus salas repletas de
vitrinas en las que se exponen miles de minerales, objetos y animales disecados
de todas las especies. Es un museo que impone al caminar por sus salas, sobre
todo por la de los grandes mamíferos que parecen más bien estar esperando el
momento adecuado para abalanzarse sobre algún visitante desprevenido para
destrozarlo y comérselo. Al otro lado de la plaza se levanta como mirándose en
un espejo el Museo de Historia del Arte, donde se guardan las obras de arte más
importante del Extinto Imperio Austríaco. Los Habsburgo, al igual que hicieron
en España durante su reina coleccionaron pinturas de los más ilustres pintores
de la época encargaban retratos familiares a los mismos para posteriormente
colgarlos de las paredes de sus palacios. Dieron una vuelta a la plaza
acercándose hasta la puerta de ambos museos. Anna miraba con detenimiento e
interés todos los detalles de los dos magníficos edificios dejándose guiar por
él que ya conocía la ciudad y sabía por dónde seguir el paseo.
Volvieron a salir
al Ring y continuaron su paseo bajo las ramas desnudas de los árboles. Nada más
dejar atrás los dos museos gemelos, y casi sin dejar tiempo al cerebro para
asimilar la belleza de ambos edificios y la armonía del conjunto, se alzaba
majestuoso el edificio del Parlamento Austríaco. Al verlo por primera vez Anna
quedó totalmente fascinada, a la par que sorprendida de que dicho edificio de
tan alta importancia, sede del poder político de la República de Austria
tuviera esa semejanza tan radical a un templo griego.
– ¡Es como si
estuviéramos en la vieja Atenas! – Exclamó Anna.
– Sí, es una de
las construcciones más chocantes de toda Viena. No pega absolutamente nada con
el conjunto arquitectónico de la ciudad, pero al mismo tiempo sin él Viena estaría
falta de algo. – Dijo él.
– ¿Por qué
construyeron un edificio así en una ciudad tan barroca? – Quiso saber Anna.
– Pues creo
recordar que leí en algún sitio que cuando decidieron construir la sede de su
parlamento los austríacos decidieron levantar un edificio que se asemejara a
los antiguos templos de Grecia. Supongo que quisieron simbolizar la democracia
con un edificio al estilo de la cuna de la misma. – Le explicó él.
– Pues no sé si
consiguieron ese simbolismo del que hablas. Lo que sí que han hecho es dejar
totalmente asombrados a los turistas que como yo vemos por primera vez el
edificio. ¡Es extrañamente hermoso!
– Estoy totalmente
de acuerdo contigo. – Dijo él a la vez que la besaba en la mejilla mientras
ella perdía su vista en la estatua de Palas Atenea que preside la fachada
principal del edificio del Parlamento. – Por el día es aún más bonito si cabe,
sobre todo cuando le da la luz a primera hora de la mañana y toda la blancura
de la fachada brilla de manera cegadora.
Tras estar varios minutos
observando el edificio y recorriendo sus escalinatas, lo dejaron atrás y
continuaron el paseo. Allí, a los pies de las escalinatas del ateniense
parlamento austríaco ya se empezaba a escuchar a lo lejos el murmullo del
alboroto, de la música navideña sonando, de un coro quizá entonando alguna
canción tradicional centroeuropea. Él sabía muy bien de donde venía ese
murmullo que les llegaba bastante amortiguado por los árboles desnudos del
Ring. Anna por el contrario le preguntó que qué era ese sonido de fondo, a lo
que él solo quiso contestar con un “ahora lo verás”. Como les había pasado
antes, no habían terminado de dejar atrás el Parlamento cuando ya empezaban a
vislumbrar otros dos grandes edificios vieneses. A la derecha el Burgtheater, o
Teatro de la Ciudad, un impresionante centro cultural de primer orden en la
capital austríaca en el que se celebran sin cesar durante todo el año eventos
culturales, y en cuya fachada hay unos medallones de escayola en los que están
representados los más importantes dramaturgos mundiales, entre los cuales
Calderón de la Barca. La primera vez que él estuvo en Viena y vio ese
impresionante edificio se paró a admirar su fachada barroca deteniéndose en los
detalles de esos autores, y sorprendiéndose enormemente de encontrar entre
ellos a un compatriota cuyas obras y fama parecía que habían traspasado
fronteras. Justo en frente del Burgtheater está el Ayuntamiento de Viena en
cuyo parque se encontraban ahora mismo los dos caminando y dirigiéndose hacia
el origen del murmullo.
El edificio que
alberga el Ayuntamiento de Viena es una imponente construcción simétrica en
estilo neogótico, presidida en du fachada principal por una inmensa torre que
esa noche se elevaba hacia los confines de la oscuridad intentando alcanzar las
estrellas quietas en el firmamento. Como toda buena ciudad centroeuropea que
es, Viena tiene gran tradición de mercadillos navideños, siendo el más famoso
el de la plaza del Ayuntamiento con decenas de casetas de estilo tirolés de
madera, con una pista de hielo en la que patinar y un tiovivo histórico en
estilo rococó. Allí estaban dirigiéndose. Poco a poco el murmullo se fue
convirtiendo en música festiva navideña, voces de gente pasándolo bien y gritos
de niños pequeños disfrutando de la pista de patinaje.
– ¡Vaya con los
vieneses, cómo se lo montan! – Exclamó Anna sorprendida quizá de ver tanto
movimiento y agitación, algo que le parecía impropio de una ciudad que había
juzgado fría y tranquila, y más en invierno.
– ¿Te gusta? – Le
preguntó él.
– Está genial. No
me esperaba esto la verdad. Con la poca gente que hemos visto desde que salimos
del hotel pensaba que Viena moría al caer el sol. – Dijo ella mirando a su
alrededor, intentando asimilar todo lo que la rodeaba.
– Este es uno de
los mercadillos más antiguos de Europa, además de uno de los más famosos.
¿Quieres tomarte algo en alguna de las casetas? Los cafés son extraordinarios.
– Propuso él.
– Vale. Por allí
parece que hay una zona en la que sentarse a tomar algo caliente.
– Vamos.
Se fueron abriendo
paso entre la multitud de personas, familias en su mayoría y también bastantes
turistas orientales que no paraban de tirar fotografías a todo lo que se movía
y les resultara exótico (entendiendo por exótico lo que para un europeo no es
más que una adaptación nacional de las mismas tradiciones patrias de cada país).
Pasaron al lado de la pista de hielo que estaba hasta arriba de personas
patinando, algunas con más suerte que otras. Se pararon unos segundo a mirar a
los patinadores. Anna estaba asombrada de cómo los más pequeños dominaban mejor
los patines de cuchillas que los más adultos, muchos de los cuáles acababan
trastabillándose y plantando el culo, las rodillas, o directamente la cara, en
el hielo, tras haber intentado mantener el equilibrio inútilmente. Pasaron
también ante un puesto de churros, algo totalmente fuera de lugar en aquel
sitio pero que atraía a bastante gente por la multitud que se agolpaba
alrededor de la caseta en la que se anunciaba a bombo y platillo que había
churros y porras originales (escritas ambas palabras de manera literal) recién llegadas de España. Al pasar delante
del puesto y a pesar de que no olía ni a aceite hirviendo ni masa de churro,
ambos se sonrieron al acordarse de España y de cómo en Madrid suelen oler
algunas calles en las que se ponen los puestos ambulantes de churros en
invierno: un olor fuerte, penetrante, inconfundible, mezcla de manteca, azúcar
y aceite de oliva.
Al fin llegaron a
un puesto en el que había también unos bancos corridos de madera prácticamente
abarrotados. Por suerte en uno de los bancos, algo alejado de la zona más
ruidosa, había un hueco en el que se pudieron sentar.
– ¿Quieres un
café? – Le preguntó él.
– Sí, un vienés ya
que estamos en la ciudad que le da nombre. – Dijo ella sonriéndole.
– Voy a por él.
¿Algo de comer? ¿Un trozo de tarta, un dulce típico navideño, un pastel de
manzana?
– Lo que quieras
para ti me traes a mí.
Él se levantó y se
acercó hasta la caseta donde una señora austriaca ya entrada en años atendía a
los clientes con diligencia y rapidez, sin perder la sonrisa, algo forzada,
pero que se agradecía en una tarde noche tan fría como la que estaba haciendo
en Viena. Como pudo se las apañó para coger los dos cafés y los dos trozos de
pastel de manzana y llegar hasta la mesa en la que estaba Anna sentada
esperándole.
– Aquí estoy. He
traído dos pasteles de manzana que tenían muy buena pinta. – Dijo él a la vez
que dejaba delante de ella su café y su trozo de pastel.
– Buena pinta sí
que tienen, a ver si saben tan bien como lucen.
– Y si no te
gustan vas tú a por algo que a punto he estado de tirar por el suelo todo de lo
cargado que iba y por la cantidad de gente que había. ¡Parece que toda Viena se
ha concentrado aquí!
– Sí que hay gente
sí. Parece, salvando las distancias, la Plaza Mayor con su mercadillo.
– Sí. – Contestó
él en un tono algo melancólico, de añoranza de Madrid, a pesar de que solo
llevaban unas horas lejos de casa.
– ¿Qué pasa? Te
noto raro, tristón, muy pensativo. – Le dijo ella sorprendiéndole.
– ¿Eh? Nada. –
Contestó intentando cortar hay una posible conversación que no quería que se
produjera.
– A ver algo te
pasa. Te conozco y sé que estás dándole vueltas a algo desde que hemos llegado
a Viena. No me engañas. – Dijo Anna en un tono que sin dejar de ser casi
maternal, y al mismo tiempo que le cogía la mano encima de la mesa, sí era
apremiante e insistente para que él contara lo que le rondaba por la cabeza.
– No es nada.
Supongo que el viajar en avión aunque sean distancias no muy largas me cansan.
Suele pasarme el primer día de cada viaje que emprendo. – Se excusó él sin
mucha convicción.
– No me vengas con
esas. ¿Tú te crees que soy tonta? Desde que hemos salido de Madrid le estás
dando vueltas al pasado, a todo eso que no me quieres contar excusándote
siempre en que no es el momento. Si te lo pregunto es porque me interesa de
verdad, ya te lo he dicho un par de veces; y no porque quiera saber de ti a
modo de cotilleo. Así que cuéntame que es lo que te pasa, quiero intentar
ayudarte. – Empezó a decir ella, mostrando firmeza en su voz, pero sin que esa
firmeza se transformara en enfado o reproche. – Además como no me cuentes lo
que te pasa no me vuelves a tocar un pelo en este viaje. Pido que nos den otra
habitación o que pongan un sofá cama si es que tienen. – Añadió esto último
suavizando un poco el tono, intentando mostrarse divertida para que él sonriera
un poco.
– Eso es jugar
sucio Anna. No me puedes amenazar con algo que me gusta tanto como eres tú.
– Pues desembucha.
– Sabes una cosa:
a veces las personas nos comportamos como imbéciles, puros idiotas que
simplemente por orgullo, timidez o miedo, no hacemos aquello que tenemos que
hacer, ni decimos lo que debemos decir. Y así, mediante silencios y no
actuaciones, pasa la vida y sólo con el tiempo nos damos cuenta que debimos
decir o hacer tal o cual cosa. – Empezó él a decir, mirando más la taza de café
que a Anna.
– Sí, es algo
innato en el ser humano. Algo que quizá no aprendamos nunca. – Dijo Anna como
queriendo incitarle a continuar.
– Pues yo soy uno
de esos idiotas. Y además de los gordos.
– Sí eso se venía
comentando últimamente, no quería decírtelo para que no te sintiera mal pero es
así. – Dijo ella apretándole la mano que seguía teniendo cogida con la suya
para que él levantara la vista del café y la mirara a la cara. – Pero vamos no
eras más idiota que cualquiera de los que ahora mismo estamos aquí.
– Ya pero cuando
me has preguntado dónde y cómo compré el gorro ruso me han venido a la memoria
muchos momentos pasados. Momentos que viví con intensidad pero que un
determinado día empezaron a no suceder. Aquel viaje a Rusia fue de las últimas
cosas que hice con mis amigos. No hubo más viajes o momentos de aquel calibre.
De eso es de lo que me estaba acordando y a lo que le llevo dando vueltas como
tú dices.
– ¿Y qué pasó para
que aquel fuera el último viaje? – Preguntó ella.
– Pues supongo que
lo que temía que pasara, y que en lo más profundo de mí, por mucho que quisiera
negarlo y creyera que no iba a suceder, sabía que terminaría pasando. El último
año de carrera fue muy raro. Deseaba acabar y no volver a pisar por allí nunca
más, salirme de ese mundo que me había hecho perder mucho tiempo y me había
impedido desarrollar realmente mi vocación, aunque éste fuera algo que
descubriera tarde. Y fue un año raro porque al final no quería que acabara.
Fuera de la universidad no tenía amigos, no tenía a nadie, estaba sólo en mi
vida, descontando a mis padres, claro. En la universidad al menos estaba con
gente que creía que era como yo, cada cual con sus cosas y sus rarezas, sus
manías y particularidades; pero eran mis amigos y les quería. Eran lo único que
tenía que podía hacer que me evadiera de mis propios problemas. Pero ese último
año todo fue raro, ya digo. Supongo que el agobio de algunos, la agonía de
otros, el individualismo y el pasotismo, o simplemente la constatación de que
cada uno debía hacer su vida a partir de ese momento de manera independiente
llevó a que nos fuéramos distanciando.
>> Es
posible también que el hecho de que yo no diera la más mínima importancia a la
carrera, el que no me importara una bledo nada que tuviera que ver con la
universidad, y que algunos de mis amigos sí lo hicieran, nos hizo tomar caminos
diferentes, que aunque no nos diéramos cuenta en ese momento, o no quisiéramos
darnos cuenta, nos iban a terminar separando. Pero fue así. Supongo que no soy
yo el único que se daba cuenta o temía lo que podría ocurrir, pero a los demás
parecía más importarles la carrera y su futuro trabajo que los amigos o las
personas que tenían a su alrededor. Quizá el primero fui yo en el fondo.
>> El viaje
a Rusia que salió de una propuesta loca de uno de mis amigos, más como broma
que como hecho realizable, a la que yo di pie e impulsé. Fuimos tres, como ya
te he dicho. El resto, tampoco eran muchos más, éramos un grupo pequeño,
buscaron excusas para no venir. Excusas que podían ser reales o no, quien sabe,
pero que a mí ya me daban totalmente igual. Durante todo el último año cada vez
que proponía algo siempre tenían respuesta y argumento para decir que no. Al
final me terminé acostumbrando.
>> En Rusia
nos lo pasamos en grande la verdad. No lo puedo negar. Fue un viaje que
probablemente nunca podré olvidad. Como otro que hicimos también, aunque esa
vez todos el grupo de amigos, a Córdoba a pasar unos días en una casa rural y
hacer un poco de turismo. Pero no hubo más.
En ese momento se
calló. Dejó de contar como paralizado por algún tipo de recuerdo que le
bloqueara el habla y no quisiera salir a la luz por doloroso o incómodo. Miró
durante largos segundo la taza de café que tenía delante, ya mediada en su
contenido. Anna no dejó de mirarle, preocupada de haber levantado en él costras
que tapaban heridas muy profundas y que el tiempo había ya empezado a
cicatrizar. Ambos estuvieron unos segundos en silencio hasta que sus voces
volvieron a hacerse presentes.
– No tienes que
seguir contando si no quieres. A todos nos han pasado cosas similares. – Dijo
Anna.
– ¿Hasta qué punto
somos cada uno responsables de lo que pasa en nuestras vidas? ¿Qué grado de
responsabilidad tenemos nosotros y cuánto recae en las personas que conocemos a
lo largo de nuestra vida Anna? – Preguntó él ahora sí mirándola directamente a
los ojos, intentando buscar una respuesta en sus pupilas.
– Nadie está fuera
de lo que quiera el destino. Creo que nuestras vidas están escritas de ante
mano, y sólo podemos vivirlas como vienen.
– Yo no pienso
así. Creo que son las decisiones que tomamos las que nos van llevando por un
camino u otro. Cada vez que miro este gorro me acuerdo de aquella época en la
que podía decir que tenía amigos. Y me digo que fue por mí culpa por la que
aquello no se repitió nunca más.
– En aquel viaje
no estuviste solo. No lo olvides. Y además también se lo dijisteis al resto de
vuestro grupo de amigos. Si a aquel viaje no fuisteis todos no es culpa tuya. Y
si después de aquel viaje no se volvió a repetir nada parecido, no creo que
fuera porque no le pusieras intención ni voluntad. – Dijo ella levantándose de
su lado de la mesa y sentándose junto a él en un hueco que habían dejado un par
de parejas de ancianos.
– No sé Anna.
Siempre tendré la duda de si pude hacer más por mantener una amistad con
aquellas personas. Nunca sabré ya probablemente si en algún momento les hice
algo para que cada vez que proponía hacer algo se me dijera que no. Nunca dejé
de hacerlo, también es cierto, lo que pasa es que al final, con el tiempo cada
vez proponía menos cosas y recibía siempre las respuestas de cortesía de “sí un
día quedamos y nos tomamos algo” o el tan famoso “a ver si un día nos hacemos
otro viaje como aquel que estuvo tan chulo”. Palabras vacías, de esas que tanto
nos gusta pronunciar a las personas.
– No te martirices
por algo de lo que no tienes toda la culpa. Erais un grupo de amigos, lo que
implica varias personas, luego por mucho que uno quiera si el resto pasan no se
puede hacer nada. Y no tiene la culpa quien lo intenta sino el que rechaza. –
Dijo Anna, y para demostrarle que no era necesario decir más de dio un beso
primero en la mejilla y luego cuando él se giró para mirarla, en los labios.
– Gracias por
escucharme Anna. – La dijo él después del beso y antes de ser él quien le diera
otro.
– Bueno el café ya
se ha acabado. ¿Seguimos la marcha o hemos acabado ya de ver Viena? – Preguntó
ella levantándose del banco en el que estaban sentados.
– ¡Cómo vas a
haber acabado de ver Viena! Todavía queda mucho. Si tienes todavía ganas
después del coñazo que te he dado en los últimos minutos, queda mucho por ver.
– Dijo él volviéndose a ajustas el gorro ruso y los guantes.
Caronte.
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