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Volvió al presente
cuando Anna le pasó los brazos por sus hombros y le empezó a besar la espalda y
el cuello. Viena seguía allí: tranquila a través de las ventanas, con la noche
ya totalmente echada encima y las luces de las farolas, tímidas, intentando
paliar la oscuridad que el manto de estrellas iba dejando sobre las calles y
plazas de la ciudad de la música. Nadie había por la calle. De vez en cuando
pasaba algún carruaje tirado por caballos, como si en vez de estar en el
corazón del continente europeo, allí donde se han librado mil batallas y se ha
decidido en varias ocasiones el destino del mundo, estuvieran en alguna plaza
sevillana bordeada de naranjos.
– ¿Qué es lo que
miras tanto por la ventana? – Preguntó Anna.
– No miraba nada
en particular. – Respondió él.
– Estabas
totalmente absorto mirando la nada de Viena entonces porque llevo varios
minutos mirándote desde la cama. – Dijo ella apoyada contra su espalda, ella
desnuda, él con su camisa semiabrochada.
– Pensaba que
estabas dormida. – Le dijo él girándose para mirarla a los ojos.
– He dormido un
rato sí. Pero ya he descansado lo suficiente. – Tras decir esto le dio un beso
en los labios.
– ¿Quieres dar una
vuelta antes de cenar por ahí? – Le preguntó él cogiéndola por la cintura y
acercándola hacia sí.
– Me encantaría.
Aunque debe de hacer un frío de mil demonio, porque no veo a nadie por la
calle.
– Frío hará el que
corresponde a Viena en estas fechas. Y que no haya nadie es algo casi cultural
en estas tierras. La gente se encierra en sus casas, en los cafés o en los
teatros. Las calles se llenas de vacíos y sombras. – Dijo él volviéndose
momentáneamente de nuevo hacia la ventana para echar una mirada hacia la plaza
a la que daba esa ala del Hotel Sacher. – Si no te apetece salir dímelo.
– Sí que me
apetece. Además es pronto para no hacer nada más en lo que queda de día, o
mejor dicho de noche. – Terminó de decir ella mirando también por la ventana.
– Pues déjame que
me dé un agua rápidamente y me vista.
– Yo también me
tengo que refrescar y despejarme un poco.
Fue ella la que
primero se metió en la ducha. Apenas estuvo unos minutos. Fue rápida dándose
ese agua purificadora y refrescante que siempre viene tan bien después de hacer
el amor tan pasionalmente como lo habían hecho. Nada más salir Anna del baño
vestida con el albornoz y las zapatillas de baño que el Sacher deja a todos sus
huéspedes y secándose su hermoso pelo castaño, fue él quien se metió en la
ducha para hacer lo mismo que ella acababa de hacer. Sin embargo él sí estuvo
un par de minutos más. Era una especie
de ritual cada vez que hacía el amor con alguna mujer. Tras haberse acostado
con alguien siempre se iba a la ducha para limpiarse esa sensación de suciedad
que le quedaba en el cuerpo. Sudor, saliva y fluidos corporales varios hacían
que sintiera cierto asco cuando pensaba en frío lo que acababa de realizar con
cualquier mujer. Le gustaba el sexo, no lo podía negar. Desde que se acostó por
primera vez con una mujer, mucho más tarde de lo que él siempre soñó e imaginó,
le pareció una sensación totalmente fuera de lo común, una especie de chute de
todas las drogas juntas. Pero por mucho que disfrutara del sexo, todavía le
quedaba esa sensación de suciedad después de hacer el amor y por eso siempre
tenía que pasar por la ducha para limpiarse.
Al acabar de darse
esa pequeña ducha, en la que apenas se enjabonó, sino que más bien se dejó
mojar por el agua tibia – ni caliente, ni fría –, salió del baño, se puso el
otro albornoz y se calzó el otro par de zapatillas y salió a la habitación,
donde Anna ya se estaba terminando de vestir. Se dio algo más de prisa en
secarse y se vistió lo más rápido posible. Al salir del aseo, a falta de
ponerse los zapatos, Anna ya estaba totalmente vestida de nuevo, y le esperaba
sentada en uno de los sillones de la habitación.
– Llevo ya un rato
esperando. Tardas más que una mujer. – Le dijo ella sin mirarle, ya que estaba
absorta en una de las revistas típicas que suele haber en todas las
habitaciones del hotel en las que se cuentan las bondades de la cadena hotelera
al que pertenece dicho hotel.
– Luego el
exagerado soy yo. Además no estoy tardando nada. Ya estoy casi. – Le dijo él al
mismo tiempo que se sentaba en una de las esquinas de la cama para poder
abrocharse los zapatos.
– ¿Dónde pretender
llevarme? – Quiso saber ella.
– Pues tengo
pensado ir por el Ring de Viena para que veas esa impresionante avenida a la
luz artificial de las farolas, y los magníficos edificios que la jalonan.
Quiero aprovechar hoy para que veas un poco Viena de noche ya que mañana con la
fiesta de Fin de Año y al día siguiente con lo cansados que estaremos no creo
que podamos disfrutar así de la ciudad. – Contestó él con la cara totalmente
roja debido a que estaba agachado terminando de abrocharse los zapatos.
– Suena muy bien.
¿No será demasiado paseo?
– Parece que sí si
lo miras en un mapa. Pero las distancias engañan. Cuando estuve aquí por
primera vez descubrí como por muy grande que pueda parecer Viena, se puede
recorrer entera en un solo día. Ya si quieres ir con mucha más calma puedes
tirarte como mucho, cuatro jornadas, no más.
– ¿Por dónde vamos
a empezar?
– Por la Ópera. Y
de allí ya cogeremos el Ring y nos dirigiremos a ver los muesos nacionales, el
Parlamento, el Ayuntamiento, el Teatro del Pueblo, y ya después nos meteremos a
callejear por la vieja Viena para ver el Palacio Imperial y otras cosillas más
que ya te iré comentando. – Por fin acabó de atarse los zapatos. – ¿Estás
lista? Porque yo ya he acabado y ya te estoy esperando.
– ¿A quién estás
esperando tu caracol mío? – Dijo ella poniéndose de pie y acercándose a él para
darle un beso.
– Listos entonces,
¿no?
– Por mí sí.
Espera que me abrigue bien que no quiero pasar frío. – Dijo ella cogiendo
bufanda, guantes, y un coqueto sombrero de piel que tenía pinta de abrigar y
calentar la cabeza bastante.
– Sí es cierto, yo
también me voy a abrigar. – Dijo él.
Una vez se
pusieron ambos su ropa de abrigo se dirigieron a la puerta de la habitación.
Sin embargo justo cuando estaban saliendo por ella y Anna se disponía a
cerrarla tras ellos, él se dio cuenta de que se le olvidaba una cosa. Pasó
rápidamente a la habitación de nuevo. Puso encima de la cama su maleta y
buscando entre las pocas cosas que habían quedado dentro de la misma dio con lo
que había olvidado coger: su ushanka, o mejor dicho, su gorro estilo ruso.
– Casi se me
olvidaba. – Dijo él de nuevo junto a Anna en el pasillo del hotel.
– ¿Y eso? –
Preguntó ella con curiosidad.
– Es un ushanka.
– ¿Ush...qué? –
Intentó repetir ella sin éxito, al mismo tiempo que cogía el gorro de las manos
de él para poder mirarlo mejor.
– Usahnka, aunque
nadie lo llama así salvo en Rusia. Es un gorro ruso como puede comprobar y todo
el mundo que conozco cuando lo ve por primera vez lo llama así. – Le explicó
él.
– ¿Y por qué
tienes tú un gorro así? Sabía de tu afición por cierto tipo de sombreros de
verano, pero esto no me lo imaginaba. – Dijo ella cuando se estaban subiendo en
el ascensor para llegar hasta el hall del hotel.
– Es una historia
muy interesante. Me lo compré en Moscú, hace ya unos cuantos años, durante un
viaje que hice con dos antiguos amigos de la universidad, el año en que
acabamos la carrera. ¡Qué recuerdos! – Contestó él volviendo a coger en sus
manos el gorro y a acariciarlo con cierto aire de nostalgia y añoranza de un
pasado que aunque no estaba tan lejano, sí había sucumbido ya al poder del
tiempo y casi del olvido.
– Pues esa
historia la quiero oír. Así que ya estás contándome. Suena interesante. – Dijo
ella mostrando verdadero interés.
En ese momento
llegaban a la planta baja. Salieron del ascensor y se dirigieron hacia la
puerta principal del hotel para adentrarse en la fría tarde nocturna de Viena.
Antes de salir, Anna se fue hacia el mostrador de recepción donde estaba Rocío.
Él se quedó cerca de la puerta, plantado sin saber muy bien para qué había ido
Anna hasta la recepción. Desde la pequeña distancia que había entre la puerta
del hotel y la recepción, él pudo ver como Anna le decía algo a Rocío, y ésta
muy sonriente como siempre le contestaba a su vez y cogía uno de los múltiples
teléfonos, que él suponía debía haber tras el mostrador. Al volver junto a él
la preguntó sobre el porqué de esa visita a recepción, a lo que ella le
contestó que simplemente había ido a pedir un favor a Rocío: que dieran una
vuelta a la habitación, haciendo de nuevo la cama y colocando las cosas en su
sitio. Él preguntó de nuevo que si había dicho lo que habían hecho, y de nuevo
Anna le respondió que se había inventado una pequeña excusa, diciendo que se
habían echado un poco la siesta. Por fin salieron a la calle y un frío helador
les golpeó en la cara a ambos haciendo que todos sus capilares se pusieran
firmes y pidieran auxilio para ser protegidos frente a ese frío al que no
estaban acostumbrados. Ambos se enfundaron sus respectivos guantes, se
ajustaron las bufandas al cuello y se colocaron sus sombreros.
– Bueno, quiero
escuchar la historia de ese gorro que te acabas de colocar en la cabeza. – Dijo
Anna, al mismo tiempo que se agarraba del brazo de él para empezar a caminar
por Viena.
– Si insistes.
Verás que no es una historia para enmarcar. Como te he dicho el gorro lo compré
en Moscú el mismo año que acabé la carrera. – Comenzó a contar él.
– Sí, vale. ¿Y qué
se te había perdido en Rusia? ¿Es que no había otro lugar al que te apeteciera
ir más que a ese país anclado en un pasado glorioso? – Le interrumpió Anna.
– Hombre, pues sí.
Por haber había por aquel entonces poco más de doscientos países en el globo
para elegir. El porqué de Rusia supongo que se lo debo a uno de mis amigos de
aquella época. Estaba obsesionado con ir al país de los zares, aunque no por
ese pasado imperial, sino más bien porque admiraba la firmeza militar del que
fue presidente, Vladimir Putin, no sé si recordarás quien era.
– No recuerdo la
verdad. Nunca me ha interesado mucho la política, y mucho menos la
internacional. – Reconoció ella.
– Bueno, da igual.
Era un hombre algo oscuro que iba a cazar osos con sus propias manos y que
terminó asesinado por los suyos, al más puro estilo de la guerra fría. Lo que
iba diciendo, fuimos a Rusia. La verdad es que era un país que me llamaba
bastante la atención. Moscú y San Petersburgo, que fueron las dos únicas
ciudades que visitamos en aquel viaje, siempre me habían atraído mucho. Cuando
surgió el nombre de ambas una noche de finales del último curso no lo dudé y
dije que si salía el viaje y acabábamos bien la carrera me apuntaba sin
dudarlo. Al final el viaje salió. Fuimos este amigo que tanto admiraba a Putin
y otro que también admiraba la vieja Rusia, la comunista en su caso. No se
animaron ninguno más de los amigos que tenía entonces por motivos varios: que
si tenían planes con la novia, que si es que no habíamos contado con no sé quién,
que si era mucho gasto para nada. Vamos lo de siempre. Te puedes imaginar.
– ¿Cuánto tiempo
estuvisteis en Rusia? – Preguntó ella, casi para reconducir la conversación que
se estaba empezando a ir por los cerros de Úbeda.
– Fueron en total
unos ocho días si mal no recuero. Cuatro y cuatro. Moscú y San Petersburgo.
Fuimos en verano, a primeros de julio. Hacía un calor horrible. Nunca hubiera
imaginado que en Rusia hiciera semejante calor. Ni en Córdoba en pleno mes de
agosto he pasado tantísimo calor.
– No exageres
hombre.
– No exagero de
verdad. La gente iba por la calle totalmente empapada en sudor. Los pobres
funcionario rusos trajeados cuando acababan su jornada iban totalmente
descamisado. Muchos jóvenes iban por la calle sin camiseta, rojos como cangrejos
quemados por el sol. Las fuentes ornamentales estaban abarrotadas, llenas de
gente refrescándose. Nosotros no lo notábamos tanto porque veníamos de España.
Pero aún así era duro.
– ¿Pues no
entiendo como entonces te compraste el gorro?
– Pues si te digo
la verdad a mí también me sorprendió ver que los vendieran en todos los
mercados. Bueno vuelvo a la historia del gorro que me pierdo. Un día después de
haber pasado prácticamente toda la jornada viendo y visitando los diferentes
edificios, palacios e iglesias que conforman el recinto de El Kremlin, y para
desembotarnos un poco de tanta historia zarista, tanto salón rococó y tantas
lámparas doradas de araña nos dirigimos a una zona que nos habían dicho que se
podía estar a gusto tomando algo. Era una especie de zona universitaria, cerca
de la facultad de periodismo si no recuerdo mal. Nos encaminamos hacia allí.
Para sorpresa nuestra dimos con un edificio alargado de estilo clásico del que
salían y entraban muchos grupos de personas, de todas las edades. Como pillaba
de camino decidimos ver qué era. Resulta que se trataba de una feria de comidas
y bebidas de toda la Federación Rusa, así como de artesanía, que se estaba
celebrando en ese gran edificio, muy bonito por cierto y además construido por
un español Agustín de Betancourt, un ingeniero de no sé qué, caminos creo. Más
tarde buscando en internet descubrí que ese edificio fue en su día el Picadero
de Moscú.
– ¿Y fue allí
donde te compraste el gorro?
– Sí. Exactamente.
Pasamos a ver qué se vendía por la feria y entre todos los puesto que había,
centenares a lo largo y ancho de todo el interior del edificio, encontré uno
que vendía únicamente prendas de abrigo. Curioso que con el calor que hacía,
allí dentro también, hubiera un puesto más propio de los fríos siberianos que
azotan esa parte del mundo. Desde pequeño me habían llamado mucho la atención
esos gorros rusos, se los veía a líderes políticos, a muchos actores en
películas, y generalmente cuando salían imágenes de Rusia en invierno siempre
había alguien con uno de esos gorros en la cabeza. Tras probarme varios, no es
fácil dar con la talla adecuada teniendo semejante almendra por cabeza, me
compré el que ahora mismo llevo. Había de todos los colores, grises, blancos,
marrones y negros, y de muchas tonalidades. Pero me tiré por lo clásico: negro,
y sin adornos comunistas o soviéticos, que también los había.
– La verdad es que
al principio choca un poco verlo, pero cuando te has acostumbrado a él es muy
bonito. – Dijo Anna mirando el gorro y dándole un beso a él después.
– Mis amigos
también se compraron uno cada uno, y el fan de Putin además se compró en otro
de los puestos una navaja rusa, de esas que usaban los moradores de la tundra
para desollar a las liebres, conejos o cabritos que se dejaban cazar.
– Debió de ser un
viaje muy interesante, además de bonito. Moscú y San Petersburgo son dos de las
grandes ciudades históricas del mundo.
– Fue un viaje muy
divertido la verdad. Vimos las dos ciudades, nos las recorrimos de arriba abajo
sin dejarnos nada por ver. Y también bebimos. Creo que la única vez que me he
emborrachado de verdad en mi vida fue en ese viaje, más concretamente en San
Petersburgo, un par de días antes de volver a España. No sé qué hice, o hicimos
mis amigos y yo, pero solo recuerdo que nos levantaron del césped de un parque
cercano al Hermitage unos barrenderos con bastante mala leche. Me dolía la
cabeza como nunca antes me había dolido, toda palabra que entraba por mis oídos
era un alfiler que se clavaba en mi cerebro. No recuerdo absolutamente nada de
la noche, supongo que alguna rusa cayó. Sí recuerdo que no recordábamos ni
donde estábamos ni cómo volver al hotel una vez no ubicamos en el mapa. Sólo me
viene a la mente un olor muy fuerte a alcohol puro, a vodka de garrafón si es que
eso existe en Rusia.
– ¡Para haberos
visto! Tenías que tener una pinta buena. – Dijo Anna divertida y sonriéndose.
– Sí para habernos
echado unas fotos. La pena es que fuera el último viaje que hiciera con esos
amigos. Bueno en el fondo con amigos a secas. A partir de aquel viaje perdí
toda relación poco a poco con toda aquella gente. Supongo que tuvo que ser así,
las vidas de cada uno siguieron caminos diferentes y por mucho que quisiera
mantener esas relaciones al final se terminaron apagando. De aquella época sólo
mantengo una amistad aunque tampoco la cuido demasiado.
– ¿Y por qué fue
eso así? Pensaba que alguien como tú tenía bastantes amigos. – Le preguntó
Anna.
– Amigos nunca
tuve muchos la verdad. Conocidos sí. Saludaba y saludo a mucha gente. Pero
amigos lo que se dice amigos no. Pero no es el momento de recordar este pasado
triste y melancólico. Hoy no toca. – Dijo él volviendo al tono de voz
desenfadado que había mantenido hasta el momento de hablar de esos amigos que
fueron difuminándose en la niebla del pasado.
Sin darse cuenta
ya llevaban un buen trecho andado. El frío punzaba cada milímetro de piel que
no estaba cubierta bajo la ropa. Iban muy juntos. Anna se pegaba al cuerpo de
él para buscar el poco calor que despidiera. Él sentía como ella le agarraba
bien del brazo y le atraía hacia sí misma. El vasto edificio rococó de la Ópera
Estatal de Viena, hogar del mundialmente conocido Baile de la Ópera de Viena en
el que los jóvenes de la alta sociedad austriaca disfrutan de uno de los
momentos más importantes en su vida como es su presentación en sociedad, ya
quedaba bastante atrás. Delante de ellos ya se empezaban a ver entre las ramas
esqueléticas y desnudas de los árboles del Ring las dos cúpulas de los
edificios gemelos que albergan los museos de Historia Natural e Historia del
Arte. En ese momento por mucho que quisiera eliminar de su mente el recuerdo
del pasado, él de daba vueltas a aquel viaje a Rusia y lo mucho que disfrutó
con sus amigos, pero también en que por desgracia no hubo más como ese y la
amistad fue poco a poco diluyéndose hasta no quedar más que un poso agridulce.
Anna sabiendo en lo que pensaba se arrimó a su mejilla y le dio un beso. El
paseo por Viena seguía.
Caronte.
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