domingo, 3 de mayo de 2015

El Vals del Emperador (XXII)

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Volvió al presente cuando Anna le pasó los brazos por sus hombros y le empezó a besar la espalda y el cuello. Viena seguía allí: tranquila a través de las ventanas, con la noche ya totalmente echada encima y las luces de las farolas, tímidas, intentando paliar la oscuridad que el manto de estrellas iba dejando sobre las calles y plazas de la ciudad de la música. Nadie había por la calle. De vez en cuando pasaba algún carruaje tirado por caballos, como si en vez de estar en el corazón del continente europeo, allí donde se han librado mil batallas y se ha decidido en varias ocasiones el destino del mundo, estuvieran en alguna plaza sevillana bordeada de naranjos.

– ¿Qué es lo que miras tanto por la ventana? – Preguntó Anna.
– No miraba nada en particular. – Respondió él.
– Estabas totalmente absorto mirando la nada de Viena entonces porque llevo varios minutos mirándote desde la cama. – Dijo ella apoyada contra su espalda, ella desnuda, él con su camisa semiabrochada.
– Pensaba que estabas dormida. – Le dijo él girándose para mirarla a los ojos.
– He dormido un rato sí. Pero ya he descansado lo suficiente. – Tras decir esto le dio un beso en los labios.
– ¿Quieres dar una vuelta antes de cenar por ahí? – Le preguntó él cogiéndola por la cintura y acercándola hacia sí.
– Me encantaría. Aunque debe de hacer un frío de mil demonio, porque no veo a nadie por la calle.
– Frío hará el que corresponde a Viena en estas fechas. Y que no haya nadie es algo casi cultural en estas tierras. La gente se encierra en sus casas, en los cafés o en los teatros. Las calles se llenas de vacíos y sombras. – Dijo él volviéndose momentáneamente de nuevo hacia la ventana para echar una mirada hacia la plaza a la que daba esa ala del Hotel Sacher. – Si no te apetece salir dímelo.
– Sí que me apetece. Además es pronto para no hacer nada más en lo que queda de día, o mejor dicho de noche. – Terminó de decir ella mirando también por la ventana.
– Pues déjame que me dé un agua rápidamente y me vista.
– Yo también me tengo que refrescar y despejarme un poco.

Fue ella la que primero se metió en la ducha. Apenas estuvo unos minutos. Fue rápida dándose ese agua purificadora y refrescante que siempre viene tan bien después de hacer el amor tan pasionalmente como lo habían hecho. Nada más salir Anna del baño vestida con el albornoz y las zapatillas de baño que el Sacher deja a todos sus huéspedes y secándose su hermoso pelo castaño, fue él quien se metió en la ducha para hacer lo mismo que ella acababa de hacer. Sin embargo él sí estuvo un par de minutos  más. Era una especie de ritual cada vez que hacía el amor con alguna mujer. Tras haberse acostado con alguien siempre se iba a la ducha para limpiarse esa sensación de suciedad que le quedaba en el cuerpo. Sudor, saliva y fluidos corporales varios hacían que sintiera cierto asco cuando pensaba en frío lo que acababa de realizar con cualquier mujer. Le gustaba el sexo, no lo podía negar. Desde que se acostó por primera vez con una mujer, mucho más tarde de lo que él siempre soñó e imaginó, le pareció una sensación totalmente fuera de lo común, una especie de chute de todas las drogas juntas. Pero por mucho que disfrutara del sexo, todavía le quedaba esa sensación de suciedad después de hacer el amor y por eso siempre tenía que pasar por la ducha para limpiarse.

Al acabar de darse esa pequeña ducha, en la que apenas se enjabonó, sino que más bien se dejó mojar por el agua tibia – ni caliente, ni fría –, salió del baño, se puso el otro albornoz y se calzó el otro par de zapatillas y salió a la habitación, donde Anna ya se estaba terminando de vestir. Se dio algo más de prisa en secarse y se vistió lo más rápido posible. Al salir del aseo, a falta de ponerse los zapatos, Anna ya estaba totalmente vestida de nuevo, y le esperaba sentada en uno de los sillones de la habitación.

– Llevo ya un rato esperando. Tardas más que una mujer. – Le dijo ella sin mirarle, ya que estaba absorta en una de las revistas típicas que suele haber en todas las habitaciones del hotel en las que se cuentan las bondades de la cadena hotelera al que pertenece dicho hotel.
– Luego el exagerado soy yo. Además no estoy tardando nada. Ya estoy casi. – Le dijo él al mismo tiempo que se sentaba en una de las esquinas de la cama para poder abrocharse los zapatos.
– ¿Dónde pretender llevarme? – Quiso saber ella.
– Pues tengo pensado ir por el Ring de Viena para que veas esa impresionante avenida a la luz artificial de las farolas, y los magníficos edificios que la jalonan. Quiero aprovechar hoy para que veas un poco Viena de noche ya que mañana con la fiesta de Fin de Año y al día siguiente con lo cansados que estaremos no creo que podamos disfrutar así de la ciudad. – Contestó él con la cara totalmente roja debido a que estaba agachado terminando de abrocharse los zapatos.
– Suena muy bien. ¿No será demasiado paseo?
– Parece que sí si lo miras en un mapa. Pero las distancias engañan. Cuando estuve aquí por primera vez descubrí como por muy grande que pueda parecer Viena, se puede recorrer entera en un solo día. Ya si quieres ir con mucha más calma puedes tirarte como mucho, cuatro jornadas, no más.
– ¿Por dónde vamos a empezar?
– Por la Ópera. Y de allí ya cogeremos el Ring y nos dirigiremos a ver los muesos nacionales, el Parlamento, el Ayuntamiento, el Teatro del Pueblo, y ya después nos meteremos a callejear por la vieja Viena para ver el Palacio Imperial y otras cosillas más que ya te iré comentando. – Por fin acabó de atarse los zapatos. – ¿Estás lista? Porque yo ya he acabado y ya te estoy esperando.
– ¿A quién estás esperando tu caracol mío? – Dijo ella poniéndose de pie y acercándose a él para darle un beso.
– Listos entonces, ¿no?
– Por mí sí. Espera que me abrigue bien que no quiero pasar frío. – Dijo ella cogiendo bufanda, guantes, y un coqueto sombrero de piel que tenía pinta de abrigar y calentar la cabeza bastante.
– Sí es cierto, yo también me voy a abrigar. – Dijo él.

Una vez se pusieron ambos su ropa de abrigo se dirigieron a la puerta de la habitación. Sin embargo justo cuando estaban saliendo por ella y Anna se disponía a cerrarla tras ellos, él se dio cuenta de que se le olvidaba una cosa. Pasó rápidamente a la habitación de nuevo. Puso encima de la cama su maleta y buscando entre las pocas cosas que habían quedado dentro de la misma dio con lo que había olvidado coger: su ushanka, o mejor dicho, su gorro estilo ruso.

– Casi se me olvidaba. – Dijo él de nuevo junto a Anna en el pasillo del hotel.
– ¿Y eso? – Preguntó ella con curiosidad.
– Es un ushanka.
– ¿Ush...qué? – Intentó repetir ella sin éxito, al mismo tiempo que cogía el gorro de las manos de él para poder mirarlo mejor.
– Usahnka, aunque nadie lo llama así salvo en Rusia. Es un gorro ruso como puede comprobar y todo el mundo que conozco cuando lo ve por primera vez lo llama así. – Le explicó él.
– ¿Y por qué tienes tú un gorro así? Sabía de tu afición por cierto tipo de sombreros de verano, pero esto no me lo imaginaba. – Dijo ella cuando se estaban subiendo en el ascensor para llegar hasta el hall del hotel.
– Es una historia muy interesante. Me lo compré en Moscú, hace ya unos cuantos años, durante un viaje que hice con dos antiguos amigos de la universidad, el año en que acabamos la carrera. ¡Qué recuerdos! – Contestó él volviendo a coger en sus manos el gorro y a acariciarlo con cierto aire de nostalgia y añoranza de un pasado que aunque no estaba tan lejano, sí había sucumbido ya al poder del tiempo y casi del olvido.
– Pues esa historia la quiero oír. Así que ya estás contándome. Suena interesante. – Dijo ella mostrando verdadero interés.

En ese momento llegaban a la planta baja. Salieron del ascensor y se dirigieron hacia la puerta principal del hotel para adentrarse en la fría tarde nocturna de Viena. Antes de salir, Anna se fue hacia el mostrador de recepción donde estaba Rocío. Él se quedó cerca de la puerta, plantado sin saber muy bien para qué había ido Anna hasta la recepción. Desde la pequeña distancia que había entre la puerta del hotel y la recepción, él pudo ver como Anna le decía algo a Rocío, y ésta muy sonriente como siempre le contestaba a su vez y cogía uno de los múltiples teléfonos, que él suponía debía haber tras el mostrador. Al volver junto a él la preguntó sobre el porqué de esa visita a recepción, a lo que ella le contestó que simplemente había ido a pedir un favor a Rocío: que dieran una vuelta a la habitación, haciendo de nuevo la cama y colocando las cosas en su sitio. Él preguntó de nuevo que si había dicho lo que habían hecho, y de nuevo Anna le respondió que se había inventado una pequeña excusa, diciendo que se habían echado un poco la siesta. Por fin salieron a la calle y un frío helador les golpeó en la cara a ambos haciendo que todos sus capilares se pusieran firmes y pidieran auxilio para ser protegidos frente a ese frío al que no estaban acostumbrados. Ambos se enfundaron sus respectivos guantes, se ajustaron las bufandas al cuello y se colocaron sus sombreros.

– Bueno, quiero escuchar la historia de ese gorro que te acabas de colocar en la cabeza. – Dijo Anna, al mismo tiempo que se agarraba del brazo de él para empezar a caminar por Viena.
– Si insistes. Verás que no es una historia para enmarcar. Como te he dicho el gorro lo compré en Moscú el mismo año que acabé la carrera. – Comenzó a contar él.
– Sí, vale. ¿Y qué se te había perdido en Rusia? ¿Es que no había otro lugar al que te apeteciera ir más que a ese país anclado en un pasado glorioso? – Le interrumpió Anna.
– Hombre, pues sí. Por haber había por aquel entonces poco más de doscientos países en el globo para elegir. El porqué de Rusia supongo que se lo debo a uno de mis amigos de aquella época. Estaba obsesionado con ir al país de los zares, aunque no por ese pasado imperial, sino más bien porque admiraba la firmeza militar del que fue presidente, Vladimir Putin, no sé si recordarás quien era.
– No recuerdo la verdad. Nunca me ha interesado mucho la política, y mucho menos la internacional. – Reconoció ella.
– Bueno, da igual. Era un hombre algo oscuro que iba a cazar osos con sus propias manos y que terminó asesinado por los suyos, al más puro estilo de la guerra fría. Lo que iba diciendo, fuimos a Rusia. La verdad es que era un país que me llamaba bastante la atención. Moscú y San Petersburgo, que fueron las dos únicas ciudades que visitamos en aquel viaje, siempre me habían atraído mucho. Cuando surgió el nombre de ambas una noche de finales del último curso no lo dudé y dije que si salía el viaje y acabábamos bien la carrera me apuntaba sin dudarlo. Al final el viaje salió. Fuimos este amigo que tanto admiraba a Putin y otro que también admiraba la vieja Rusia, la comunista en su caso. No se animaron ninguno más de los amigos que tenía entonces por motivos varios: que si tenían planes con la novia, que si es que no habíamos contado con no sé quién, que si era mucho gasto para nada. Vamos lo de siempre. Te puedes imaginar.
– ¿Cuánto tiempo estuvisteis en Rusia? – Preguntó ella, casi para reconducir la conversación que se estaba empezando a ir por los cerros de Úbeda.
– Fueron en total unos ocho días si mal no recuero. Cuatro y cuatro. Moscú y San Petersburgo. Fuimos en verano, a primeros de julio. Hacía un calor horrible. Nunca hubiera imaginado que en Rusia hiciera semejante calor. Ni en Córdoba en pleno mes de agosto he pasado tantísimo calor.
– No exageres hombre.
– No exagero de verdad. La gente iba por la calle totalmente empapada en sudor. Los pobres funcionario rusos trajeados cuando acababan su jornada iban totalmente descamisado. Muchos jóvenes iban por la calle sin camiseta, rojos como cangrejos quemados por el sol. Las fuentes ornamentales estaban abarrotadas, llenas de gente refrescándose. Nosotros no lo notábamos tanto porque veníamos de España. Pero aún así era duro.
– ¿Pues no entiendo como entonces te compraste el gorro?
– Pues si te digo la verdad a mí también me sorprendió ver que los vendieran en todos los mercados. Bueno vuelvo a la historia del gorro que me pierdo. Un día después de haber pasado prácticamente toda la jornada viendo y visitando los diferentes edificios, palacios e iglesias que conforman el recinto de El Kremlin, y para desembotarnos un poco de tanta historia zarista, tanto salón rococó y tantas lámparas doradas de araña nos dirigimos a una zona que nos habían dicho que se podía estar a gusto tomando algo. Era una especie de zona universitaria, cerca de la facultad de periodismo si no recuerdo mal. Nos encaminamos hacia allí. Para sorpresa nuestra dimos con un edificio alargado de estilo clásico del que salían y entraban muchos grupos de personas, de todas las edades. Como pillaba de camino decidimos ver qué era. Resulta que se trataba de una feria de comidas y bebidas de toda la Federación Rusa, así como de artesanía, que se estaba celebrando en ese gran edificio, muy bonito por cierto y además construido por un español Agustín de Betancourt, un ingeniero de no sé qué, caminos creo. Más tarde buscando en internet descubrí que ese edificio fue en su día el Picadero de Moscú.
– ¿Y fue allí donde te compraste el gorro?
– Sí. Exactamente. Pasamos a ver qué se vendía por la feria y entre todos los puesto que había, centenares a lo largo y ancho de todo el interior del edificio, encontré uno que vendía únicamente prendas de abrigo. Curioso que con el calor que hacía, allí dentro también, hubiera un puesto más propio de los fríos siberianos que azotan esa parte del mundo. Desde pequeño me habían llamado mucho la atención esos gorros rusos, se los veía a líderes políticos, a muchos actores en películas, y generalmente cuando salían imágenes de Rusia en invierno siempre había alguien con uno de esos gorros en la cabeza. Tras probarme varios, no es fácil dar con la talla adecuada teniendo semejante almendra por cabeza, me compré el que ahora mismo llevo. Había de todos los colores, grises, blancos, marrones y negros, y de muchas tonalidades. Pero me tiré por lo clásico: negro, y sin adornos comunistas o soviéticos, que también los había.
– La verdad es que al principio choca un poco verlo, pero cuando te has acostumbrado a él es muy bonito. – Dijo Anna mirando el gorro y dándole un beso a él después.
– Mis amigos también se compraron uno cada uno, y el fan de Putin además se compró en otro de los puestos una navaja rusa, de esas que usaban los moradores de la tundra para desollar a las liebres, conejos o cabritos que se dejaban cazar.
– Debió de ser un viaje muy interesante, además de bonito. Moscú y San Petersburgo son dos de las grandes ciudades históricas del mundo.
– Fue un viaje muy divertido la verdad. Vimos las dos ciudades, nos las recorrimos de arriba abajo sin dejarnos nada por ver. Y también bebimos. Creo que la única vez que me he emborrachado de verdad en mi vida fue en ese viaje, más concretamente en San Petersburgo, un par de días antes de volver a España. No sé qué hice, o hicimos mis amigos y yo, pero solo recuerdo que nos levantaron del césped de un parque cercano al Hermitage unos barrenderos con bastante mala leche. Me dolía la cabeza como nunca antes me había dolido, toda palabra que entraba por mis oídos era un alfiler que se clavaba en mi cerebro. No recuerdo absolutamente nada de la noche, supongo que alguna rusa cayó. Sí recuerdo que no recordábamos ni donde estábamos ni cómo volver al hotel una vez no ubicamos en el mapa. Sólo me viene a la mente un olor muy fuerte a alcohol puro, a vodka de garrafón si es que eso existe en Rusia.
– ¡Para haberos visto! Tenías que tener una pinta buena. – Dijo Anna divertida y sonriéndose.
– Sí para habernos echado unas fotos. La pena es que fuera el último viaje que hiciera con esos amigos. Bueno en el fondo con amigos a secas. A partir de aquel viaje perdí toda relación poco a poco con toda aquella gente. Supongo que tuvo que ser así, las vidas de cada uno siguieron caminos diferentes y por mucho que quisiera mantener esas relaciones al final se terminaron apagando. De aquella época sólo mantengo una amistad aunque tampoco la cuido demasiado.
– ¿Y por qué fue eso así? Pensaba que alguien como tú tenía bastantes amigos. – Le preguntó Anna.
– Amigos nunca tuve muchos la verdad. Conocidos sí. Saludaba y saludo a mucha gente. Pero amigos lo que se dice amigos no. Pero no es el momento de recordar este pasado triste y melancólico. Hoy no toca. – Dijo él volviendo al tono de voz desenfadado que había mantenido hasta el momento de hablar de esos amigos que fueron difuminándose en la niebla del pasado.

Sin darse cuenta ya llevaban un buen trecho andado. El frío punzaba cada milímetro de piel que no estaba cubierta bajo la ropa. Iban muy juntos. Anna se pegaba al cuerpo de él para buscar el poco calor que despidiera. Él sentía como ella le agarraba bien del brazo y le atraía hacia sí misma. El vasto edificio rococó de la Ópera Estatal de Viena, hogar del mundialmente conocido Baile de la Ópera de Viena en el que los jóvenes de la alta sociedad austriaca disfrutan de uno de los momentos más importantes en su vida como es su presentación en sociedad, ya quedaba bastante atrás. Delante de ellos ya se empezaban a ver entre las ramas esqueléticas y desnudas de los árboles del Ring las dos cúpulas de los edificios gemelos que albergan los museos de Historia Natural e Historia del Arte. En ese momento por mucho que quisiera eliminar de su mente el recuerdo del pasado, él de daba vueltas a aquel viaje a Rusia y lo mucho que disfrutó con sus amigos, pero también en que por desgracia no hubo más como ese y la amistad fue poco a poco diluyéndose hasta no quedar más que un poso agridulce. Anna sabiendo en lo que pensaba se arrimó a su mejilla y le dio un beso. El paseo por Viena seguía.

Caronte.

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