La última vez que
la vi, para ser sinceros, yo no estaba muy presentable que se diga. Ella salía
por la verde cancela carcelaria de mi urbanización al mismo tiempo que yo
llegaba de correr todo sudado y acalorado, agitado por el esfuerzo y con más
pintas de entrar en la sala de curas de un hospital que de hacerlo en mi casa.
En el momento que ella le daba al pulsador para abrir la puerta de la cancela,
yo abría la puerta y la dejaba paso. Fue apenas unos segundos, aunque a mí me parecieron
algunos más de los que en verdad fueron. Todo pasó muy rápido. Simplemente
intercambiamos un “buenos días”, algo
sofocado por mi parte debido al esfuerzo que acababa de hacer corriendo. Ella
me dio la gracias por sujetarla la puerta desde fuera de mi urbanización y
cederla el paso, a lo que yo repliqué con un “de nada”. Ninguno de los dos dijimos más de cinco palabras. Con una
sola de su parte me hubiera dado por satisfecho. Eso sí la sonrisa no la borró
de su rostro ni un segundo.
Esta fue la última
vez que la he visto. Esto pasó hace no más de diez días, y la vi apenas medio
minuto. Una eternidad para mí. En esos treinta segundos, o quizá fueron treinta
y dos, no hubo tiempo para más. ¿Pero qué más podría haber habido si aunque
vivimos en la misma urbanización prácticamente desde el mismo año y que ambos
tenemos la misma edad, nunca la he visto ni apenas he hablado con ella? Nada
más. Mucho es ya que simplemente nos hayamos saludado y ella me haya sonreído
con esa sonrisa que podría paralizar el mundo si se lo propusiera. Pero en ese
instante pasó tan cerca de mí mientras yo le sujetaba la puerta como nunca
antes había estado. Incluso me rozó levemente, apenas un toque con su bolso,
tan imperceptible que a lo mejor no es más que mi imaginación la que ha creado
ese contacto con ella. No. Ese roce existió de verdad. Fue el mi brazo
izquierdo, muy cerca ya del hombro. Ella no se dio cuenta de ese roce. Yo lo
guardé como un niño pequeño guarda un trozo de cuarzo brillante y pulido que ha
encontrado en el parque mientras jugaba, o
una concha colorida que las olas de la playa dejaron casi completamente
al descubierto y que ese niño se apresuró a coger y guardar, casi esconder, de
la vista de nadie para sólo él poder disfrutar de su tesoro.
No sé cuándo fue
la primera vez que la vi. Siempre ha vivido en mi misma urbanización pero creo
que nunca hemos cruzado ninguna palabra sin contar las de cortesía. Es de mi
edad, estudia medicina y creo que con buenas notas (al menos entró en su
carrera con más de un nueve de media en selectividad, sino se acerca al nueve y
medio que no estoy muy seguro). Casi nunca ha bajado al patio de mi
urbanización a jugar con los chavales que todas las tardes de verano nos
juntábamos, ya fuera en los columpios cuando teníamos edad para ello, en la
mesa de ping-pong cuando se instaló, o luego ya más mayores cuando “ya no
éramos unos críos” en la mesa de ajedrez a echar unas cartas o simplemente
tirarnos horas hablando de nada y de todo de lo que chavales de 16, 17 ó 18
años pueden hablar. Pero no es que nunca haya bajado a jugar con nosotros,
quizá muy al principio de empezar a vivir en mi urbanización sí bajara un par
de veces un par de veranos, pero a medida que pasaban los años dejó de hacerlo
(si es que mi memoria no me está jugando una mala pasada) y ni siquiera la veía
por la urbanización saliendo a la calle con sus padres y posteriormente con sus
hermanos. Tampoco me extraña que no bajara a pasar un rato con los chavales que
nos juntábamos en el patio: éramos todos chicos casi siempre, y cada vez que
bajaban las chicas parecía establecerse una especie de rivalidad entre los dos
sexos que hacía que se formaran unas especies de sectas en las que sólo se
admitían miembros de un sexo. Las chicas iban por un lado y los chicos íbamos
por otro. ¡Error fatal!
No ha sido hasta
que empezamos la universidad cuando la he vuelto a ver más a menudo pero
siempre desde lejos, parapetado detrás de los barrotes que protegen las
ventanas del bajo donde vivo y que me sirven de marco incomparable del ir y
venir de gente que pasa delante de la ventana de mi habitación que da al patio
de mi urbanización. Debido a la carrera que estudio en los últimos cinco años
he pasado muchas horas sentado en mi escritorio estudiando, haciendo ejercicios
y realizando cálculos estériles para aprender pero supongo que productivos para
haber ido aprobando todas las asignaturas. Esta ventana también ha sido el
medio por el que mi mente volaba más allá de mi cuerpo y mi corazón latía algo
más deprisa cada vez que ella pasaba por delante. Esas tardes en que el mágico
e inesperado suceso se producía, como la aparición de un arco iris que nunca
sabes si va a tener lugar, eran desde ese momento improductivas. Al principio
estas visiones eran casuales, ella pasaba de vez en cuando por delante de mi
ventana pero yo no siempre la veía. Sólo en muy contadas ocasiones, como cuando
el sol arroja la sombra de la Tierra sobre la Luna y le pide matrimonio
mostrando con cegadora claridad el más bello anillo de compromiso, mi vista se
levantaba de lo que estaba haciendo y la veía. Esos momentos escasos, sin yo
saberlo al principio, iban creando poco en poco en mi interior un malestar
inmenso, un dolor que todavía cada vez que la veo siento revivir más intenso
poco a poco. No sé qué es ese dolor, ese malestar que me impide, desde el
momento en que la veo, pensar en otra cosa por muy importante que sea salvo en
ella.
En esos momentos
la tarde ya está perdida porque por mucho empeño que ponga en retomar lo dejado
antes de verla, me es imposible hacerlo con la misma concentración. Parte de mí
se ha quedado en esos poco segundos en los que su belleza ha colapsado mi
vista. Poco a poco empecé a desear que ella pasara por delante de mi ventana
para así durante unos segundos poder soñar sueños imposibles, irrealidades
inventadas por mi corazón. La tarde que no la veía se abría en mi interior una
ansiedad absurda; absurda porque no la entendía, ni a día de hoy entiendo pero
al menos la acepto como normal. La tarde que no aparecía esa luz que ella
entera irradiaba y que iluminaba mi ánimo sentía que algo me faltaba, y sin
quererlo me enfadaba con ella por no pasar alguna tarde y le echaba en cara que
estuviese en cualquier otro lugar, muy probablemente la facultad de medicina o
el gimnasio, y que alguna que otra tarde salía con ropa deportiva y una bolsa
de esas que se llevan a los gimnasios o que los mafiosos usan para meter
billetes de cien dólares y pasar la frontera intentando no ser descubiertos por
el sheriff de turno. ¡Qué estúpido enfadarme con ella o conmigo mismo! ¡Qué
estúpido pensar que el azar se pueda repetir día tras día!
Los años han ido
pasando y ella ha seguido pasando delante de mis ventanas. Sin embargo en los tres
últimos años algo ha cambiado, yo ya no estoy toda la tarde tras los barrotes
de la ventana de mi celda particular. Ahora salgo al mundo más a menudo, me
muevo más, y por eso poco a poco la he ido viendo menos y ese dolor que al
principio, cuando no la veía, o cuando la veía pero ella pasaba sin saberse
vista ni mirada, o mejor dicho admirada, sentía dentro de mí se fue sosegando.
El dolor se sosegó pero el recuerdo no, y su imagen tampoco, esa está marcada a
fuego en mi retina, cincelada en mi corazón que durante tanto tiempo ha estado
helado y que siento que poco a poco va descongelándose. No la vería tanto como
antes pero seguía allí. La falta de rutina también provocó que cada vez que
casualmente la volvía a ver, ella me pareciera aún más bella que lo que
recordaba. Su sonrisa igual de luminosa; sus ojos, muchas veces ocultos por
unas gafas de ver que a pesar de mostrar un defecto la hacían más perfecta para
mí y más me hacían desearla, seguían mostrando una claridad en su mirada que
asustaba y una decisión que imponía; su pelo, largo y sedoso, de un castaño
perfecto sólo me decía que lo besara, que lo oliera y lo cogiera entre mis
manos para poder hacerlo mío mientras pudiera.
Hubo una temporada
que la veía más, no porque pasara por delante de mi ventana todas las tardes un
par de veces, sino por ser yo el que pasaba delante de ella. Nunca imaginé que
esto se pudiera producir, parecía una oportunidad que la vida me mostraba para
poder hablar con ella un rato, aunque fuera simplemente un “qué tal todo” o un “cómo te va la carrera” casi más de cortesía que de otra cosa (¿qué
otra cosa podría ser viniendo de mí que soy un cobarde?). Pero no. Estas veces
cuando la veía no estaba sola, un chico siempre estaba con ella. El terremoto
que dentro de mí se desencadenó en ese momento, cuando me enfrenté a la
realidad, a un hecho incuestionable, no tiene medición posible en ninguna
escala científica, pero los sentimientos no se pueden medir en escala alguna. Verla
abrazar a aquel chaval, besarle, cogerle la cabeza con ambas manos y mirarle
como ella le miraba hizo que lo poco que mi corazón ya había descongelado
volviera a helarse súbitamente, provocándome mucho dolor. Fue estando con su
novio, sentada en sus piernas, cuando yo llegaba de la piscina una tarde hace
un par de años cuando por primera vez en muchos años ella me habló y me
preguntó por la carrera. Tal fue mi sorpresa que en un principio pensé que no
se dirigía a mí sino a mi vecino del cuarto que es amigo suyo y con quien fue
al colegio durante muchos años, que quizá venía detrás de mí y que sin yo darme
cuenta por estar sólo pensando en ella y evitando el dolor de verla con su
novio se había acercado. Pero era a mí a quien iba dirigida la palabra. Como un
tonto, o al menos así es como recuerdo haber hablado, le contesté que bien y le
pregunté a ella lo mismo, que cómo llevaba la carrera de medicina. Me paré unos
segundos delante de ella, sin poder quitar la mirada de sus ojos, viéndola sonreírme
como nunca antes otra chica lo había hecho, no sólo por la sonrisa en sí, sino
por estar ella sentada encima de su novio.
Aquella tarde
cuando entré en mi casa, ya no pude hacer otra cosa más que pensar en ella. El
dolor que sentí en su día volvió pero aún más intenso si era posible. Era
doble. Era un dolor intenso en la boca de estómago, como pinchazos continuos,
como si parte de mí hubiera sido eliminado, sentía un vacío doloroso. Sólo
entonces supe que el dolor que sentía no era por no ser yo el chico en cuyas
piernas ella estaba sentada, o cuya cabeza ella cogiera con ambas manos
dispuesta a besar sus labios; el dolor provenía de saber que nunca lo iba a
ser. No sé qué son los celos y si se pueden sentir sin tener a alguien a tu
lado, supongo que sí, que parte de aquel dolor que aquella tarde sentí, y que
desde entonces sentía cada vez que la veía a ella y a él muy pegados apoyados
ambos en la pared besándose, o saliendo juntos y pasando por delante de mi
ventana, o cuando él llegaba sólo y se encaminaba hacia el portal donde ella
vive, eran celos.
Hace dos años ella
estuvo de Erasmus en Florencia, y durante los largos meses que sabía que no la
iba a poder ver un vacío se apoderó de mi ser y en vez de ser ella la que
pasaba delante de mi ventana, era su ausencia la que todos los días veía, o mis
ojos creían ver. Y esa ausencia pasó a ser tan necesaria como su presencia.
Volvió para Navidades, como el turrón. Y como el turrón su reaparición pareció
endulzar mi corazón que había estado en salmuera desde que se marchó. Pero su
vuelta también trajo consigo la vuelta del novio, que pasó también algunos días
comiendo con sus padres y hermanos en su casa. Acabó la Navidad y se volvió a
Florencia. Ya no la volví a ver hasta hace un año, pero esta vez acompañada de
un perro labrador negro bellísimo. Entonces pensé que la vería más, por eso de
tener que sacar a pasear al perro por las tardes, y así fue; incluso en alguna
ocasión coincidí con ella en el patio de mi urbanización.
Un día que yo
llegué antes de la universidad me encontré con mi vecino del cuarto. Él salía.
Nos paramos un rato a hablar porque llevábamos un tiempo sin vernos, y siempre
tuve con él buena relación desde que nos mudamos a vivir a la misma
urbanización, y dio la casualidad que al rato llegó ella con su perro, apenas
un cachorro de unos meses de edad, aunque por tamaño pareciera mayor. Ella se
paró a saludarnos, supongo que más a mi vecino por ser amigo suyo y ex
compañero de colegio que a mí, pero eso me daba igual porque estaba ella y eso
era lo único que me importaba. Pero también estaba el perro y eso no me gustaba
porque desde pequeño les tengo miedo. El perro jugó con mi vecino, a quien le
encantan los animales, y también lo intentó hacer conmigo pero instintivamente
yo me retiré un poco, ella lo notó y tiró de la correa hacia sí, pero supongo
que por orgullo y por no mostrarme como un miedica no me alejé más, incluso me
mostré casi dispuesto a tocar y jugar con el perro, pero este como un crío juguetón
era muy nervioso, y decidí mejor no tocarle. Intercambiamos algunas palabras y
ella se subió rápido a su casa porque tenía que irse a la universidad a hacer
unas prácticas.
Guardo como joyas
todas las veces que he hablado con ella, y siempre sueño con encontrármela en
el patio de mi urbanización como me pasó hace unos días, pero el azar es
caprichoso. No la he vuelto a ver con ese chico que creí su novio. Quizá
Florencia y la distancia hicieron mella en su relación. Ella sigue ocupando
muchos días de mis pensamientos cada vez que la veo y mi mente sólo es capaz de
escapar de mi cuerpo. Cada vez que pienso en ella mi corazón se estremece e
imagina cosas que no son, ni lo serán nunca, irrealidades que no llegarán a
materializar porque ella está fuera de mi alcance, aunque vivamos en la misma
urbanización en portales continuos, aunque estudie a unas centenas de metros de
donde yo lo hago, aunque me la cruce miles de veces nunca podré mirar esos ojos
y que ella me miré de vuela haciendo que todo el mundo vuele de mi alrededor;
nunca podré tocar su pelo castaño, ni acariciar su morena piel, ni oler su
perfume; nuca podré besar esos labios; nunca podré hacerla mía, ni dejarme
hacerme prisionero de su corazón porque ya soy prisionero.
Ya soy prisionero
de mi propia vida, de mi cobardía y timidez, de mi poca determinación, de mi
falta de agallas. Los barrotes de mi ventana como si de una celda se tratara me
permiten soñar con ella, verla pasar delante de ellos, pero sólo eso. Estoy
atrapado por unos barrotes mucho más gruesos e intraspasables que los de mis
ventanas, pero esos están en mi mente. Por estos barrotes sé que ella nunca
podrá ser mía. Yo nunca estaré a la altura de una chica como ella, nunca
mereceré tocar su pelo, acariciar su piel, abrazar su cuerpo, perderme en su
mirada, ni robarla un beso. Ella está fuera de mi alcance.
Caronte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario