Algo va mal dentro
de mí cuando haciendo algo que siempre me ha gustado hacer y siempre he deseado
hacer en cualquier momento no lo termino de disfrutar. Sé qué es lo que va mal,
aunque por no herir a mis seres queridos me lo quede para mí mismo y no lo diga.
También sé que lo que va mal sólo lo puedo cambiar yo y que si no lo hago es
porque tengo miedo a lo que ese cambio pueda provocar cuando se produzca. Tengo
que encontrar rápido una solución para que esto no me siga pasando, para poder
volver a disfrutar de todo como la hacía antes, aunque probablemente para poder
volver a disfrutar todo como antes tenga que cambiar todo lo que ahora soy y
tengo. Sé que todo tiene que ser diferente para que todo vuelva a ser como una
vez fue. Sólo me queda lo más difícil: que ese cambio se produzca.
Llevaba unos diez años
sin ir e visitar el Monasterio de El Escorial. La última vez que estuve, que
también fue la primera, lo hice con mis padres en pleno mes de diciembre con
las cumbres del Monte Abantos cubiertas ligeramente de nieve. Diez años son
muchos años pero todo estaba tal y como lo recordaba. Y es extraño porque cada
vez que he visitado una ciudad o un gran monumento por segunda vez siempre he
descubierto detalles y aspectos que en la primera visita había pasado por alto.
Pero nada de esto me ha pasado con El Escorial. Todo seguía igual que como lo
recordaba en mi memoria. En este caso el tiempo no ha deformado mi perspectiva
y a pesar de que ahora sé mucho más de historia de España de lo que sabía entonces
este magno monumento, centro del poder de la monarquía hispánica de los
Austrias, ha seguido tal cual lo guardaba mi mente.
Sí he notado que
ahora con el transcurrir de todos estos años que el significado histórico y
conceptual del Monasterio para mí ya no es el mismo. Ahora aprecio más la
historia que no se ve, la que no está colgada de las paredes de las diferentes
salas del Monasterio en forma de cuadros de Tiziano, Zurbarán o El Veronés, la
que no está representada por los objetos personales de Felipe II o cualquiera
de sus hijos, la que no adorna salas con muebles antiguos o camas y sillas
regias. Sólo ahora después de que todos los conocimientos sobre historia que he
ido adquiriendo durante estos diez años sé apreciar lo que el Monasterio de El
Escorial implica en la historia de España, y del Mundo. Mucho más que un
edificio impresionante e imponente es el Monasterio. No sólo es la ambición de
un rey materializada en un grandioso edificio de duro granito. El Escorial es
la representación del poder que un día tuvo la Monarquía Hispánica en el Mundo,
la sede de un poder que se extendió más allá de las fronteras de la Península
Ibérica y abarcó más de la mitad del mundo conocido; el lugar desde el cual se
regían los destinos de millones de personas y se administraban riquezas
ingentes. El Escorial fue el centro de un universo personal que giraba en torno
a Felipe II, el más poderoso monarca que jamán contempló la historia de la
humanidad. El Monasterio de El Escorial fue el centro de un imperio bajo el
cual nunca se ponía el sol.
Pero mucho ha
llovido desde esa época esplendorosa para el Reino de España. Muchas vidas y
mucha sangre se ha desperdiciado desde entonces en aras de mantener en pie algo
que desde el principio se veía iba a caerse por su propio peso. Esplendor y
decadencia, grandeza y desgracias, gloria y humillación, El Escorial recoge hoy
todo lo que un día fuimos y a la vez esto nos hace recordar lo que ya nunca más
podremos volver a ser. Al haber ido recorriendo por segunda vez las salas y
estancias que ya visité hace diez años, me han ido viniendo a la mente recuerdos
de aquella primera visita. Las salas y los objetos de las mismas no han
cambiado nada; incluso su disposición es la misma. Sin embargo no las he
disfrutado del todo. Yo no era el mismo que hace diez años, no ya sólo en
sentido físico, ahora estoy bastante más delgado y alto que entonces; hace diez
años iba al colegio y ahora ya soy mayor de edad y estoy acabando mi carrera en
la universidad. Sin embargo ahora igual que hace diez años sólo puedo visitar
El Escorial acompañado de mis padres. No es malo, y hay quien no puede hacerlo
porque quizá alguno de sus padres ya no está, pero a mí sí me toca. No es que
no me guste visitar lugares como El Escorial con mis padres, lo que pasa es que
creo que ya no es momento de hacerlo así. No creo que haya muchos jóvenes de
veintitrés años que sigan haciendo escapadas de uno o dos días con sus padres.
Siendo sinceros creo que nadie ve esto como algo normal. No es que sea anormal,
pero todos sabemos a lo que me refiero.
Debería haber
disfrutado de esta segunda visita a uno de los conjuntos arquitectónicos más
impresionantes del mundo único por su estilo y tipología, pero no lo he hecho.
Y esto ante todo es lo que más me molesta no haber podido admirar en toda su
grandiosidad esta obra de arte. El día estaba espectacular. En el cielo limpio
de nubes y de un azul intenso lucía un sol espléndido que repartía sus rayos
por la sierra madrileña sembrada de encinares y pinares donde pastaban y
descansaban vacas con sus terneros. No hacía nada de frío para estar ya a
mediados de octubre, incluso en las horas centrales del día hacía calor, tanto
como para estar perfectamente en manga corta disfrutando de los jardines que
rodean al monasterio herreriano admirando y disfrutando de la regularidad de la
fachada del mismo. En definitiva, el día era perfecto para no quedarse uno en
casa encerrado, para salir al mundo y dar una vuelta, visitar cualquier sitio o
hacer una escapada de fin de semana. Todo era perfecto, incluso el hecho de que
a pesar de estar en el último año de carrera y en teoría tener que estar
haciendo el Proyecto Fin de Carrera mi tutor no haya dado el visto bueno al
proyecto que tengo en mente y por tanto todavía me pueda considerar en
semi-vacaciones al no tener que hacer nada de la Universidad. A pesar de la perfección,
yo no lo veía así. Sentía que el día podía ser aún mucho mejor, pero el
problema no era ni el día que hacía, ni la compañía de mis padres, ni por
supuesto el regio paisaje que nos rodeaba, el problema estaba en mi interior,
en mi cabeza y en mi corazón.
Quizá nada hubiera
sido diferente: el Monasterio de El Escorial hubiera seguido igual de regio, la
Cripta Real de la Monarquía Hispánica no hubiera podido acaparar más historia
en menos espacio, las vistas desde la silla de Felipe II no hubieran sido más
bellas, la Basílica no hubiera superado a la de San Pedro en altura. Pero sin
embargo en mí interior sí sé que hubiera sido todo diferente si en vez de ir
con mis padres de nuevo a visitar el monasterio lo hubiera hecho acompañado por
mi pareja, por mi novia si es que le hubiera tenido. ¿Es esta idea una
estupidez como una casa? Pues es probable que haya a quien le pueda parecer una
tontería, pero para mí desde hace unos años no lo es. Cada vez que hago algo
que veo que ya no es lo más normal hacer con mi edad se me pone una presión en
el pecho que a veces incluso me hace que me cueste respirar. Ya no es sólo el
hecho de haber visitado El Escorial con mis padres en lugar de haberlo hecho
con mi novia; podría ser que a la novia que me echara no le gustara visitar
monumentos o hacer alguna que otra escapada de un fin de semana a cualquier
sitio. El problema está en que me vuelve a pasar que cada vez que llega un fin de
semana vuelvo a sentirme solo, y verme en la perspectiva de no salir de mi casa
me hace sentir que las rejas que hay en las ventanas de mi casa no son para que
nadie entre desde la calle sino para encerrarme en una celda.
Debería haber
disfrutado mucho del día en El Escorial porque he hecho cosas que tenía
pendientes por hacer desde hacía diez años como subir a la silla de Felipe II y
tirar un par de fotos con el Monasterio de fondo; o poder ver la fachada
principal del edificio iluminada por el sol para fotografiarla bien; o pasear
un poco por las calles que rodean al Monasterio. Pero a pesar de haber sido un
día muy bueno, por dentro sentía que no había merecido la pena. Ver a la vez
que yo estaba visitando las diversas estancias regias a más de una pareja de
jóvenes hacer lo mismo que estaba haciendo yo pero acompañados por las personas
a las que aman, me hacía sentir envidia y pensar que me faltaba algo, y saber
que estoy muy lejos de conseguir ese algo. No es la primera vez que me pasa,
pero cuanto más tiempo va pasando más profundo llega ese sentimiento de
soledad; soledad que no es real del todo porque tengo a mis padres y mi
familia, y a mis amigos con los que también disfruto mucho. Pero todos sabemos
que esto llegado un momento no es suficiente, y quien diga lo contrario miente.
Llega un momento en que todos nos sentimos solos aunque estemos rodeados de una
multitud de personas. Así me siento yo.
Me gustaría que llegara
un fin de semana y lo primero que se me pasara por la cabeza no fuera el hecho
de que no tengo pareja y que por tanto no puedo salir con ella a cenar, o
quedar simplemente para ver una película en su casa o en la mía, o irme de
vacaciones con ella a Asturias o a los Pirineos (no hablo ya de amarla y hacer
el amor con ella que obviamente me gustaría poder hacer). Me gustaría que
llegara un fin de semana y aunque no tuviera pareja no me sintiera solo. Pero
cuando van pasando los años y todo sigue igual, me voy dando cuenta que el
problema lo tengo yo, que o cambio el chip y empiezo a cambiar esa actitud o al
final sí terminaré quedándome solo del todo, y no sólo sin novia. Pero por
mucho que quiera, paso de sentirme solo a tener miedo a todo lo que conllevaría
estar con una chica, a no saber si sería capaz de amar a alguien y tener pareja
y comportarme como tal. Hay muchas veces que me gustaría salir por Madrid un
sábado o un domingo y no lo hago porque me gustaría hacerlo con mi novia, no
con amigos y mucho menos solo, pero no tengo. También hay momentos en que lo
que me apetece es salir solo, y lo hago, pero cuando estoy por el centro dando
una vuelta y mirando tiendas por Lavapiés, La Latina, o entrando en las
numerosas librerías de segunda mano que son mi perdición en Malasaña, sólo soy
capaz de ver parejas de mi edad y más jóvenes haciendo también lo que yo estoy
haciendo sólo pero haciéndose compañía y cogidos de la cadera o de la mano. Y
es entonces cuando a pesar de que cuando salí de casa lo que me apetecía era
darme una vuelta como lo que soy un joven soltero, vuelto a casa con la
sensación de haber salido por no tener otra cosa mejor que hacer con mi pareja,
y con una presión en el pecho insoportable. Por eso muchas veces que sé que
quiero salir a darme una vuelta no lo termino haciendo.
Pero me tengo que
quedar con lo bueno, aunque en algunos momentos esta parte no la termine de ver
del todo. Me tengo que quedar con la visita al Monasterio de El Escorial y
esperar que la tercera vez que vaya ya sea la definitiva y lo haga con pareja y
disfrute de la chica que me ame en un ambiente que emana poder en todas y cada
una de las piedras que componen el conjunto monumental. Espero que la tercera
vez que vaya sea más que inolvidable, no por el Panteón de Reyes, o la regia
Biblioteca, o la grandiosa Sala de las Batallas, sino porque no visito El
Escorial sintiéndome solo, sino con alguien a quien quiera. Pero quizá sea
absurdo ponerse ese sueño como meta, en el fondo tener o no pareja sólo depende
de mí y de que pierda el miedo a si una chica me gusta hacérselo saber, porque
si no nadie podrá hacer que no me sienta solo, y solo tendré que seguir
saliendo, yéndome de vacaciones, de escapada de fin de semana a una casa rural
o a Londres, al cine, al teatro o a cenar. Y solo tendré que vivir si todo lo
sigo manteniendo igual, terminando frustrado conmigo mismo y amargado. Si nada
cambia, todo seguirá igual que ahora y la próxima vez que vuelva a El Escorial
a sentir la historia sobre mis hombros y a pisar el mismo suelo que la
personalidad más poderosa que jamás ha dado España y no podré disfrutar de la
belleza de este Palacio-Monasterio-Basílica, seguiré sintiéndome solo entre
reyes.
Caronte.
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