domingo, 12 de octubre de 2014

Las fiestas de mi pueblo (I)

Antes, cuando era más pequeño iba mucho más a mi pueblo. Ahora, desde hace ya bastantes años apenas voy un par de días al año. No lo he echado mucho de menos hasta esta última vez que he ido. Mi pueblo, que si me tengo que basar técnicamente en la definición de pueblo no es tal cosa ya que yo no he nacido allí, es el lugar donde nació mi madre y mis abuelos. Es un pequeño núcleo urbano de unos novecientos habitantes durante todo el año, que en verano podía llegar a las dos mil almas, muchas de las cuales huían del estrés de las ciudades más grandes para volver durante unas semanas a la tranquilidad del pasado. Ahora ya esto no es tan así, la sociedad moderna, las nuevas generaciones entre las que me encuentro ya no vemos atractivo eso de irnos a pasar un par de semanas al pueblo a asalvajarnos un poco. Ahora en verano el pueblo sigue tan muerto como lo suele estar en pleno invierno. Sólo las fiestas logran recuperar en parte toda esa vida de antaño, cuando las calles volvía a llenarse de gente desestresada que se para cada dos puertas a saludar a un familiar en quinto grado o a un conocido de toda la vida.

Nunca me han gustado mucho las fiestas de mi pueblo. Siempre me he sentido poco apegado a las tradiciones populares rurales. La fiesta paleta no es lo mía, aunque supongo que tampoco lo es la fiesta más refinada. En el fondo no soy de fiestas. Pero este año he vuelto a ir al pueblo a las fiestas. Llevaba muchos años sin ir, tres o cuatro no recuerdo bien, pero los suficientes para hacerme pensar que ha pasado una eternidad desde la última vez que estuve allí. Las fiestas patronales de mi pueblo, Estremera, suelen coincidir siempre con El Pilar, alrededor del doce de octubre. Y como suele ocurrir por estas fechas el tiempo suele ser tan caprichoso como la diosa Fortuna, y bien puede hacer un año calor casi veraniego en el que sobra cualquier manga larga, como que llega de golpe el frío invernal y hace que los abrigos de pieles de las mujeres y las gabardinas pardas de los hombres salgan de los armarios por primera vez en la nueva temporada. Este año ha sido de los segundos, hasta este fin de semana el tiempo semi-veraniego se había resistido a irse, pero ha sido llegar el pregón de las fiestas de mi pueblo y entrar por la puerta grande toda la dureza del otoño en la meseta. Como me dijo el viernes un buen amigo ¿A quién coño – con perdón de la expresión – se le ocurre poner unas fiestas de un pueblo en octubre? Y es verdad, pero en el pueblo de mi madre son así, y así seguirán.

La verdad es que en un principio no teníamos pensado ir mis padres y yo. Fue hace unos días cuando tomamos la decisión. Mi padre y yo no estábamos muy por la labor de ir al pueblo y pasar el fin de semana completo en la casa de mis abuelos con mis tíos y mis primos todos apretujados como sardinas en lata. Pero a mi madre en el fondo sí que la apetecía ir aunque fueran unas horas, aunque no lo dice nunca abiertamente como buena mujer que es, sobre todo para hacer compañía y a ayudar a mis abuelos y más este año con mi abuelo todavía algo convaleciente de una operación de cadera que tuvo en marzo. Al final decidimos ir a pasar el día de ayer al pueblo, el primer día oficial de las fiestas. Como ya habíamos hecho algún año que mi padre trabajaba al día siguiente, fuimos a comer a mi pueblo y nos volvimos después de ver la pólvora. Apenas unas horas. Pero unas horas que me hicieron recordar y ver con otros ojos lo que siempre había visto con algo de disgusto.

Llegamos a casa de mis abuelos sobre la una de la tarde. Mis tíos habían llegado la tarde anterior con mis dos primos pequeños y mis abuelos que no pueden ir por sus propios medios ya que mi abuelo ya no conduce. Mi primo mayor llegó de madrugada después de haber estado en la universidad y de haber ido a su entrenamiento de baloncesto, y supongo yo después de haber pasado un rato con sus amigos antes de ir al pueblo. Cuando entramos en la casa después de saludar a los que estaban presentes, únicamente mis abuelos y mi primo mayor, al que saco cuatro años, nos acomodamos un poco. Mi primo estaba estudiando física en el salón haciendo un problema de dinámica de la partícula. Como no sacaba nada en claro del problema me puse a ayudarle un poco. Resultó que yo tampoco tenía idea de cómo se tenía que hacer. Al final le dejé que lo intentara el sólo otra vez porque yo no tenía ni flores. Poco después mi primo también desistió. Al rato de llegar nosotros a la casa llegaron mi tía y mi prima más pequeña, que también es mi ahijada y que es la niña más bonita que se puede tener por prima. Venían de comprar una tarta de chocolate para celebrar, aunque con más de dos meses de retraso el cumpleaños de mi prima, su octavo cumpleaños. Quince años saco a la benjamina de esta rama de la familia, todo un mundo que me hace sentir muy mayor la verdad. Sólo faltaban para completar la tropa mi tío y mi primo mediano. Poco tardaron en aparecer. Venían desde Madrid donde mi primo tenía que jugar un partido de baloncesto con su equipo. Además como si de Papá Noël se tratase mi tío se presentó con un televisor de 40 pulgadas para el salón, para tirar de una vez por todas la televisión antigua que había. Mi tío siempre sacándoles los cuartos a mis abuelos. Ya estaba toda la familia al completo: 10 miembros, ni más ni menos.

Una de las tradiciones más ancestrales en mi familia en el pueblo, y más en fiestas, es hacer una barbacoa en el patio de la casa de mis abuelos. Como el día estaba amenazante de lluvia, y además hacía bastante viento, comimos en la cocina, un poco más estrechos que lo que hubiéramos estado en el patio, pero en familia no hay estrecheces que valgan. La barbacoa consistió en chuletas de cordero, panceta, longaniza y morcilla de mi pueblo, y entraña que trajo mi tío y que mis primos, sobre todo el mayor y el mediano devoraron como si no hubieran comido en la vida. También había ensalada, pero esa sólo la comimos mi primo mayor y yo. Aunque había comida para alimentar a todo un regimiento del ejército, no sobró prácticamente nada. De postre tomamos la tarta que habían traído mi tía y mi prima para celebrar su cumple. Comí para dos días, pero pocas veces al año tengo la oportunidad de estar con toda mi familia junta comiendo y haciendo todo juntos. He de añadir aquí algo que suele pasar siempre en mi pueblo, o al menos en casa de mis abuelos, y es que había moscas para aburrir. La cocina parecía una cabaña de paja de la sabana africana, de esas que salen en los documentales donde las moscas revolotean todo el rato alrededor de las personas y de la comida. Como dice siempre mi abuela: “no suele haber moscas nunca cuando estamos solos el abuelo y yo, pero es venir todos vosotros y que se llene la casa de ellas; parece que vienen sólo cuando hay vida”. Y es verdad, de siempre tengo el recuerdo de cuando era pequeño y veía a mi abuelo con un matamoscas en la mano dando caza a todas las moscas que pudiera. También yo en mis tiempos mozos me dedicaba a matar moscas con ese mismo matamoscas. No se me daba mal.

Terminada la comida, y gracias a que éramos tantos quitamos la mesa y recogimos bastante deprisa. Mi tía se dedicó a fregar los platos con mi madre, ya que mi abuela la pobre ya está muy mayor, mi primo mediano se fue a dormir la sienta porque estaba reventado del partido que había jugado esa mañana en Madrid. Mis abuelos se pasaron al salón a echarse un rato la siesta; mi abuela apenas se durmió un rato, simplemente se sentó a descansar, mientras que mi abuelo sucumbió a Morfeo en cuando se sentó en el sofá. Esta es otra de las imágenes típicas de la casa de mis abuelos: después de comer sea la época que sea todo el mundo se echa un rato a descansar. Esto es notable sobre todo en verano, cuando me acuerdo que tras la comida la casa entraba en una tranquilidad inaguantable para mí que me sumía en un sopor aburridísimo que hizo que aborreciera ir al pueblo en verano por no pasar esas horas sin hacer nada. También supongo que si hubiera tenido amigos en el pueblo esas horas se hubieran pasado de manera diferente. Pero en fiestas estas horas se pasan mucho más rápido porque hay una serie de tradiciones que hay que cumplir.

Como pocas veces hemos estado todos juntos en el pueblo, por razones de trabajos de mis tíos o de mis padres, cuando coincidimos hacemos cosas diferentes. Así mi padre, mi tío, mi prima, mi primo y yo nos fuimos a tomar un café después de comer, antes de volver para que quien quisiera se echara un rato a descansar. Fuimos a uno de los bares de toda la vida del pueblo el “Aptc”, que desde que tengo memoria ha sido uno de los preferidos por mis tíos y mis padres para ir a tomar algo después de comer, o después de alguna procesión. Me tomé un café bombón como mi primo que en principio no iba a tomar nada porque decía que estaba lleno de la barbacoa y que no le entraba más, pero que al ver mi café sintió envidia. Estuvimos hablando los cuatro – mi prima estaba por ahí jugando con otra niña – de la universidad, del trabajo en el futuro, de coches, aunque en este último tema yo apenas aportaba nada porque soy un negado de la automoción. Una vez mi tío y mi padre dieron cuenta respectivamente de un chichón y de un baileys, nos volvimos a casa.

Mis abuelos seguían sentados descansando en el sofá. Mi abuela despierta, y mi abuelo dormido como siempre lo ha hecho dejando la cabeza a su libre albedrío en riesgo de desnucarse en cualquier momento. Si no hiciera eso no sería mi abuelo. Ahora sí tocaba sentarse un rato a descansar para todos los actos de las fiestas. Sobre las seis de la tarde, como es tradición en el pueblo pasa la banda municipal tocando música por las calles para despertar a todos los vecinos y anunciar la ofrenda floral a la Patrona del Pueblo, la Virgen de la Soledad. Siempre que he estado en el pueblo durante las fiestas me he asomado a la puerta de la casa de mis abuelos para ver pasar este pasacalle. Este año lo he visto con mi prima, que no paraba de preguntar como corresponde a una niña de ocho años llena de curiosidad, y mi madre a quien se le saltaban las lágrimas al pensar que algún día verá todo aquello sin que alguno de mis abuelos esté. Pero ese momento todavía parece lejano, y deseo que así sea para disfrutar muchos años más de ese tradicional acto estando todos juntos.

Caronte.

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