lunes, 29 de septiembre de 2014

A la carga de nuevo

102 es la cifra que representa el número de días que llevo sin ir de manera obligada a la Escuela de Ingenieros de Caminos de Madrid. 102 días en los que he descansado como un poseso y en los que no me he preocupado lo más mínimo de ningún asunto relacionado con mi carrera por primera vez desde que empecé hace ya cinco años. Ya era hora de tener todo el verano libre de cargas, única y exclusivamente dedicándome a lo que más me apeteciera en cada momento, sin tener que estudiar para sacarme ninguna asignatura absurda en septiembre. Pero de esos 102 días de asueto vacacional apenas me quedan 44 horas de despreocupación y semi-libertad.

El miércoles primero de octubre todos mis compañeros de penurias ingenieriles estamos convocados a volver a nuestros puestos en el frente de batalla para enfrentarnos a nuestra última lucha, si es que no hay contratiempos de última hora. Por suerte todavía somos de esos verdaderos universitarios españoles, raza a punto de extinguirse por la mala cabeza y peor organización de algunos políticos y rectores, que retoman sus clases universitarias en octubre y no en septiembre como los impúberes colegiales o los más tiernos bebés de guardería. Es un pequeño consuelo que por desgracia desaparecerá cuando esta estirpe de universitarios de pura cepa se agote. Porque por mucho que ahora sean mayoría los que empiecen la universidad en septiembre, hubo un tiempo en el que sí o sí la universidad se empezaba en octubre; esos eran tiempos de verdad donde había universitarios de verdad, y profesores de universidad de verdad, y cafeterías de universidad de verdad. Ahora esto ya no pasa, todo universitario es ya un sucedáneo de lo que un día se entendía por universitario, se nos ha pretendido equiparar con Europa para crear un mercado de personas con las que comerciar. Que en Noruega se empiece la universidad en septiembre es normal, cualquiera se atreve a ir a clase en pleno mes de diciembre; pero en España de toda la vida de dios se ha empezado en octubre, y ahora estos nuevos universitarios, las generaciones del futuro, se creen que lo son cuando en verdad, empezando cuando los colegios de primaria, sólo con ellos se puede llegar a comparar.

Así estamos, esperando que pasen estas poco más de cuarenta horas hasta que los fríos asientos de chapa de mi escuela nos vuelvan a recibir anhelando nuestro calor humano y compañía. La verdad es que 102 días sin ejercitar la mente en utilísimos problemas de hidráulica o estructuras pasan factura. No sé si seré capaz de volver a coger ritmo. El no tener ninguna asignatura para septiembre debería estar prohibido, no se puede no hacer absolutamente nada, salvo rascarse la nariz o la barriga, durante tanto tiempo, se terminan cogiendo hábitos poco saludables como el no preocuparse de ninguna asignatura o profesor impertinente, de la publicación de notas, de que el profesor no se pase de la hora (50 minutos) lectiva, o el salir a correr por las mañanas para hacer algo de ejercicio, el irse por las tardes – ya sea martes, jueves o sábado – a dar una vuelta por Madrid y tomarte algo sentado en un banco en una plaza, o entrar en alguna tienda curiosa y admirar los cachivaches que pueda tener. Donde esté una buena sesión de estudio de hormigón o resistencia de materiales, que se quite cualquier día de vacaciones.

Nos llaman de nuevo a todos a la batalla, a dar de nuevo ejemplo de lucha incansable y constante hasta derrotar a las asignaturas, y en algunos casos a sus responsables: catedráticos que se creen imbuidos de un poder celestial que les hace creerse por encima de todos nosotros y que, sintiendo que si aprueban a mucha gente pierden parte de sus condición de semi-dioses, ponen exámenes convocatoria tras convocatoria imposibles de realizar y que solo un pequeño porcentaje de los presentados al examen logran superar, en muchos caso sin saber cómo ni por qué. Volvemos a la carga. Este año vuelvo a la carga con más ganas que los anteriores, no sé si porque como cada vez me tomo menos en serio la carrera, a sus asignaturas y a sus prácticas y trabajos, o si porque el no haber tenido que estudiar en verano y tener que estar preocupándome de la escuela y la carrera todos los días de mis vacaciones me ha hecho estar menos quemado. Me da igual cual es la razón, pero encaro mi último curso en la universidad, o lo que debería ser mi último curso en la universidad, con ganas de volver y sobre todo de acabar de una vez por todas esta carrera de seis endiablados años.

Puede sonar chocante que quiera volver a la Escuela en un año en el que además de tenerme que enfrentar al curso normal, con sus asignaturas tanto comunes, de especialidad y optativas (por fin en esta carrera sabré qué es una asignatura optativa, en otros estudios las hay prácticamente desde primero, aquí no, en Esparta no se admiten debilidades), sino que además casi todos mis compañeros y yo nos vamos a tener que ver las caras con el Proyecto Fin de Carrera (PFC). El PFC es un monumental trabajo de búsqueda de información, trabajo individual, cálculos y aplicación de todos los conocimientos que durante los seis años de carrera se supone debemos haber adquirido – aunque yo creo que apenas retengo nada de cómo se diseña una carretera, o cuáles son los aspectos fundamentales del diseño de una presa. Por si fuera poco todo esto además nos tendremos que enfrentar al malvado Gargamel de los pitufos, o al Voldemort de Harry Potter, un profesor – catedrático de universidad – del que se dice es un verdadero grano en el culo de los estudiantes, y que hace la vida imposible incluso si se tercia mediante insultos y descalificaciones. Este catedrático que imparte dos asignaturas cuatrimestrales, una por cuatrimestre del curso, como algún que otro profesor ha declarado está colgado de una lámpara, y se cree más importante no sólo que ningún alumno – algo que en cierto sentido puede hasta ser aceptable – sino también que los demás profesores y miembros de la Escuela. Yo creo que, aunque en toda leyenda siempre hay parte de verdad, todo esto no más que la burbuja que se ha ido creando con el tiempo alrededor de este señor, odiado y repudiado incluso por sus propios compañeros docentes, inflada constantemente por los estudiantes para darse también estos importancia, porque si este personajes fuera tan demencial ¿cómo es posible que todo el mundo acabe sacándose sus asignaturas en el año correspondiente? A veces creo que se habla demasiado para hacerse el importante con los pipiolos de cursos inferiores.

Hay quien por temor a enfrentarse a las más que tediosas clases de este fantasma de la escuela (fantasma no por ser un espectro del más allá, sino por ser alguien que se cree más de lo que es), prefieren evitarlo y hacen lo posible para ello, como guiados por una especie de temor. ¡Temor! En esta vida solo hay que tener temor a los unicornios, a los gamusinos y sobre todo a la soledad (en mi caso añado los perros, pero por un desgraciado incidente que viví en el pueblo cuando apenas tenía cinco o seis años). Un profesor de universidad que además en ocasiones llega a faltar el respeto a los alumnos no merece ni siquiera respeto por parte de nadie. Mayores retos tenemos este año todos como para preocuparnos por un demente.

Los tambores de guerra ya están preparados para empezar a tocar, todos estamos, o deberíamos estar ya listos para la batalla que en unas horas empezará a desarrollarse. ¿Y después de la batalla qué? Pues después nadie sabe que habrá. Bueno me equivoco aquí al generalizar: yo no sé que habrá después de la batalla que se prevé ardua y dificultosa. Supongo que muchos compañeros de clase míos sí saben que una vez acabe esta batalla “papi” les estará esperando con los brazos abiertos para comenzar otra batalla aunque mucho menos dura que la que aquellos que no tenemos esa posibilidad de tener a alguien detrás nuestro que nos vaya a salvar de una batalla aún más feroz. Pero en el fondo, siendo sincero conmigo mismo, esto no me inquiera lo más mínimo. Todavía, por desgracia, no sé qué va a ser de mí una vez deje el campo de batalla de la Escuela. Muchas son las ideas de futuro que se me pasan por la cabeza, pero por desgracia las batallas que año a año he ido superando han terminado por hacer mella en mí. Pensaba que entraba en guerra preparado para todos los golpes y magulladuras que pudiera recibir, con una buena armadura, pero no sabía que la armadura física no bastaba para esta batalla. Esta guerra continua que empieza su sexto año de duración (mira como la Segunda Guerra Mundial), no ha pasado en balde sobre mí, ha dejado su huella, ha hecho mella en mí. Si cuando entré en la Escuela sabía qué es lo que quería para mi futuro, ahora esa seguridad se ha esfumado casi completamente, y ha sido sustituida por inseguridad.

Pero dejando estos fantasmas atrás, estos si son problemas a los que hay que temer por cierto, como dije antes este año vuelvo con más fuerzas a la carga de nuevo. No es que me apasione la idea de volver a la Escuela, donde pienso que no encajo, ni el hecho de retomar la carrera que no me gusta (aunque en los últimos tiempos y quizá por el hecho de tener que haber elegido un PFC que me gustara veo con algo más de ilusión esta profesión a la que se supone me voy a tener que dedicar, y de la que por lo menos por título formaré parte de aquí en adelante); quizá el que vuelva con esas ganas renovadas, o quizá algo menos quemado personalmente, se debe a que poco a poco me siento más a gusto conmigo mismo, estoy volviendo a recobrar parte de la seguridad en mí mismo perdida, parece que la senda que he de coger y que me conducirá al encuentro de mi futuro empieza a estar algo más clara, aunque todavía no haya encontrado el principio de la misma (algo que pensado en frío es descorazonador). Supongo que el escribir me ha ayudado a sentirme más a gusto. El expresar sin miedo, y sin callarme nada de lo que se me pasa por la cabeza o mi corazón siente, me ayuda a sobrellevar mejor la vida, y la indecisión en la que me encuentro sobre mi futuro. Esto me ha hecho replantearme todo y ver que no me tengo que callar ante aquello que me incomoda, aunque volviendo a la Escuela de nuevo tenga que volver a poner el modo diplomático on, sobre todo en el tiempo de cafetería, y hacerme el ciego, el sordo y el mudo, en cierto modo hacerme el Forrest Gump, para poder participar del teatro de los sueños en que se ha convertido esa “conjura de los necios”.  Con esto es posible que caiga en la hipocresía, pero es que puestos a ser hipócritas no creo que nadie me vaya a ganar.

Poco me queda ya para disfrutar, si es que en vísperas de una batalla se puede disfrutar algo, de mi tranquilidad. Estos 102 días de vacaciones en los que he leído, viajado, descansado, paseado por Madrid, más que ningún otro año se acaban. Vuelven la rutina y la homogeneidad de los días; aunque este año creo que esta rutina no va a ser igual, algo más movidita va a ser seguro sobre todo teniendo en cuenta el PFC. Vuelven esas mañanas en las que me apetece levantarme lo mismo que comerme una ensalada de saltamontes, esos viajes en el metro (aunque en cierto modo los echo de menos, no por su comodidad o por su gran calidad, sino porque me permiten viajar a lugares muy diversos de la mano de una variedad muy amplia de escritores gracias a sus libros) en los que no sabes que incidencia por falta de mantenimiento te vas a encontrar, esas clases sinsentido que sólo suponen una pérdida de tiempo y que provocan un sopor sólo igualable a un partido de curling entre Islandia y Canadá. Pero no toda la rutina es mala, también vuelven las palmeras de chocolate de la cafetería de mi Escuela, de las que tengo algo de “mono”. La guerra afronta sus últimas batallas, sus últimas escaramuzas, sus últimas misiones secretas y de reconocimiento. En unas horas los tambores de guerra empezarán a sonar y será entonces cuando tengamos que volver a dar la batalla como mejor sepamos cada uno, con nuestras mejores armas y tácticas.

Llega el momento de enfrentarme con calma el final de un largo camino que ha ido dejando atrás a muchos, algunos muy queridos y recordados. Serenidad y sangre fría es lo que se necesita para esta recta final. Ya casi puedo tocar con la punta de los dedos la meta, el final de la guerra. Y una vez acabe ya se verá en su momento qué hacer a partir de ese momento que hace cinco años tan lejano parecía pero que tan rápido se ha acercado. Tan rápido que apenas he tenido tiempo de darme cuenta de que estaba pasando. Pero aquí está, la última frontera que traspasar para alcanzar la tierra prometida (cada día más oscura e incierta por cierto), la última trinchera antes de la calma. Pero no hay que vender la piel del oso antes de cazarlo, aunque haya salido victorioso aunque con heridas de las anteriores batallas libradas, esta como todas las anteriores es diferente; nada de lo que años atrás pudo dar la victoria en un batalla la dará ahora. Poco a poco hay que pasar este campo de minas, más peligroso y delicado que los anteriores, porque es el último y estar demasiado confiado puede ser el peor error que se cometa. Pocas horas quedan ya de esos 102 días en los que he estado alejado de la Escuela y de la vida universitaria propiamente dicha. Ya debo volver a la carga de nuevo.

Caronte.

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