viernes, 19 de septiembre de 2014

De-formación profesional

Yo no sé si pasará en otras escuelas técnicas superiores o en otras facultades universitarias, pero sé que en mi Escuela sí. Y es que quien estudia en la Escuela de Ingenieros de Caminos termina enfermando de una afección muy rara, un virus de-formación profesional. Esta enfermedad afecta a la percepción de la realidad y del mundo, a la vista y a cómo vemos las cosas. Poco a poco desde que con dieciocho años se entra en mi Escuela este virus va conquistando casi sin darnos cuenta nuestra mente y nuestra alma hasta que ya es demasiado tarde para evitarlo. Cuando nos damos cuenta de que estamos infectados poco o nada se puede hacer para librarse de este virus, simplemente vivir con él hasta el final de nuestros días, e intentar asumir esta nueva situación de la manera más deportiva posible, incluso si es posible (yo pienso que sí lo es) de manera cómico y con buen humor.

Mi Escuela es como una de esas viejas atracciones de feria antigua, de principios del siglo pasado, llamada sala de los espejos. En dichas atracciones los visitantes entraban en una serie de salas con poca luz forradas de espejos de todo tipo y tamaño, pero que no devolvían a quien se mirase en ellos su reflejo normal sino una imagen completamente distorsionada de la realidad. Había espejos que mostraban a los más altos como si fueran enanos, a los más gordos como si acabaran de salir de un campo de concentración alemán, y a los más guapos y atractivos se les deformaban los rasgos hasta convertirlos en verdaderos adefesios imposibles de mirar. Al contrario también pasaba. Pero no sólo los rasgos físicos se veían afectados por estos espejos, había algunos también que en vez de devolver una imagen espectral nuestra la invertían y quien estaba de pie en la realidad, en el espejo aparecía boca abajo, o incluso invertido. Estas imágenes ilusorias eran simplemente una distorsión de la realidad, la sustituían durante el tiempo que el visitante estaba dentro de esta sala de espejos. Pero no eran irreales. Eran otra realidad, una imagen virtual que nuestro cerebro y nuestra vista captaban, un nuevo punto de vista que duraba lo que la atracción permitiera. Estas salas de los espejos hacían las delicias de la sociedad de su tiempo y daban a la gente un divertimento diferente y extraño. También es cierto que no todo el mundo se divertía con estos espejos distorsionadores de la realidad, hay quien pensaba que eran invención del diablo y que nada bueno podían traer. Esto mismo pasa en mi Escuela.


Desde que entramos en ese gran edificio de hormigón feo como no hay otro igual en todo Madrid, y quizá me atrevería a decir que en toda España, con esa torre llena de ventanas que se eleva al cielo y desde la cual (probablemente esto sea lo único bueno de este edificio) se tienen una vistas inmejorables de la zona norte de Madrid, que en días claros permiten incluso divisar el Monasterio de El Escorial; como digo desde que entramo en este edificio que asemeja a una fortaleza épica e inexpugnable, un virus empieza a invadir nuestro cuerpo y nuestra mente y sin darnos cuenta nos infecta hasta tal punto que lo que un día era de una manera para nosotros, y así lo percibíamos, con el paso del tiempo mutaba para ser otra cosa muy distinta pero sin dejar de ser real. Esta distorsión de la percepción se va produciendo poco a poco, y así sin apenas oponer resistencia nos va conquistando y avanzando, y nuestra vista se va transformando para ver aquello que siempre ha estado allí pero de manera muy diferente y distinta a cómo hasta la fecha lo habíamos percibido.

Del avance de este virus de-formación profesional no nos enteramos, no somos conscientes de su extensión en nuestra percepción hasta que un día salta el chip que todos llevamos dentro y vemos cómo hemos cambiado. A mí este chip me empezó a funcionar mal hace ya un tiempo, pero ha sido en este último año cuando me he terminado por dar cuenta de que el virus estaba completamente extendido por mi cuerpo. Yo ya no puedo ir por el mundo sin ver en cualquier sitio cosas relacionadas con mi carrera, con mi Escuela, con el mundo en el que me metí hace ya cinco años. En cualquier sitio, incluso el más inimaginable me llevan a ver elementos que antes no veía pero que ciertamente siempre han estado ahí ocultos, o mejor dicho, visibles pero para unos ojos y una mente no enferma y afectada por el virus de-formación profesional.

No penséis que esto es baladí, o simplemente una exageración por mi parte. Esto es algo muy serio que en muchas ocasiones puede pasar por frikada, y de hecho muchas veces cuando pienso en ello hasta yo mismo me doy cuenta que de gracioso tiene sólo un punto, pasado el cual el asunto se vuelve feo y preocupante. Y es que como he dicho hasta las cosas más simples y habituales en mi vida han cambiado, o mi vista las mira desde otro punto de vista que hasta ahora me ha estado vedado. Este verano ha sido ya la culminación de este proceso infeccioso, cuando yo ya me he dado cuenta de lo que pasaba. Ya no puedo ver con normalidad nada relacionado con mi Escuela y mi futura profesión. Por ejemplo, todo viaje por carretera se convierte en una especie de suplicio, ya que mi cabeza cada vez que paso con el coche por debajo o por encima de un puente, o cada vez que atravieso un túnel, mi mente empieza a ver aquello que simplemente hace unos años era incapaz de percibir. Ya los puentes no son meras construcciones civiles impresionantes con las que cualquiera se puede quedar impresionado y exclamar “¡Vaya pedazo de puente!” sin más; ahora los puentes son estructuras metálicas, de hormigón o mixtas, de una tipología muy determinada, a saber colgantes, atirantados, en celosía, o puentes-viga. Y esto me pasa no ya solo con los grandes puentes que puede haber en España, como me pasó al atravesar en el pasado Puente de Mayo el Puente Carlos Fernández Casado en León, sino que también me pasa aquí en Madrid si voy por la zona de Madrid Río, o conduciendo por la M-30. Mi vista inmediatamente se dirige hacia sus estribos para ver cómo están cimentados, o a sus pilares, o en el caso de que el puente sea metálico a comprobar si tiene rigidizadores para aumentar su resistencia. Vamos una barbaridad. Antes cuando pasaba por un puente simplemente lo contemplaba con admiración y sólo me parecía o bonito o feo. Ahora eso ya no pasa, o si pasa ha quedado en un segundo lado, desplazado por esa visión de-formación profesional.

Otro tanto me pasa con otro tipo de grandes estructuras y obras. Cada vez que atravieso los túneles de Guadarrama, o incluso los de la M-30, me voy fijando en los diferentes tramos de construcción, en las zonas hechas con tuneladora, en las zonas hechas a mano con el sistema de “avance y destroza”, o simplemente con voladura, o incluso me voy fijando si están recubiertos de hormigón proyectados (gunita), con la roca virgen al descubierto o recubiertos de placas, o sujetas las rocas con bulones. Para mí los túneles hace tiempo que dejaron de ser ese tramo de carretera donde la señal del GPS se pierde y la radio empieza a hacer interferencias, ahora son todo un mundo lleno elementos que antes no veía aunque siempre estuvieran ahí. Pero no es ya sólo con los túneles y los puentes. Hacer un trayecto por carretera largo para mí ya es caso un suplicio, salvo por las dos Castillas con esas interminables planicies donde las carreteras apenas tienen nada de interesante salvo el paisaje, que por suerte todavía lo sigo apreciando como si no estuviera infectado por el virus del que estoy hablando. Cuanto más largo sea el trayecto peor, y si es por zonas accidentadas orográficamente peor. Cada vez que he ido por zonas montañosas por carreteras empinadas y pegadas a paredes escarpadas de dura roca, ya no soy capaz de disfrutar del paisaje montañoso que rodea el coche, ahora veo cómo de empinada es la calzada, el tipo de asfalto especial que tiene, los bulones y mallas goesintéticas que están ancladas a las paredes de roca para evitar desprendimientos, todo ese tipo de cosas que antes sin saber lo que eran, sin estar afectado por el virus de-formación profesional, pasaban desapercibidas, eran como invisibles a mi vista, o simplemente me preguntaba intrigado, pero sin muchas ganas de saberlo, para qué servirían. Ahora ya lo sé, pero hay veces que añoro volver a estar ciego ante estos elementos.

Puede parecer gracioso, y en algunos momentos puede ser hasta divertido ir por una carretera más o menos aburrida y entretenerte, al pasar por un desmonte de carretera bastante grande, contemplando los diferentes estratos de rocas y terrenos que se ven en dichos desmontes e intentar averiguar qué tipo de roca o terrenos son, o si se tiene la vista todavía más aguda (si es que la Escuela no ha hecho mella también en la capacidad visual de cada uno) intentar adivinar qué inclinación puede tener dicho talud. Pero esto también puede llegar a ser peligroso si no se sabe controlar, ya que ir pendiente muchas veces más de los elementos ingenieriles que de la propia circulación de la carretera no es sano. Pero en cierto modo teniendo en cuenta que estoy en una Escuela de Ingenieros de Caminos el que el ir por una carretera me haga fijarme en aquellas cosas que hace unos años no me interesaban lo más mínimo puede llegar a ser considerado como normal. Gajes del oficio que dirían algunos. Pero lo que yo creo que ya no es tan normal es una cosa que me pasó este verano y es que estando una tarde en el chalet de mis tíos en el pueblo desde el que se puede ver toda la vega del río Tajo me fijara más que atentamente en una serie de cultivos que estaba siendo regados de manera automática con unos aspersores que iban girando poco a poco para alcanzar toda la extensión de la tierra. Y se podrá preguntar el personal no sin razón ¿qué tiene que ver esto con la ingeniería? Esta pregunta también me la hice yo en su día cuando en clase empezamos a dar los diferentes tipos de cultivos y la cantidad diaria de agua que necesitan para desarrollarse bien. Vamos que estuve un buen rato en el balcón del chalet observando cómo se ponía poco a poco el sol sobre el horizonte y viendo como se regaban los campos, pensando en qué tipo de cultivo sería (luego averigüé que eran ajos y cebollas) y qué tiempo de riego necesitarían. Vamos todo muy normal en una tarde de verano.

Creo que fue en ese momento en que mi chip saltó por los aires y me di cuenta de hasta qué punto el virus de-formación profesional estaba extendido ya por mi cuerpo, y asumí entonces que poco, o mejor dicho nada podía hacer yo por eliminarlo a esas alturas. Era demasiado tarde, el mal, o el bien según quien lo mire y cómo se lo tome cada uno, estaba hecho. Pero esto no se queda aquí, hasta en los lugares donde se supone que la mente debe estar más despejada y menos tiene que pensar en absolutamente nada, el virus sigue haciendo de las suyas, ya me es imposible ir a la playa y no fijarme en esas traicioneras corrientes de resaca, que además se corresponden con eso que nos decían nuestros padres cuando éramos pequeños sobre tener mucho cuidado al meternos en el mar, que cuando menos te lo esperas y sin darte cuenta la corriente te puede llevar mar adentro y, si no sabes cómo, eres incapaz de nadar hacia tierra y tienes que ser rescatado. También en las ciudades con puerto, como me pasó en Gijón y Cudillero este año, mi vista ya no ve simples estampas marineras o recreativas, mi vista enferma sólo es capaz de ver cómo es la bocana de estrada a puerto, o cómo son los diques de contención del mismo para saber qué direcciones de viento son predominantes y por dónde pueden venir los temporales. Una locura total vamos. Como diría Camilo Sesto: “¡Ya no puedo más!”.

Pero de todo cuanto el virus de-formación profesional ha infectado en mi percepción y en mi mente, lo que más me ha fastidiado de verdad, lo que más me ha jodido (y perdón por la expresión) es que ya no puedo pasar a los grandes edificios y monumentos históricos como lo hacía hace unos años. Especialmente doloroso es para mí no poder contemplar simplemente anonadado la grandiosidad de las Catedrales de la cristiandad. Antes, cada vez que entraba en uno de estos grandes edificios de piedra que reflejaban la riqueza y el poder de una época ya remota en el tiempo, irrepetible en el mejor de los casos, mi mente sólo era capaz de ver la belleza que esas piedras generaban, lo imponente que era estar junto a esas regias columnas que se elevaban más altas que lo que una mente normal podía concebir. Recuerdo vivamente lo que sentí cuando pasé por primera vez al interior de la Catedral de Sevilla, la más grande de todas las catedrales góticas del mundo cristiano. Para acceder al interior de esta catedral debíamos atravesar primera una especie de pasadizo de techo muy bajo, y muy estrecho que comunica la zona donde se adquiere la entrada con la nave principal. Cuando dejé atrás dicho pasaje mi vista sólo pudo contemplar la grandeza de ese interior iluminado artificialmente con lámparas que daban un tono dorado a paredes, arcos y bóvedas. Mi cabeza se inclinó hacia arriba y mi boca se abrió para contemplar la magnificencia de aquel templo. Nunca podré olvidar aquella sensación. Pero sé que ahora no sentiría lo mismo. Ahora sólo sabría admirar cómo los maestros constructores de la época supieron superar dificultades y construir semejante templo; cómo supieron descargas los muros de la Catedral a través de arcos apuntados y bóvedas de crucería, contrafuertes y arbotantes, para poder elevar las columnas hasta alturas nunca antes alcanzadas. Ahora mi mente no podría admirar la belleza de la Catedral, sólo sería capaz de ver elementos constructivos y en cierto modo admirar éstos y dejar de un lado la historia y el poder que semejantes edificios transmiten a sus visitantes. Algo semejante podría decir de muchos otros monumentos históricos, grandes edificios, y puentes de toda época.

El mal ya está hecho, y tengo que asumirlo lo mejor que pueda. Tengo que sacar todas las fuerzas que todavía me queden para buscar en mi interior y volver a sacar esa visión pagana, ciega, sana de todo virus de-formación profesional, para poder mirar de nuevo sin ver aquello que ahora me impide ver lo que un día sí podía contemplar. Pero hay que tomárselo con humor. Supongo que este tipo de virus de-formación profesional no es único de los que estudiamos en la Escuela de Ingenieros de Caminos, con otras mutaciones también estará presente en otras carreras, en otros mundo. De esto deduzco que por ejemplo un arquitecto también se asombrará y no será capaz de pensar en otra cosa salvo en saber cómo lo habrá hecho, tras ver cómo un chavalín de cuatro o cinco años es capaz sin ayuda de nadie de construirse un castillo con sus almenas, torres, murallas y foso defensivo con la arena de la playa, o incluso cuando vea como un adolescente con tal de enamorar a una chica es capaz de usar toda una baraja de naipes para construir un castillo y que este se quede en equilibro. Imagino que debe ser duro para un arquitecto ver semejantes hitos arquitectónicos. Supongo también que un dentista cada vez que vea a alguien sonreír sólo verá caries, gingivitis, periodontitis o halitosis, y por tanto preferirá los velatorios a las comedias de Lope de Vega (o a la película de “Ocho Apellidos Vascos”). También estoy seguro que un político verá en cualquier sobre una oportunidad de conseguir alguna prebenda sin mover un solo dedo, o moviéndolo en la dirección adecuada; o un informático verá la vida siempre en lenguaje binario; o un estudiante de magisterio recordará sus buenos tiempos cada vez que se encuentre con un montón de plastelina. Todas las profesiones tendrán alguna variedad de este virus, y en cierto modo todos tenemos que asumirlo de una manera u otra.

He de añadir para terminar que he descubierto en los últimos tiempos una especie de tratamiento contra este virus de-formación profesional, al menos contra la variedad que afecta a mi Escuela, y son las letras. Leer o escribir palian en un grado importante los efectos que el aire y el ambiente de mi carrera nos comunica. Un buen libro hace que el virus no avance al ritmo tan vertiginoso que lo hace de manera normal, incluso puede llegar a pararlo durante un tiempo durmiéndolo gracias a las historias escondidas en las páginas de una buena novela. Pero no sólo leer, como digo, detiene por un tiempo a este virus, también la escritura. Escribir, inventar una historia, o contar algo que se pase por la cabeza también impide que el virus siga colonizando rincones de nuestra mente. Estos remedios los estoy ya probando y parece que en parte funcionan. Aunque también he de decir que a pesar de que a veces este virus es muy jodesto (es decir entre jodido y molesto) sobre todo cuando me impide ver cosas como antes la veía y disfrutaba a gusto, también es verdad que en otras ocasiones me hace hasta gracia ver en qué especie de “friki ingenieril” me he convertido, y en ocasiones al hacerme a mí miso algún comentario sobre alguna estructura, edificio o elemento relacionado con mi carrera, me empiezo a reír yo solo, sin motivo aparente. Pero bueno al menos me he dado cuenta de este virus de-formación profesional y puedo llevarlo con naturalidad y así con fuerza de voluntad intentar controlarlo, aunque a veces sea muy complicado.

Caronte.

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