miércoles, 10 de septiembre de 2014

Grüne Hölle (I)

Mis amigos pensaban que iba a estar algo acojonado por lo que estábamos a punto de hacer, pero nada más lejos de la realidad. Emoción era lo que sentía. Yo también esperaba estar bastante más nervioso de lo que estuve al final, pero la verdad es que creo que cuanto menos vueltas se den a las cosas más se termina disfrutando de ellas. Ni nervios, ni miedo, ni vértigo ante lo que se avecinaba, simplemente sentía emoción y sobre todo curiosidad por descubrir y vivir aquella nueva experiencia para mí. Supongo que quien me dijera hace unos años, aunque no hubieran sido hace unos años, simplemente con que cualquier me hubiera dicho a principio de este año que iba a estar donde estaba a punto de hacer lo que iba a hacer, hubiera llamado con urgencia a los servicios psiquiátricos de la Clínica López Ibor de Madrid para que encerraran bajo llave y vigilancia a quien me hubiera dicho tal cosa. Pero esto es lo que pasó de verdad y creo que es algo no cambiaría por nada del mundo y que no me arrepiento ni un ápice de haberlo hecho.

Pongámonos en situación. Era el tercer día de mi viaje por parte de Europa con un par de amigos, cuyo destino era Múnich donde nos aguardaba otro amigo que estudiaba allí con una beca Erasmus. La mañana de aquel día nos levantamos ya en Alemania, punto central de nuestro periplo europeo, el país donde más días íbamos a pasar. El calor era insoportable, y esto quiere decir que creo que ni siquiera en España he sentido tanto calor como sentí en Alemania aquel primer día que amanecíamos en tierras germánicas. Ya desde primera hora de la mañana hacía calor. No eran ni siquiera las nueve de la mañana y ya estaba sudando como si hubiera estado trabajando en la fragua del mismísimo dios Vulcano. Una vez desayunados partimos a visitar los objetivos turísticos del día, que se presumía iba a ser largo, aunque no tanto como fue el final, pero eso sí cargado de emociones fuertes. Un castillo medieval fue nuestra primera parada seria en Alemania, menos mal que llegamos pronto y que gracias al bosque en medio del cual se encontraba dicho castillo el calor parecía menos intenso. Nada más lejos de la realidad. Después de visitar con un guía sacado directamente de la Edad Media, por su complexión fuerte de buen comedor de codillos y patatas asadas, y cara menos expresiva que la de una estatua de mármol, eso sí presidida encima de los ojos por un buen cepillo como única ceja, nos dirigimos hacia la ciudad de Cochem a orillas de río Mosela, uno de los más importantes de Alemania, en el Land de Renania-Palatinado. Aquí el calor ya sí que era intenso, muy intenso. Visitamos la ciudad deprisa, pero con calma. Vimos todo lo que había que ver y también nos quemamos todo lo que nos teníamos que quemar gracias a un sol más típico de Granada que de aquellas tierras germanas.

Una vez vista esta típica ciudad alemana, con sus típicas casas de fachadas coloristas y tejados puntiagudos, con su castillo-fortaleza en lo más alto de una montaña desde la cual se debería tener unas vistas más que privilegiadas, pero a la que no subimos tanto por el calor que hacía como porque a mí no me apetecía terminar deshidratado al final de un camino empinado lleno de escaleras. Además tampoco teníamos todo el tiempo del mundo ya que a la hora de comer, sobre las dos de la tarde teníamos que estar ya en el destino principal de aquella jornada: el plato fuerte de un menú que acababa de comenzar con un entrante y un primer plato, más o menos suaves. Lo dicho, tras visitar Cochem, nos refugiamos en el frescor del aire acondicionado del coche y pusimos rumbo norte, hacia los verdes y frescos – bueno frescos en sus mejores épocas, no este verano que hacía un calor infernal – bosques del norte del estado federado de Renania-Palatinado, donde nuestro destino nos aguardaba.

Para los cristianos están Jerusalén, Roma y Santiago de Compostela; para los musulmanes, Jerusalén, La Meca y Medina; para los fumetas, Jamaica y Ámsterdam; pero para los amantes del motor, de la velocidad y de la adrenalina está Nürburgring, lugar sagrado de peregrinación para todo aquel que ame el olor de la goma quemada y que sienta pasión por un motor rugiendo y mostrando todo su potencial. A mí nada de esto me emociona demasiado, para qué voy a engañar a nadie. Pero allí estaba yo, a las dos de la tarde, bajo un sol abrasador que solo con estar un par de minutos bajo él ponía más moreno que una hora tumbado en la playa de la Malvarrosa de Valencia. En parte el viaje que hice con mis amigos este verano por Europa estaba muy pensado para parar en este templo del motor y la velocidad, historia viva y leyenda del automovilismo, donde se han forjado mitos de las cuatro ruedas y donde también se han dejado la vida muchas otras personas que también pasaron a la posteridad como héroes. Quizá por esto último y por la tensión que hay que mantener durante los más de 20 km que tiene el circuito por lo que se le conoce como “Infierno verde”. Aunque a mí no me pareció para nada un infierno, ni mucho menos, también es verdad que no conduje por el asfalto negro y abrasivo de Nürburgring, salpicado constantemente de pintadas como las que aparecen en muchas etapas de montaña en las grandes vueltas ciclistas de tres semanas en ascensiones míticas. Pero que a mí no me pareciera un infierno como digo es normal, no llevaba el coche yo, y por tanto no tenía que mantener la tensión constante que hay que tener para mantener el coche dentro de los límites de la pista y no pisar los exteriores de los pianos con el consabido riesgo de acabar fuera de pista con un buen susto en el cuerpo.

El circuito de Nürburgring-Nordschleife, nombre completo de la mítica pista, es el circuito de velocidad más antiguo del mundo, ya que fue construido en 1927 y desde entonces se han celebrado competiciones de todo tipo en su asfalto maldito. Sólo los más atrevidos, y quizá los insensatos como yo que no tenemos ni idea de lo que significa esta pista, son capaces de atreverse a conducir en él, a enfrentarse a sus curvas enlazadas y enormes rectas, bueno más que rectas tramos sin demasiadas curvas o apenas perceptibles. Aquel día en que íbamos a probar lo que era de verdad la adrenalina, bueno los dos amigos con los que iba la iban a probar, al fin y al cabo yo estaba muy tranquilo, quizá tranquilo de más para lo que estábamos a punto de hacer. A medida que nos íbamos acercando al circuito la emoción dentro del coche iba creciendo, cualquier cartel que anunciara la presencia del mismo significada una ola de exclamaciones, muchas de ellas infantiles y sin sentido, por parte de mis compañeros de aventura. Los coches cada vez más potentes nos adelantaban por las carreteras comarcales que llevan hasta el circuito, y así como los carteles cada vez que pasaban coches potentes (aunque muchas veces feos de huevos) a nuestro lado volvían las exclamaciones y la retahíla de detalles técnicos, que la verdad sea dicha a mí poco me importaban, que uno de mis amigos soltaba cada dos por tres.

Y por fin llegamos al circuito. Las enormes gradas de la parte nueva, la que se dedica en años alternos a albergar el Gran Premio de F-1 de Alemania, se erguían como inmensos acantilados que separaban dos mundos muy diferentes, el de la gente normal con coches normales que nosotros ocupábamos, y el de los coches potentes y el glamur de las carreras que aguardaba detrás de las gradas. El circuito debe su nombre al pequeño pueblo de Nürburg, pueblo presidido desde una colina por una torre, los restos de un castillo medieval, que dan al entorno un aire casi señorial, de victoria y honores que solo unos pocos pueden saborear. Como buenos profesionales de las cuatro ruedas que son mis dos amigos pilotos, los que iba se iban a enfrentar al infierno verde, el dueño del coche y el loco del motor en una gasolinera cercana al circuito, más concretamente situada en la carretera comarcal que discurre paralela a la recta principal del circuito, hicimos un pit-stop técnico para comprobar presiones de ruedas y limpiar el parabrisas delantero para que la visión fuera más que perfecta. Una vez hecho esto comimos en una especie de área de descanso dotada de un par de árboles que daban una preciosa sombra y unas mesas de hormigón con sus bancos también del mismo material, más incómodas que un potro de tortura. Una vez comimos y tomamos fuerzas para lo que se avecinaba nos encaminamos hacia el aparcamiento de espera de los coches de los aficionados al motor que aquella tarde iban a disfrutar de las curvas del mítico circuito.

El aparcamiento del circuito estaba dividido en dos partes, nosotros nos metimos en la más pequeña y aparcamos cerca de una sombra para evitar el sobrecalentamiento que el sol de justicia imprimía a todos los allí presentes. Llegamos con bastante tiempo de antelación, por lo que tuvimos que esperar a que las sesiones de pruebas que se estaban desarrollando en el circuito acabaran para que los aficionados pudieran disfrutar de la pista. Sin embargo la espera no se me hizo tan larga como yo esperaba, estoy seguro que a mis dos amigos sí, ya que les veía nerviosos y sobre todo entusiasmados por estar allí en uno de los templos del motor. Compraron las entradas en las taquillas. Bueno llamo aquí entradas a lo que en realidad eran el número de vueltas que se quisieran dar. Mis amigos compraron cuatro vueltas, con el riesgo que eso suponía. Riesgo en el sentido de que cada vuelta, en un coche como el que llevábamos (un Honda Cívic), eran más o menos unos once minutos y por tanto casi una eternidad, y en ese tiempo en la pista, teniendo en cuenta que los que iban a estar corriendo son gente normal aficionada a la velocidad y al motor, y por tanto no tan profesionales como se esperaría, podía ocurrir muchas cosas entre ellas algún accidente que terminara por cerrar la pista para lo que quedaba de jornada y aguar los planes que el comprar cuatro vueltas suponía. Pero quien no arriesga no gana, y no habíamos llegado hasta esos confines de Alemania para quedarnos quietos con los brazos cruzados. A mí me daban igual una que tres o que quince vueltas, iba a ir de paquete en los asientos traseros con mi cámara de fotos intentando retratar todo lo que pudiera de la mejor manera que pudiera y supiera.

Una vez tuvieron las entradas en la mano, cargadas en una tarjeta magnética, que uno de mis amigos, el dueño del coche, se guardó como oro en paño una vez consumidas todas las vueltas cargadas, nos dispusimos a esperar a la apertura de las puertas que daba acceso a la pista. Podría parecer que la espera en un sitio como ese, un parking de espera, no ofrece muchos atractivos, pero esto es erróneo. Para los amantes del motor, el olor a gasolina y a goma quemada aquello no es más que un gran espectáculo donde se dan cita aficionados de todas partes del mundo con sus coches, todos ellos muy diversos. Eso sí el único Honda Cívic allí presente era el nuestro, y además con matrícula española. Ferraris, Lotus, Mercedes, BMW’s, y muchos otros coches de muy diversas marcas (incluidos algún que otro Renault), colores, formas y nacionalidades estaban allí parados. Conductores de todas las edades y toda condición: grupos de amigos, solitarios amantes de la adrenalina, señores ya algo mayores que bien podrían ser abuelos de unos lindos críos en Holanda o Dinamarca solos o acompañados, mujeres moteras que poco tendrían que envidiar al más osado de los diablos moteros, y también algún que otro macarra con coches de colores bastante horteras que hacían más ruido que otra cosa (básicamente para llamar la atención, aunque en el fondo esos coches corrieran más que muchos allí presentes). Y entre toda esa amalgama de coches y sus dueños, nosotros, tres jóvenes amigos españoles: un loco absoluto obsesionado con el motor y los coches, un aprendiz de loco obsesionado con el motor y los coches, y yo mismo (quizá la persona con menos pintas de estar allí entre tanto coche y tantas motos; el que más podría llegar a desentonar algo que no sólo no me incomodaba sino que me hacía sentir importante por estar allí donde probablemente nadie nunca me hubiera ubicado jamás).

Entre tanto coche, moto y aficionado al motor, la casualidad hizo que también hubiera otro coche español más, un BMW blanco, que según nuestro experto particular en cosas relacionadas con el motor era un “buen bicho”. La verdad es que fue una de esas situaciones que no esperas vivir a tantos cientos de kilómetros de tu casa, como si en la otra punta del mundo por ejemplo en la India a orillas del Ganges te encuentras con tu profesor de matemáticas de primero de bachillerato echando las cenizas de su perro a las aguas del río sagrado de hinduismo. El BMW español pertenecía a un hombre de Zaragoza, también muy aficionado al motor, que según nos contó todos los años suele ir hasta Nürburgring (o si no todos los años cada vez que puede, incluso un par de veces al año) para darse unas cuantas vueltas al circuito. A nosotros se nos podía considerar como frikis por estar allí para darnos apenas cuatro vueltas a la pista, pero al menos la experiencia que íbamos a vivir estaba enmarcada en un viaje mayor que nos iba a llevar hasta Múnich y posteriormente a Suiza y Francia de nuevo. Este hombre se hacía el viaje única y exclusivamente para darse vueltas a la pista, eso sí no cuatro como nosotros sino unas cuantas más, concretamente nos dijo que tenía compradas unas ocho o diez vueltas. Estuvimos un buen rato haciendo tiempo charlando con este hombrecillo con pintas de gañán típico español, aunque se supone que con pasta suficiente para permitirse ir a menudo hasta Alemania en coche para darse este capricho (que no es barato que digamos). Entre otras cosas nos contó que hacía unos años había tenido un accidente bastante gordo en el circuito y que dejó el coche para casi el desguace, pero que volvió con el coche hasta la frontera española para que se seguro se lo cubriera y dar el parte de daños como si hubiera sufrido un accidente normal y corriente en España. Lo dicho menudo personaje. Algo que me esperanzó al ver a dicho tipo con esas pintas de españolazo típico con su camisa por dentro, que además andaba echando la cintura hacia delante y estaba medio calvo (hay quien diría que era de pelo pobre) fue que estaba casado, y yo me dije que si semejante espécimen de la raza humana había encontrado pareja (aunque también habría que haber visto a la afortunada) yo también tendría que encontrar tarde o temprano.

En un momento dado la megafonía del parking anunció, primero en un ininteligible alemán y luego en un inglés confuso que la pista quedaba abierta y empezaba la sesión de entrada libre (previo pago de las vueltas correspondientes). El primero que se iba a poner al volante iba a ser el loco del motor, que ya había estado una vez en Nürburgring y por tanto se conocía bastante bien el circuito (aparte de haberse viciado algo a la Play Station y el Gran Turismo para grabar en su memoria todas y cada una de las curvas de la mítica pista), además de que era bastante más hábil conduciendo que mi otro amigo el dueño del coche (que por cierto tuvo mucho valor para meterse en un circuito de tales características con tales personajes como nuestro compatriota el maño con su coche, y encima dejárselo en primer lugar a otro conductor, aunque este fuera su amigo de toda la vida). Ya estábamos los tres metidos en el coche. Todo preparado. Motor encendido. Enfilamos la fila de coches que había justo delante de las vallas de entrada, el conductor pasó la tarjeta con las vueltas por el escáner y la valla automática se levantó abriéndonos la pista. En los primeros metros controlados y seguros con carriles de conos, el copiloto que en esta primera vuelta iba a ser el dueño del coche colocó en el parabrisas delantera en una zona en la que no estorbaba demasiado a la visión una cámara de fotos preparada para grabar toda la vuelta. Yo iba atrás en el lado derecho pertrechado con mi cámara y preparado para aventurarme en el negro y mítico asfalto del “Infierno Verde”.

No voy aquí a explayarme mucho contando en detalle todas y cada unas de las curvas y particularidades que definen este mítico y legendario trazado de velocidad, no ya porque debería emplear prácticamente un libro entero para hacerlo con el detalle, rigurosidad y honra que se merecerían todas y cada una de las partes de este circuito, sino básicamente porque yo tampoco soy un experto en estas lides y a pesar de que 20 km dan para muchos recuerdos y vivencias dentro del coche apenas puedo recordar vivamente unas pocas secciones de la pista que eso sí fueron las que más me impresionaron por su belleza tanto por el entorno como por la propia fisionomía de la pista. Las primeras curvas del circuito a partir del punto desde el que se entra en el mismo, son las correspondientes al enlace del circuito antiguo con el circuito de Gran Premio actual. De esos primero compase no tengo muchos recuerdos básicamente porque supongo que todavía me estaba preparando con la cámara y aposentándome de manera segura y lo más cómodamente posible en el coche. Tras pasar esta zona, bastante fea creo recordar se suceden una serie de curvas bastante rápidas y largos tramos más o menos rectos de subidas y bajadas. Mi amigo llevaba el coche al límite cortando las curvas que había que cortar para salir más rápido de ellas, trazando lo mejor posible las curvas más rápidas y sujetando el coche lo máximo posible en aquellas que lo intentaba sacar hacia el exterior. Las subidas y bajadas continuas hacía que estos primeros kilómetros del circuito me parecieran una especie de montaña rusa en la que, al menos en la parte de atrás del coche, apenas se podía ir sentado en la misma posición más de un par de segundos seguidos. Desde el primer momento mi cámara empezó a echar chispas. Para ahorrar tiempo e intentar captar todo lo posible la puse en modo ráfaga de fotografías. Chasss-chasss-chasss, sonaba de vez en cuando la cámara. Era muy complicado intentar enfocar con mis propios ojos, la verdad es que atrás iba moviéndome como el garbanzo en la boca de un viejo, de arriba abajo, hacia la derecha, luego hacia la izquierda. Había momentos en los que casi tocaba el techo del habitáculo del coche, y otros en los que me hundía en el asiento y apenas podía vencer la fuerza que tiraba de mí hacia abajo.

En estos primeros kilómetros de circuito el paisaje a nuestro alrededor era en su mayor parte bastante abierto, con zonas de bosque cerrado intercaladas eso sí. La primera zona que más me impresionó fue una llamada Ex-Mühle. Esta zona de circuito es una larga y pronunciada bajada llena de curvas y con fuertes protecciones de vallas a ambos lados de la calzada, que cruza por encima una carretera comarcar alemana y tras la cual vuelve a subir también de forma bastante pronunciada en una curva en la que todas las vísceras del cuerpo terminan en la zona de la garganta. Esta es una de las zonas preferidas por los espectadores y aficionados a la velocidad y el motor ya que se tiene una gran panorámica de una zona muy delicada de trazad y muy estrecha. Tras esta preciosa zona, el circuito se mete en pleno bosque y los altísimos pinos se convierten en la única compañía de los pilotos, pero menuda compañía. La verdad es que las estampas que se sucedían por las ventanillas del coche eran de una belleza sobrenatural, o al menos a mí que iba bastante más relajado que los dos pilotos que iban delante pendiente claro está de las curvas y las rectas, intentando trazar perfectamente. La verdad es que no me puedo quejar de cómo iba conduciendo el loco del motor, por algo sabe tanto de coches, yo iba más que emocionada no sólo por el paisaje que ante mí se deslizaba sino por la sensación de velocidad que llevaba. Tras la sección de Ex-Mühle el circuito volvía a entrar en una zona aparentemente calmada de curvas no tan pronunciadas, salvo algunas excepciones. Las subidas y bajadas, las rasantes ciegas y las curvas rápidas en subida o bajada me parecían de lo mejor que había vivido en mi vida.

Y por fin llegó la más mítica y legendaria de todas las curvas que existen en cualquier parte del mundo, igualable en fama por muy pocas a lo largo del globo. La curva de Karussell, esa impresionante curva peraltada semihormigonada de izquierdas en la que los coches parecen querer escapar al magnánimo poder de la gravedad para vencerlo y escapar más allá del trazado de la propia curva. Esta mítica curva hay que hacerla con mucho tacto porque si no el coche puede acabar dando un sonoro y metálico beso al guarda raíl. El Karussell se hace eterno, y gracias a eso se puede sentir lo que es la adrenalina en estado puro. Una pena que por cada vuelta solo se pueda pasar una vez por allí. Durante los segundos que duró el trazado de dicha curva todo el interior del coche quedó sumido en el silencio más absoluto. Todos y cada uno íbamos disfrutando a nuestra manera de aquella curva, recreándonos en nuestros pensamientos, emociones y sensaciones para grabar cada centímetro de la misma en nuestra memoria y en nuestras retinas. Una vez trazada la curva la emoción llenó el rostro de nuestro piloto, alguna que otra lágrima empezaba a formarse en sus ojos y las palabras apenas le salían por la garganta. A mí que no me gusta demasiado el mundo del motor, más bien me aburre hasta niveles estratosféricos, aquella curva también me emocionó pero supongo que a otro nivel diferente al de mis amigos. Lo viví más bien como una experiencia que alguien como yo no habría vivido de manera normal (y que hubiera vivido muy tranquilo durante toda mi vida sin haber vivido dicha experiencia), como si hubiera entrado en un mundo que en condiciones normales me hubiera estado vedado.


Tras Karussell llegó otra de las zonas que más me impresionaron del circuito, la sección de Hohe Acht. Para variar esta parte del circuito también era una montaña rusa jalonada del espeso y verde bosque alemán y sus inmensos y regios pinos. Tras una subida llena de curvas más bien lentas y muy técnicas, la pista se desmorona en una bajada bestial que tras tocas fondo vuelve a subir en una curva de derechas muy delicada en la que si se pierde un instante la concentración se puede acabar fuera de pista de manera instantánea. También esta zona es una de las preferidas por los aficionados y espectadores porque también está en una zona más o menos abierta con buenas vistas de la pista. No sé cómo se iría delante en los puestos de piloto y copiloto, lo que sí sé es que atrás me sentía como un paquete de una mudanza del que los dueños se han olvidado, me iba moviendo como un ser inerte y sin vida de un lado para otros intentando sacar todas la fotos posibles, pero a pesar de todas estas comodidades no hubiera cambiado para mi asiento, me lo pasé como un crío, y disfruté muchísimo de aquella primera vez en mi vida en un circuito de velocidad, llevado por alguien que la verdad si tuviera la oportunidad de dedicarse al mundo de las carreras no defraudaría, porque tomaba cada curva por donde había que tomarla, mucho mejor que muchos coches que parecían de gente más profesional y versada en esas lides. No creo que me lo hubiera pasado mejor en ningún otro lugar que en ese asiento trasero derecho del coche.

Pocas curvas quedaban ya para acabar la vuelta aunque eso todavía yo no lo sabía, porque no me sé el circuito de memoria y además como se me estaba pasando demasiado rápido no pensaba que estábamos ya casi terminando (digo que estábamos casi acabando cuando todavía quedaba algo más de un kilómetro). Pero así era, el circuito terminaba como había empezado y como en el fondo es, una gran montaña rusa de asfalto rodeada de un paisaje alucinante, con continuas subidas y bajadas, rasantes ciegas y curvas bastante delicadas, que el coche cortaba pisando algún que otro piano y haciendo chirriar las ruedas formando con ello la banda sonora de nuestro recorrido por el “infierno verde”. Una vez se pasa el gran letrero rojo que cruza de un extremo a otro de la pista por encima de nuestras cabeza uno se da cuenta de lo que acaba de hacer. Para mí no era más que un letrero tras el cual se extendía una interminable recta de varios kilómetros de longitud en la que algunos coches pisaban al máximo el acelerador para mostrar todo el potencial del que son capaces y otros como nosotros nos lo tomábamos con más calma dándole reposo al coche después del gran esfuerzo realizado. Para mis amigos aquel letrero significaba terminar la primera vuelta a aquel mítico circuito, ese del que siempre habían oído hablar a sus ídolos de las cuatro ruedas y que aquella tarde de julio ellos mismos habían conocido. Ya en la recta que nos devolvería al parking de espera para hacer descansar al motor del coche y a nuestras propias emociones, mis dos amigos soltaros toda la adrenalina contenida durante la vuelta, dejaron atrás la concentración requerida en la pista para poder trazar correctamente cada una de las curvas del circuito y se dejaron llevar por la emoción soltando y profiriendo gritos de euforia y liberando la tensión acumulada. Para mí había acabado la primera vuelta de las cuatro que daría como paquete y fotógrafo oficial a bordo del coche conducido a partes iguales por mis dos compañeros de viaje.

Caronte. 

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