Como he dicho no
fue la única vuelta que di a aquel mítico circuito, pero sí es la que más
emoción me produjo, no por nada en especial sino porque era simplemente la
primera vuelta que daba en mi vida a un circuito de velocidad, una experiencia
que no creo pueda olvidar en los años que viva. Descansamos unos buenos largos minutos
en el parking con el capó del coche levantado para refrigerar el motor. Varios
curiosos se acercaron al coche para echar un vistazo al motor, como si no
hubiera mejores coches que ver en aquel sitio, y muchos se quedaban asombrados
con el mismo. Yo como no sé de coches, y ni falta que hace ya que es un
conocimiento que me quitaría espacio para cosas más provechosas e importantes,
me dedicaba a observar a su vez a estos curiosos que venían hasta el Honda
Cívic y le preguntaban a su dueño o a nuestro experto particular en cuestiones
de motos sobre cilindrada, potencia y demás cosas que como es normal he
olvidado. Pero no sólo en aquellos minutos me dediqué a observar a los curiosos
que se acercaban a nuestro coche sino en general a toda la fauna que allí se
estaba dando cita, una fauna en la que yo mismo parecía estar como una especie
traída de fuera que no está adaptaba a ese hábitat y que por tanto se ve raro,
aunque yo en el fondo me sentía como un rico turista inglés que ha pagado por
hacer un safari fotográfico por África conociendo especies extrañas a las que
es ajeno completamente y gracias al cielo.
Mientras duraba la
espera y rezando para que no se produjera ningún incidente en pista que la
cerrara hasta el día siguiente con el consiguiente disgusto para mis dos
compañeros de viaje que tenían pagadas tres vueltas más, el loco del motor
buscó con éxito a un personaje también bastante extraño, un alemán llamado Utah
(o así es como traduzco el nombre con que le llamaba) con quien había
contactado por internet para que nos hiciera unas fotos dentro del circuito
pero desde fuera del coche. Este hombre, grande como un titán, embutido en un
traje de motero y lleno de polvo y sudor que intentaba secar con un pañuelo más
que mugriento, apenas hablaba inglés y la conversación que intentamos tener
para hablar de esas fotos que su mujer estaba haciendo desde alguna curva del
circuito se parecía más al diálogo que tendrían las primeras personas que se
cruzaran con Tarzán. Pero siempre uno se acaba haciendo entender con gente que
pone ganas y esfuerzo.
Una vez
refrigerado el motor decidimos no esperar más y volver a la pista. Esta segunda
vuelta iba a estar a cargo del dueño del coche, el aprendiz de loco del motor,
y como copiloto dando instrucciones estaría el ya experto en el circuito. Para
qué voy a engañar a nadie diciendo que esta segunda vuelta fui igual de
emocionante que la primera, la impresión de la primera vez no se vuelve a tener
nunca y en Nürburgring menos. El nuevo conductor no está tan acostumbrado ni
sabe tantísimo de coches y su comportamiento en situaciones extremas como quien
había conducido el coche en la primera vuelta y por tanto, esta segunda vuelta
no resultó tan emocionante y tan llena de adrenalina como la primera. Aunque
esto no quiere decir que fuera peor. Sí es cierto que la falta de experiencia,
y quizá un cierto miedo o vértigo ante algo tan colosal y serio como es este
mítico circuito, hicieron que el dueño del coche fuera un poco más agarrotado
al volante, mucho menos suelto y seguro que su predecesor la vuelta anterior;
esto me permitió ir sacando fotografía de manera algo más calmada y por eso
salieron mejores y más foto en esta segunda vuelta que en la primera. Además en
esta segunda vuelta pude ir disfrutando mucho más de todas las emociones y
pensamientos que se me pasaban por la cabeza y grabando todas y cada una de las
zonas que más me habían impresionado la primera vez, sabiendo ya más o menos en
qué momento de la vuelta tenía que prestar más atención al maravilloso paisaje
de bosque y montaña que nos rodeaba.
Sin embargo esta
segunda vuelta nos sorprendió con algo que sí que no esperábamos ver tan de
cerca y casi en vivo: un accidente. Pasada la impresionante zona de Ex-Mühle,
tras una serie de curvas más nos encontramos de frente en el arcén derecho de
la pista a un miembro de la seguridad del circuito agitando una bandera
amarilla y corriendo en sentido contrario a la marcha de los coches para avisar
de lo que había pasado. La verdad es que fue un momento tenso, de nervios, al
menos para mí, no quiero pensar lo que debió sentir mi amigo que iba
conduciendo que si de por sí no iba tranquilo conduciendo por falta de
seguridad en sí mismo, tras ver el accidente aún aumentó más esa falta de
confianza. La verdad es que parecía que no había nadie con daños personales, no
había nadie tendido en el suelo ni parecía herido, había un par de coches
parados en el arcén echando uno blanco por la zona de los frenos y una moto
caída muy pegada a la parte trasera de un coche. Los moteros estaban fuera de
la pista apoyados en las vallas de protección sin daños aparentes. Una vez
acabamos la vuelta y volvimos al parking supimos que no había sido nada
extremadamente serio, simplemente un susto (eso sí gordo) habitual en ese
legendario circuito. Quizá por esta razón a Nürburgring, aunque por el entorno
que lo rodea y el paisaje que se puede contemplar mientras se conduce, si es
que se tiene tiempo, se le conozca como “Infierno Verde”, supongo que no le
falta razón al sobrenombre, aunque a mí me siga pareciendo todo lo contrario.
Después de
presenciar en parte este accidente, y pasar por la zona despacio y con
precaución el resto del trazado y de la vuelta no se hicieron igual. Mi amigo
se puso algo nervioso y desde ese momento fuimos algo más tranquilos. Volvimos
a pasar por Karussell, y a pesar de que ya no era la primera vez, aquella
segunda pasada me volvió a poner los pelos de punta y volví a desear que el
tiempo dejara su línea continua y entrara en bucle constante para poder pasar
una y otra vez de manera continuada por esa curva y sentir como mi cuerpo
parecía quererse salir por la puerta trasera derecha. Es una sensación muy
complicada de explicar con palabras la verdad. Atrás yo iba algo más tranquilo
en cuanto a movimientos y bandazos que en la primera vuelta, ya controlaba
mejor la cámara de fotos y pude hacer mejores instantáneas en momentos más
concretos y oportunos. Pero aún así todavía me costaba mantenerme en el sitio
en el asiento en muchas zonas del circuito. De lo que sí pude disfrutar mucho
más en esta segunda vuelta, debido también en parte a la hora que era fue de la
magnífica luz del atardecer alemán en aquel circuito. Entre aquellas colinas
plagadas de inmensos pinos se alternaban las sombras proyectadas por un sol que
ya empezaba a declinar en el cielo con la dorada luz de principio del ocaso que
arrojaba sobre las copas de los árboles y sobre el negro asfalto de la pista.
Esta combinación de luces y sombras es la imagen que mejor y más recuerdo del
circuito y por lo que yo no doy validez a su sobrenombre de “Infierno Verde”,
para mí fue todo lo contrario, era como estar en una especie de paraíso. Ir a
noventa, cien, ciento veinte kilómetros hora por aquel bosque, siguiendo el
trazado serpenteante de aquella legendaria pista de carreras donde tantos mitos
del motor han corrido y algunos también han sufrido su dureza y exigencia
incluso llegando a pagar con su vida el peaje que este circuito impone a quien
se atreve a recorrerlo, era algo que no puedo calificar si no es con la palabra
de sobrenatural. El espectáculo que estaba viviendo pocas personas que conozco
creo que lo habrán vivido, y muchos no creo que lo vayan a vivir, ni siquiera
yo mismo creo que lo vaya a revivir en algún momento, sería casi un sacrilegio
por mi parte volver allí. Hay cosas que sólo merece la pena vivirlas una vez, y
recordarlas en resto de tu vida.
Una vez acabada
esta segunda vuelta volvimos al parking, donde nos volvimos a encontrar con
Utah y fue él quien nos dijo que el accidente no había sido demasiado grave
pero que probablemente cerrarían la pista, al menos durante un tiempo. En ese
momento nos pusimos en lo peor, y las caras de mis dos compañeros de viaje
cambiaron de la emoción a la duda de si podrían completar las otras dos vueltas
que les quedaban. Yo por mi parte estaba igual que antes, tranquilo, si daba
otras dos vueltas bien, si no las daba bien también. Después de un buen rato
esperando intentando pasar el tiempo lo mejor posible, cotilleando los coches
de otros conductores allí congregados, observando de nuevo la fauna del motor,
hasta que de repente la megafonía anunció primero en alemán (¡menudo lenguaje
de bárbaros!) y luego en inglés, que la pista no iba a volver a abrir aquel
día. Los peores presagios se cumplieron: aquel día no íbamos a volver a entrar
en el “Infierno Verde”. Con los ánimos algo tocados, mis dos amigos asumieron
la noticia, y para no acabar con ese mal sabor de boca decidieron ir a ver por
fuera algunas de las partes más famosas de la pista.
La primera zona
que fuimos a ver fue una serie de curvas cercanas ya a la recta principal. Para
poder llegar justo a la valla de protección del circuito tuvimos que aparcar en
una especie de apeadero al lado de la carretera comarcar que lo bordea. Cruzamos
la carretera cuidándonos que no viniera ningún coche y tras pasar una zona
arbolada llegamos hasta la pista. Ahí estaba tan tranquila y aparentemente
inofensiva, como dormida esperando que llegara su príncipe azul para besarla
con sus ruedas de caucho y despertarla. Como no nos conformamos con esa pequeña
parte del circuito decidimos seguir un poco adelante andando. Ahora sí no
metimos por zona de bosque llena de arbustos y árboles, siguiendo una pequeña
senda apenas señalada que se suponía que iba paralela a la pista. En un momento
dado vi una puerta en la valla que separa la pista del bosque. Una puerta
abierta, sin protección alguna. Se lo indiqué a mis amigos y cómo no para allá
que fueron directos. Hicimos algo que no está permitido, básicamente por seguridad,
meternos en la pista. Yo no llegué a pisar al asfalto de Nürburgring pero mis
dos compañeros de viaje sí que lo hicieron. La zona en la que estábamos era un
cambio de rasante brutal, que no permitía saber si venía ningún coche. Los
pocos minutos que estuvieron mis compañeros metidos en la pista pisando con sus
pies el mismo asfalto en el que apenas una hora antes habían conducido se me
hicieron eternos pensando en que alguien pudiera venir y decirnos algo; pero
supongo que si a mí se me hizo largo a ellos se les hizo cortísimo ese tiempo
que estuvieron en pista. Mis temores se cumplieron y tuvimos que salir de la
pista corriendo como gacelas perseguidas por las leonas y guarecernos en el
bosque, ocultos de la vista de todo el mundo, porque venía un coche grúa de la
organización del circuito revisando que no quedara nadie dentro. Estoy seguro
que nos vio pero qué más daba si ya habíamos pisado la pista del “Infierno
Verde”.
Después de esta
incursión furtiva en la pista volvimos sobre nuestros pasos y nos encaminamos
de nuevo hacia el coche. Una vez dentro del mismo pusimos rumbo hacia Hohe
Acht, uno de las zonas del circuito que más me habían impresionado y que más
grabada se me había quedado. Esta es una zona eminentemente dirigida a los
espectadores de las carretas que todavía se disputan en Nürburgring, con una
amplia explanada destinada a aparcamiento de todo tipo de vehículo sobre ruedas.
Dejamos el coche por ahí tirado, había sitio de sobra, y fuimos hacia la valla.
Esta vez sí que no había posibilidad de saltársela, aparte de que no éramos los
únicos curiosos allí presentes. Lo cierto es que si desde dentro de la mítica
pista esta zona del trazado es espectacular, con una bajada increíblemente
técnica en la que hay que mantener todo el tiempo la tensión y la concentración
porque si no el coche tiene a irse hacia fuera del asfalto, desde fuera de la
pista sigue pareciendo lo que es: una zona bellísima. Además la luz que en ese
momento el sol arrojaba sobre el entorno ya casi sin fuerza y apenas por encima
de las copas de los pinos, le daba a esta zona un aire mucho más impresionante
de lo que ya de por sí es.
Vista esta parte,
y como parecía que nuestro apetito estaba todavía vivo y no había sido saciado,
volvimos al coche y esta vez pusimos rumbo a Adenau, un pequeño pueblo aledaño
al circuito. En uno de los extremos de este pueblo es por donde la pista pasa
por encima de la carretera que da acceso al mismo. Era la zona de Ex-Mühle,
otra de las partes del circuito que más me impresionó por la belleza tanto del
trazado como del paisaje. Y al igual que Hohe Acht, esta zona desde fuera
también impresiona, y no me extraña nada que sea una de las más elegidas por
los aficionados a las carreras para ver a los coches pasar, porque se tiene una
amplia perspectiva y buenas vistas de un tramo lo suficientemente largo para
apreciar bien a los coches. Permitidme aquí que haga un pequeño apunte sobre el
pequeño y coqueto pueblo de Adenau. A pesar de que es poco más que una calle
principal de la que salen otras pequeñas callecitas como ramificaciones de un
árbol, tiene un encanto difícil de expresar. En Adenau se mezcla la Alemania
más tradicional con sus casas puntiagudas y fachadas profusamente decoradas y
pintadas, con la tradición del motor y la velocidad que le han hecho ser uno de
los puntos neurálgicos de reunión de aficionados para presenciar las carreras.
Fue una pena no tener mucho tiempo para haber parado el coche y haber paseado
un poco por la calle principal que por equivocación nos recorrimos un par de
veces buscando el paso elevado de la pista y la zona de Ex-Mühle. En este punto
nuestro compañero de viaje experto en temas de coches se quedó largo rato
mirando la pista como abducido por una fuerza superior a nosotros que le hacía
mirar de manera fija y persistente el asfalto que hacía unas horas él mismo
había recorrido a toda velocidad muy concentrado en las curvas y rasantes
nombrando en su mente una a una las siguientes curvas que se iba a encontrar y
diciéndose cómo las tenía que trazar para que el coche fuera por donde quería.
Así nos despedimos
de la pista en sí. Pero antes de volver a nuestro querido camping para
descansar y tomar fuerzas para el día siguiente todavía nos quedaba una parada
más. Una parada casi obligada para los peregrinos del motor. El pueblo que da
nombre a esta mítica pista es Neuburg, como ya dije al principio, que apenas
son un par de calles y un imponente castillo en lo alto de una colina desde el
que se domina gran parte de la zona y del circuito. En este pueblo hay un lugar
también mítico para los aficionados a la velocidad y también a la comida y a la
cerveza: es el Pintenklause. Este restaurante con un ambiente inmejorable
decorado con fotografías, autógrafos, objetos y piezas relacionadas con el
motor, como un morro de coche de carreras, pistones, trofeos, banderas a
cuadros, neumáticos usados y llantas metálicas. Todo dentro de ese restaurante
recuerda lo que hay fuera de él, a esa magnífica pista creadora de tantos mitos
y leyendas sobre el motor que rodea el pueblo en una sucesión interminable y
diabólica (quizá también infernal, para dar uso a su sobrenombre) de curvas,
subidas, bajadas y rasantes ciegas. Todos los grandes del mundo de la
velocidad, todos lo que alguna vez han sido algo en este mundo tienen su foto en
el Pistenklause tomándose una cerveza de litro, o comiéndose un buen codillo;
si no has estado en el Pistenklause no eres nadie en el mundo del motor (y
aunque hayas estado tampoco esto quiere decir que lo seas, no hace falta más
que saber que yo mismo he estado allí, lo que quizá en parte le pueda quitar
glamur al sitio). No teníamos presupuesto para más por lo que simplemente nos
tomamos unas cervezas, la mía sin alcohol ya que iba a ser yo el que condujera
de vuelta al camping, pero el simple hecho de estar allí a mí me bastó, y mis
dos compañeros de viaje también parecían más que encantados, el más
entusiasmado era como no podía ser de otra manera el loco de los coches que
estaba casi en éxtasis y no paraba de moverse de un lado a otro del restaurante
sacando fotos a cualquier objeto que él entendiera que era interesante (yo sólo
sé que eran cosas que para mí no tenían significado alguno salvo el mero hecho
de dar al local un ambiente especial y diferente), estaba completamente espídico,
sobreexcitado, hiperactivo. Lo estaba disfrutando como un bebé.
Y en el fondo
aunque al día siguiente, y tras cambiar los planes previstos con antelación para
ese día, decidimos volver al circuito para que las dos vueltas que quedaban en
la tarjeta por ser consumidas no se tiraran a la basura. Esta decisión a parte
de permitir ver una ciudad que el día que teníamos que llegar a Alemania no
pudimos ver por falta de tiempo, serviría para dar esas dos vueltas que
faltaban y así poder despedirnos del mítico circuito de Nürburgring-Nordschleife
con al menos un buen sabor de boca. Estas dos vueltas que faltaban las dimos
justo después de comer sobre las dos y media de la tarde, y tras haber vivido
una odisea total y absoluta de camino al mismo circuito desde la antiquísima y
romana ciudad de Tréveris. Como íbamos bastante justo de tiempo y además esa
noche debíamos dormir a bastantes kilómetros del circuito, en Heidelberg,
tuvimos que salir de Tréveris echando leches y hacernos los bocatas que
posteriormente nos comeríamos en el parking del circuito en el coche de camino,
a más de cien kilómetros por hora e intentando manchar lo menos posible. El
encargado de abrir el pan era yo que iba en la parte trasera del coche,
mientras que el dueño del mismo que iba de copiloto se encargaba de rellenarlos
con mortadela y salchichón español. La estampa era más que curiosa, ¡cómo para
que nos hubiera parado la policía alemana por alguna infracción de tráfico que
seguro íbamos cometiendo!
Y así básicamente
se acaba nuestra experiencia con Nürburgring, el rey de todos los circuitos de
velocidad del mundo, el circuito cuyo nombre eriza la piel de cualquier
aficionado al motor y que levanta la admiración de cualquiera que lo haya
pisado alguna vez. Siempre me quedaré con esa experiencia, sobre todo la del
primer día en el circuito, aquella tarde en la que a la belleza del circuito y
su historia se unió también la luz del sol camino del ocaso que iluminada con
destellos dorados tanto la pista como el bosque que la engulle en su ser. Con
esto no quiero decir que el segundo día que estuvimos en la pista no mereciera
la pena, pero si de verdad recuerdo algo vivamente fueron aquellas dos primeras
vueltas al “Infierno Verde”, aquel ambiente totalmente nuevo para mí en que yo
mismo parecía un pez fuera del agua pero que se daba cuenta que estaba a gusto,
que no se encontraba incómodo. Ahora mirado desde la distancia me asombra la
tranquilidad con la que me enfrenté junto con mis dos compañeros de expedición
a aquella leyenda de la velocidad, que tantas glorias había concedido,
permitiendo entrar en el Olimpo de la Automoción a tantos nombre legendarios,
pero que también había terminado por ser tumba de otras muchas personas que
pagaron con su vida la ilusión de vencer a aquella pista, de arañar un segundo
más en alguna curva. A día de hoy sigo pensando que Nürburgring sí es verde, de
un verde intensísimo y muy bello, pero para nada un infierno. Sus curvas de
todo tipo, todas muy técnicas que obligan a dar todo al atrevido conductor que
las quiera trazar bien, sus subidas y bajadas, y sobre todo su entorno son
dignos de la más épicas de las batallas entre el ser humano y las máquinas a
las que debe domar. Sólo los mejores pueden conducir allí, y yo fui con dos de
esas personas, que estoy seguro volverán a pisar aquella pista y a dejar de
nuevo su impronta en los pianos y arcenes, y en la mítica curva de Karussel.
En cuanto a lo que
a mí respecta creo que las cuatro vueltas que me dieron los dos grandes pilotos
con los que iba han supuesto una de las mayores y mejores experiencias de mi
vida, que sinceramente no creo que vaya a repetir más. Mi paso por Nürbrurgring
está condenado, porque yo así lo quiero, a convertirse en un recuerdo más, un
recuerdo de esos que terminan por ser de esas historias que uno cuenta a sus
nietos si éstos terminan por existir y si quieren escuchar a su viejo abuelo aburrirles,
o en nostálgicas cenas o comidas entre amigos cuando la memoria empiece ya a
nublarse por la espesa niebla del tiempo. No reniego de aquella experiencia, y
nunca lo haré pero he de saber, y de hecho sé, que yo allí fui un intruso. Si
no hubiera sido por los dos compañeros con los que fui no hubiera ido. Pasé
como camuflado a un mundo del que sé apenas unas pequeñas pinceladas, las
justas para no ser visto como un completo ignorante del mundo del motor. Pero me
gustó estar allí y al menos durante un par de días, en realidad unas horas,
estar allí camuflado en ese mundo cotilleando sus entrañas. Mis amigos
volverán, pero no ya yo. Para mí Grüne Hölle será siempre un magnífico recuerdo
y una experiencia de esas que hacen la vida de un hombre.
Caronte.
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