martes, 6 de mayo de 2014

Aquel maldito y triste lunes

No creo que nadie en el colegio estuviera preparado para aquella noticia, bueno más que noticia golpe, para aquel golpe tan duro. Nada tienen los lunes para ser odiosos, lo son por naturaleza ya que implican el final del fin de semana, del tiempo libro; indican el principio de otra semana de la vuelta a las rutinas. Pero aquel lunes fue especial, especial en el mal sentido, porque aquel lunes cambió la vida del colegio, el ánimo de los estudiantes y de los profesores. Aquel lunes de vuelta del puente de Todos los Santos, nadie se imaginaba que iba a comenzar como lo hizo, con una noticia que nos conmocionó a todos, alumnos y profesores de mi colegio. Para mí aquel lunes será un día que no podré olvidar en mi vida, y yo creo que tampoco ninguno de mis compañeros por aquel entonces, ni los profesores.

Como todos los lunes llegaba antes a la entrada del colegio, a eso de las ocho y diez ya estaba allí, esperando a que abrieran las puertas de acceso al mismo. Nunca me ha gustado llegar tarde a ningún lado, y menos aún a clase, me parece una falta total de respeto y educación. Como casi todos los colegios, el mío comenzaba las clases a las ocho y media de la mañana, y las puertas las abrían cinco minutos antes. El llegar antes no era capricho mío, quedaba con unos compañeros para estar un rato charlando antes de entrar a clase, comentar qué tal había ido el fin de semana y prepararnos para pasar otro día más en clase. Los minutos que pasaba todas las mañanas con mis compañeros antes de entrar en clase, suponían los mejores del día, porque estábamos en un ambiente muy distendido y cómodo. Sin embargo aquel lunes, más que hablar de cómo habíamos pasado cada uno el puente de Todos los Santos, comentábamos un rumor macabro que se estaba extendiendo entre la gente que empezaba a llegar a las puertas del colegio para entrar.

El rumor que se empezaba a extender, y que no era gracioso, sino todo lo contrario, bastante serio era que uno de nuestros profesores, Don Ángel, que por cierto era uno de los más queridos por todos los alumnos, había tenido un accidente de coche con desenlace fatal. Nadie queríamos dar por cierto aquel rumor, era algo muy serio como para estar bromeando. Quizá tampoco nadie de los que estábamos allí queríamos creerlo como cierto porque eso suponía aceptar que ya no volveríamos a ver a Don Ángel, aquel profesor tan gruñón y serio al que todos queríamos y respetábamos tanto. Ya la mañana simplemente fuera verdad o no aquel rumor empezaba mal, mi ánimo y el de mis compañeros cambió para mal. Pero fue entrar en el colegio una vez abiertas sus puertas y darme cuenta, darnos cuenta de que ese rumor que se había empezado a extender, más bien noticia que rumor ya, era muy cierto. Todos los días cuando abrían las puertas de colegio siempre había alboroto, ruido, gritos, bromas entre los profesores que estaban cerca del pasillo de entrada y los alumnos, aquella mañana el silencio inundaba todo el espacio. Nadie de los que estábamos empezando a entrar en el colegio decíamos ni una palabra, sólo observábamos a los profesores que estaban en la entrada y que aquel lunes no bromeaban ni llamaban la atención a ningún energúmeno. Aquella mañana de lunes todo era diferente, incluso en cuadro de El Cid Campeador que presidía el hall de entrada en mi colegio parecía diferente, más gris, más triste, menos Campeador. Sólo me bastó ver la cara de otro de mis profesores, el de historia, para ver que el rumor que nadie queríamos creer, era cierto, Don Ángel había fallecido.

Las caras de los profesores que empezaban a salir de la sala de profesores lo decía todo, aquel lunes no iba a ser como los anteriores, ni siquiera como los siguientes. Aquel lunes no debería haber pasado, no debió de haber existido. Yo seguía sin querer creérmelo, y por ello cuando pasé junto a mi profesor de historia, a pesar de que se cara lo decía todo, le pregunté simplemente “¿es verdad lo que dicen?”, no dije nada más, con eso bastaba para que me entendiera. Mi profesor ni siquiera respondió con la voz, quizá porque no le salía, porque aquella mañana la voz de todos se resguardaría en lo más profundo de nuestros seres intentando no salir para evitar decir nada, porque nada se podía decir aquel lunes; mi profesor simplemente hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza, suficiente para mí y para los compañeros que tenía a mi lado, suficiente para saber que una parte de nosotros aquella mañana recibía un golpe durísimo.

A medida que iba llegando gente al colegio, gente que no había oído el rumor todavía y por tanto para los que aquel lunes aún era normal, se iban dando cuenta que algo pasaba y su espíritu cambiaba al ver el ambiente que había en el hall. Nadie se atrevía a levantar la voz, no había voces aquella mañana, nadie hablada, ni siquiera los que siempre hablaban, los bocazas que siempre se tienen que hacerse oír, ellos también enmudecieron. Ninguno estábamos preparados para aquella noticia. Las clases de aquel día, aunque había que darlas por obligación, no discurrieron con normalidad. Los profesores estaban abatidos, tristes, apáticos, sin apenas ganas de dar clase, quizá sólo con ganas de estar a solas, de recordar a un compañero al que ya no volverían a ver, a ese amigo que siempre alegraba las clases con su forma de ser. Recuerdo especialmente a mi profesora de lengua de por aquel entonces, fue la que nos tocó a primera hora de aquella mañana, y por tanto la que nos tuvo que dar oficialmente la noticia, noticia ya sabida por todos aunque no asimilada, pero que no pudo casi darla porque se le quebró la voz y rompió a llorar. En ese momento el silencio en mi clase fue todavía aún más penetrante y doliente, las chicas de mi clase que para esas cosas siempre tienen un tacto especial intentaron consolar a la profesora, alguna incluso se unieron a la profesora y rompieron también a llorar. Quizá todos teníamos ganas de llorar en aquel momento, estoy seguro que no había nadie, no ya solo en mi clase sino en todo el colegio, que no tuviera un nudo en la garganta, yo lo tenía y muy grande. Si en ese momento hubiera tenido que hablar no habría podido encontrar mi voz en ningún lugar de mi ser, y aunque la hubiera encontrado mi voz no hubiera querido hablar, sólo quería estar en silencio y nada más.

Aquel lunes fue el lunes que menos queríamos que llegara la hora del recreo porque aquel lunes no debería haber llegado nunca, no debería haber sucedido nunca. En la hora del recreo, debido a que mi colegio al ser pequeño no tenía de patio para que estuviéramos jugando o charlando o lo que sea, salimos al parque de enfrente donde habitualmente en esa media hora de descanso entre clases se jugaba al fútbol, se charlaba, se comía el bocadillo o se compraba cualquier cosa para comer o beber. Aquel lunes nada de eso pasó. Nadie jugó al fútbol aquella mañana. Nadie fue a comprar nada para comer o beber, el hambre o la sed habían desaparecido, el dolor y la pérdida las reemplazaron. Las pocas conversaciones que se oían versaban sobre Don Ángel y las voces que empezaban a salir desde lo más profundo de nuestros seres empezaban a hablar y a recordar momento con aquel viejo y gruñón profesor, querido por todos, que tanto nos enseñó y que tanto nos debería haber seguido enseñando.

Lo que yo más recuerdo de Don Ángel era su mala leche cuando quería tener mala leche, a veces incluso lo comparaba con Fernando Fernán Gómez por su carácter fuerte y gruñón, y también se me daba un aire a Anasagasti sobre todo en la manera en que se peinaba intentando cubrir en todo lo posible la calva que tenía presidiendo su cabeza. También recuerdo que siempre iba fumando fuera del colegio, desde primera hora de la mañana cuando siempre llegaba cinco minutos antes de que abrieran las puertas del colegio y nos saludaba a todos los que estábamos allí esperando con esa voz ronca todavía quizá un poco dormida. El fumar tanto hacía que su tos fuera inconfundible y profunda, salida desde lo más hondo de sus pulmones; e inconfundible era también el olor que desprendía, ese olor rancio a tabaco, un olor amargo que podía molestar al principio pero al que te terminabas acostumbrando, un olor que ya no íbamos a poder notar, un olor que se fue para siempre aquel lunes en que ya no nos saludó por la mañana antes de entrar en el colegio porque aquel lunes no debería haber llegado nunca. De Don Ángel creo que todos lo que pasamos por mi colegio recordamos aquellas tardes de jueves cuando íbamos los cursos de quinto y sexto de primaria al polideportivo de mi barrio a jugar al fútbol, con educación física. Don Ángel era uno de los dos profesores que iban con nosotros esos días y jugaba como un chaval con nosotros, como uno más, con su pantalón de deporte, su camiseta de fútbol y sus deportivas. Jugábamos quinto contra sexto, chicos contra chicos, y chicas contra chicas. Sin lugar a dudas con los años las tardes de jueves de aquellos dos años son las que más recuerdo, e incluso diría que las que más disfrutaba, aunque no las vivía con mucha ilusión ni ganas cuando se producían. Los balonazos que pegaba Don Ángel eran de esos en los que prefieres apartarte a intentar pararlo y evitar que el balón llegue a su destinatario. Sin embargo aquel lunes también cambió para siempre los jueves en mi colegio, ya no habría fútbol por las tardes entre quinto y sexto, ya no habría balonazos, ya no veríamos más a aquel viejo profesor correr como un chaval, ni gritar, ni insultar ni nada.

La vida en el colegio no sólo cambió en ese aspecto. Aquel lunes lo cambió ya todo. Don Ángel era Don Ángel, y punto, no había otro como él entre los profesores y eso ellos lo sabían, los profesores sabían que Don Ángel era uno de los más queridos y apreciados, que era inigualable, por eso ninguno intentó nunca ocupar su lugar. Su presencia seguiría viva en el colegio, en las orlas de los cursos anteriores que colgaban en el pasillo de dirección, donde aparecía siempre sonriendo ampliamente, más que ningún otro profesor. Sin Don Ángel, muchas cosas cambiaban, entre ellas el Belén que se montaba todos los años en el recibidor del colegio, y de cuyo montaje era encargado él junto a una serie de alumnos que elegía, y entre los que yo siempre me encontraba. Don Ángel era un “manitas” y por ello también era el encargado de hacer cualquier tipo de decorado para las funciones de teatro que se realizaba en mi colegio todas las primaveras. Sin él ni la Navidad, ni la Semana Cultural fueron lo mismo; hubo otros profesores que intentaron suplirle en su cometido pero no lo consiguieron. Aquel lunes también se notó en eso; no debería haber llegado nunca.

A nivel algo más personal Don Ángel fue, y aún es, el mejor profesor que he tenido nunca, ni siquiera hoy en la universidad he encontrado ningún profesor igual que él, ni siquiera los estirados catedráticos de asignaturas que no sirven para nada le llegan a la altura de los zapatos. De Don Ángel aprendí muchas cosas, era un profesor como los de antes, de esos que sabían de todo bastante, de los que podían dar cualquier asignatura y manejarse bastante bien en el trance. Si a alguien debo mi vena más artística o creativa es a Don Ángel, que era un verdadero artista dibujando, con él empecé a pintar al óleo, y gracias a él en mi casa cuelgan algunos, bastantes diría yo, cuadros pintados por mí mismo, y no sólo en mi casa sino en la de todos mis tíos y abuelos. Quizá sea gracias a él el que ahora esté escribiendo estas líneas recordándole, y haya empezado un blog, y me guste tanto leer, dibujar, pintar, la fotografía. Estoy seguro que si alguna vez soy profesor de algo, me gustaría ser como era Don Ángel, un profesor duro, cascarrabias, gruñón, serio, pero a la vez amable y sabio, que nos ayudaba y animaba a todos, y del que todos los que algunas vez estuvimos en alguna de sus clases aprendimos algo. Si había alguna clase que quería que llegara esas eran las suyas, siempre eran un espectáculo, siempre tenía alguna anécdota o ejemplo que contar para ilustrar lo que estuviéramos dando; y cuando se enfadaba se enfadaba de verdad. Recuerdo una vez que se cabreó tanto (el motivo no me viene ahora mismo a la cabeza pero tuvo que ser gordo) que tiró todo lo que tenía encima de su mesa al suelo dando un grito terrible, que probablemente se oyó en todo el colegio, y salió de clase rojo como una sandía completamente cabreado para volver a los pocos minutos, ya algo más tranquilo y ordenar al chaval que le había provocado el cabreo que recogiera las cosas que él había tirado, para después pedirnos perdón, no sin antes echar una buena bronca al conjunto de la clase (repito los motivos para aquéllo se me han olvidado). Otro día también muy cabreado nos echó a todos de clase, y cuando digo a todos es a los 20 compañeros que estábamos en clase ese día, mientras él seguía dentro en su mesa haciendo cualquier cosa.

Aquel lunes los profesores decidieron que no hubiera clase por la tarde. No había ganas ni espíritu para estar allí mucho tiempo. El colegio, la sala de profesores, las aulas, todo aquel día recordaban a Don Ángel, y nadie, ni alumnos ni profesores tenían el alma puesta en su trabajo. Al día siguiente, la normalidad se terminó imponiendo, aunque la ausencia de Don Ángel seguiría muy presente mucho tiempo. Creo que cualquiera de mis compañeros de por aquel entonces estarían de acuerdo conmigo que Don Ángel, con todos sus defectos que como ser humano eran bastantes, era, es y será el mejor profesor que nos haya dado clase nunca. Aquel maldito y triste lunes no debió llegar nunca, o al menos no tan pronto.


Caronte.

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