domingo, 21 de diciembre de 2014

Fantasmas pasados

Llevaba muchos meses sin sentirse como anoche se sintió. Ya casi había olvidado qué era eso de la ansiedad, de verse completamente vacío por dentro. Pero anoche después de haber pasado unas cuantas horas con compañeros de la universidad y algunos amigos en el cine y después cenando, volvió a sentir esa tremenda presión en el pecho. Esa presión que parece que le va a romper las costillas, que le hincha los pulmones sin aire sólo de ansiedad. Una presión que parece indicar que hay algo que quiere salir fuera, liberarse y dejar para siempre la realidad, para volar lejos, muy lejos del hoy.

Tampoco comprendió muy bien el por qué de esa vuelta a momentos del pasado. Un pasado no tan lejano por desgracia. Un pasado que muy de vez en cuando ha seguido presente, pero nunca tanto y con tanta intensidad como anoche. Pensada que todo eso estaba superado, ya no necesitaba ayuda ni a nadie para que le escuchara a parte de sus padres. Eso era ya parte de un pasado que pretendía dejar lo más lejos posible cuanto antes. Pero parece que nada queda nunca en el pasado, o por lo menos parece que él nunca consigue dejar al pasado completamente detrás.

Desde la primavera parecía que todo iba por buen camino. La ansiedad parecía haber desaparecido casi por completo. Las cosas iban mejor. Él mismo se sentía mucho más a gusto consigo mismo. Ya no se decía a sí mismo tan a menudo que era un tipo raro, muy raro, tanto como para pensar que no tenía sitio entre sus amigos de la universidad, ni tan siquiera en la sociedad en la que vivía. Después de casi tres años muy duros en los que había pasado por problemas graves de ansiedad, falta de autoestima y falta de ganas de hace nada, parecía que todo se estaba estabilizando. La luz asomaba por el final del túnel. El pozo en el que se sentía metido y sin posibilidad de escapatoria parecía cada vez menos profundo y la salida más cercana. Él mismo lo sentía así. Había recobrado algo las ganas por que los días pasaran y por vivirlos. Empezaba a gustarse de nuevo, la autoestima parecía recobrarse y los ánimos que se daba de vez en cuando para hacer alguna cosa que hasta entonces hubiera sido imposible para él, surtían su efecto. Parecía que se había encontrado a sí mismo después de muchos años perdido en un océano, vagando a la deriva en una barca que no le gustaba, y varando de isla en isla sin encontrar motivación alguna para empezar nada decente.

Ni siquiera la Escuela que tantos sinsabores y decepciones, tanto personales (que son las que más le han dolido siempre) como académicas y profesiones (que en el fondo una vez se dio cuenta de lo que más importaba, empezaron a ser secundarias y a no importarle nada), le afectaba al ánimo lo más mínimo. Por suerte eso sigue siendo así, y por mucho que pase en ese horrible edificio de Ciudad Universitaria nada le importa. Pasa de todo ello como de comer criadillas de toro, le da igual. Es más pensaba que volver un último año más iba a ser un suplicio, pero sin embargo ha sido todo lo contrario. Este primer trimestre aún teniendo que cargar con la pesada losa del Proyecto Fin de Carrera se le ha pasado volando. Antes de empezar sexto no hubiera imaginado ni siendo la persona más optimista del mundo que fuera a estar tan a gusto con sus amigos, los que lo son de verdad, y mucho menos imaginar que con un compañero con el que el año pasado ni se hablaba y cuando lo hacía era para hacerle daño las cosas se pudieran recomponer y redirigir. No la Escuela dejó de ser un problema para él en el momento en que cambió sus prioridades, o quizá mejor dicho en el momento que asumió su error y lo aceptó como algo que suele pasar en la vida y que debe servir para aprender.

En su día la Escuela sí fue un problema. Era un suplicio tener que ir todos los días allí y meterse en un mundo falso en el que el interés sustituye a la amistad, y los contactos al mérito. Este hecho no ha mejorado con los años, sino todo lo contrario a medida que iban pasando los cursos se iba dando cuenta de que esa actitud cretina y miserable, que conduciría a la sociedad a la autodestrucción sino no fuera porque por suerte es una minoría comparada con la inmensidad del mundo, se iba acrecentando. Por suerte supo reaccionar a tiempo, no por el mismo sino con la ayuda impagada e impagable de sus amigos que en ese sentido sí con como él. La Escuela dejo hace tiempo de tocarle la moral y de cizallarle el espíritu y la esperanza. En el momento en que supo ver que lo que de verdad importa es siempre uno mismo, es decir, estar bien y a gusto consigo mismo, y sobre todo los amigos, aquellas personas que te quieren tal y como eres, con tus faltas (que tiene muchas), errores (que también son multitud), y en cierto modo también, aunque esto suele ser lo de menor importancia, tus virtudes (que en su caso probablemente no sea ninguna). Son las personas, empezando por uno mismo, las que importan, lo demás es accesorio, y si uno es capaz de estar bien consigo mismo y con las personas que le rodean lo demás pierde rápidamente importancia.

Él pensaba que ya había superado la época de no estar a gusto consigo mismo, de preocuparse demasiado por lo que otros pudieran decir sobre él. Y en cierto modo es así, desde hacía tiempo lo que otros decían de él se la traía sin cuidado, salvo aquello que sus amigos de verdad, esos a los que de vez cuando termina por fallar como un imbécil, le decían. Esto sí importa, aunque siempre de manera relativa, y con el objetivo de mejorar aquello que haya que mejorar. Hace unos meses cuando llegó lo más bajo que podía llegar, a sentirse como un miserable más, ruin, vil y sin corazón, o mejor dicho sin alma, decidió que era hora de cambiar, girar 180º su vida. Durante el pasado verano hizo un duro ejercicio de reflexión personal que le llevó a darse cuenta que si conseguía estar a gusto consigo mismo podría salir del pozo en el que estaba, o del túnel, da igual, lo mismo da una metáfora que la otra. Se dio cuenta de que estar todo el tiempo pensando el lo que los demás esperaban de él, o en lo que los demás estuvieran haciendo y él no, no le llevaba a ninguna parte salvo a la desesperación y al vacío personal. Por eso decidió aplicarse a sí mismo una máxima: ser feliz por sí mismo, buscando en cada momento aquello que le hiciera estar bien y a gusto.

Sin embargo por muy lejos que parecieran los días en los que sólo sentía dentro de sí mismo un vacío inconmensurable, anoche se dio cuenta que todavía quedaban posos. Fantasmas del pasado que vuelven cuando menos se los espera y golpean con mayor dureza de la que imaginábamos, dejándonos muy tocados. De todos los problemas que su entrada en la universidad, en ese nuevo mundo de relaciones personales y nueva gente, le trajo y que terminaron por explotar hace unos años había uno que seguía latente, oculto bajo otros que se fueron acumulando poco a poco en un proceso destructivo que le dejó sin ganas de nada, sin espíritu y sin un ápice de autoestima. Ese problema era la soledad. No la soledad que implica falta de personas alrededor de uno, porque en ese sentido no tiene problemas, sino todo lo contrario, nunca pensó durante los peores días que podría llamar amigos a tantas personas, ni que tanta gente en la Escuela le saludaría e intercambiaría algunas frases con él, ni tan siquiera que se iba a atrever a meterse en una de las asociaciones de su Escuela para colaborar con ellos de manera más directa. La soledad que siempre ha sentido, prácticamente desde el principio de su periplo universitario es de otro tipo.

La soledad que siempre ha sentido no implica falta de personas sino de amor. Es contradictorio que él se sienta solo, pero muchas veces el estar rodeado de personas no implica no estar en soledad. Él sabe que literalmente hablando no está solo, sus padres, su familia y sus amigos están ahí, y todos le muestran su cariño. Pero la soledad que siente no tiene nada que ver con estar solo, va más allá, se hunde en lo más profundo de su alma, hasta las entrañas de su corazón. Su soledad se explica con tres palabras: falta de amor. Algunos vendrán diciendo que tiene el amor de sus padres, el cariño de sus amigos, pero las mismas personas que dicen esto también saben, y se callan, que llega un momento en que eso no basta. El amor maternal y paternal tiene fecha de caducidad, no porque se acabe, sino porque pierde las propiedades que un día tuvo. Este amor “familiar” es más que suficiente cuando se es un chaval, un adolescente incluso, pero a medida que se va creciendo se hace pequeño y no llega a cubrir otros ámbitos afectivos. La soledad que él siente, y que deriva en una destrucción total de su voluntad y de sus ánimos deriva de la falta de pareja, del no tener, ni haber tenido (que muchas veces le come más la moral que le mero hecho de no tener en el presente) novia.

Es superficial que se sienta solo por ello, pero creo que es más que comprensible. Está muy bien el cariño de los amigos, el suplir con ellos una tarde yendo de cervezas o al cine, o simplemente a dar una vuelta sin rumbo fijado de antemano. Está muy bien el amor de tus padres, de tus abuelos, de tu prima más pequeña de quien además eres padrino, el de tus tíos, y la admiración de tu primo mediano por las notas que sacas en la universidad. Todo está muy bien, lo uno y lo otro. Pero llega un momento en que no basta, en que eso mismo produce vacío en tu alma. Él sabe que la ansiedad que le venció ayer de vuelta a su casa tras haber quedado con unos amigos viene de su soledad, de compararse de nuevo con las personas con las que estuvo y descubrir que muchos han sido los años que ha perdido y que le han ocasionado esa soledad. Verse rodeado de personas que tenían pareja o que habían tenido pareja en algún momento, y compararse con ellos fue un golpe que sin esperarlo le volvió a dar en plena línea de flotación de su autoestima.

Nadie, ni él mismo, pueden afirmar que se sentiría de manera diferente si su vida hubiera sido otra, si no hubiera caído en ese pozo tan profundo del que se creía fuera ya. Es posible que el pozo estuviera lejos, pero los fantasmas que tuvo dentro del mismo siguen a su alrededor y han aguardado hasta el momento justo para volver a atacar y golpear con fuerza en aquello que estaba empezando a recuperar, como eran las ganas de vivir todos los días con ánimo e ilusión. Esos fantasmas siempre han estado ahí, escondidos y él lo sabía. Lo sabía pero había decidido ignorarlos, tal y como se le aconsejó y como aprendió a hacer. Pero esto fantasmas son tan listos como nosotros mismo, ya que surgen de lo más profundo de nuestro ser, son parte de nosotros y nos conocen mejor que nosotros mismos, por ello saben cuando actuar para volver a desgarrar lo que con tanto esfuerzo se había vuelto a tejer.

De todas maneras él sabía que tarde o temprano iba a haber un episodio como el que tuvo que vivir anoche. Sabía que llegaría una decaída, o un tropezón, da igual el nombre que se le dé, que le haría sentir como en los peores momentos pasados. ¿Por qué fue ayer, con lo bien que se lo había pasado haciendo algo que le gusta como es ir al cine, y además con un grupo grande de personas entre las que había algunos amigos? No hay respuesta, y menos que nadie él no la encuentra. Ni la va a encontrar porque a los fantasmas del pasado no les guía ninguna razón. Cuando vienen lo hacen para golpear fuerte, para volver a hacer presente algo que parecía ya pasado. Pero el problema del pasado es que siempre acaba por volver. No se puede conjurar para eliminarlo, para fijarlo en el tiempo donde no podemos volver, ni al que podemos ir.

Anoche, como no le pasaba desde hacía mucho tiempo, terminó por reventar. Casi llegando a su casa, en el coche, por las calles desiertas de su barrio por las que ni un alma circulaba aparecieron de nuevo los fantasmas. Sin embargo él sabía que iban a aparecer, los llevaba notando toda la tarde. En el centro comercial, mientras esperaba a que llegara el resto de la gente con la que iba a ir al cine, para hacer tiempo decidió darse una vuelta por las diversas plantas repletas de tiendas de ropa. Todos los centros comerciales se terminan pareciendo entre sí, o eso piensa él, todos tienen siempre las mismas tiendas de ropa y situadas casi siempre en el mismo orden, los mismos restaurantes, las mismas atracciones para los niños y para los adultos, los mismos cines y las mismas salas de juegos. Pero también tienen igual a la gente. Mientras paseaba por los pasillos del centro comercial esquivando a la gente no podía hacer otra cosa que observar. Observar la vorágine consumista que se impone en las fechas de Navidad. Observar a los padres que se visten de Sabios de Oriente y, de una tienda a otra, van con prisas y estrés buscando aquello que tienen que comprar.

Pero en lo que más se fijaba, casi sin quererlo, y sabiendo que si no lo controlaba acabaría mal, como al final de la noche sucedió, era en las parejas. De todas las edades. Adolescentes, jóvenes de su edad, jóvenes algo mayores que él, adultos y ancianos. Todas estas parejas de la mano, bueno todas no. Una cosa curiosa que ocurre en los centros comerciales es que los adolescentes, los jóvenes de todas la edades, y las personas mayores sí van de la mano, o abrazados, o cogiendo ellos a sus chicas de la cintura, pero los adultos no. Los adultos van juntos pero no revueltos, con las manos cerca unas de otras pero como si no se atrevieran a tocarse por haber cometido una falta en uno con el otro. Una cosa curiosa que se necesite el contento físico tanto en el comienzo de la vida independiente de los padres, y al final del camino vital. Ese contacto que nos hace sentir a quien amamos ahí. Su calor, su fuerza, su tensión. Ese contacto que nos sostiene y nos mantiene a flote en el mar agitado y bravío que es la vida.

Pero él viendo todo esto, observando a todas las parejas, solo era capaz de ver su soledad. Él no podía disfrutar de ese contacto físico con su pareja porque no la había. No podía sentir ese amor, porque no existía. Pero lo peor de todo era saber que no había tenido nunca la oportunidad de poder hacerlo. Eso era lo que más le tocaba en lo más profundo de su alma, lo que le destroza su ánimo cada vez que lo piensa. Sin embargo hizo lo que sabía que tenía que hacer. Pensó en otra cosa, en momentos y lugares en los que lo pasara bien y hubiera estado a gusto. Tuvo suerte y pronto llegaron los refuerzos que le permitieron no seguir pensado en lo que no tenía que pensar. Los fantasmas de momento se alejaron. Pero él ya los había notado y en el fondo sabía que no se habían ido muy lejos.

Y tenía razón los fantasmas seguían con él. Dentro de la sala de cine también. A pesar de toda la gente que había en la sala, tanta como no recordaba desde hacía muchos años, y del grupo tan numeroso en el que iba él se sentía solo. Le hubiera gustado poder ir también con su pareja y haber podido disfrutar de ella y du sus amigos al mismo tiempo. Esa idea le empezó a rondar durante toda la película y lo que es peor permitió que se le metiera hasta lo más profundo de su mente. Los fantasmas ya lo vieron claro y terminaron por entrar también y empezar a golpear donde sabían que tenían que hacerlo, allí donde todavía el pasado era muy presente de vez en cuando.

La noche terminó muy de madrugada. Se despidió del grupo en el que iba, deseó felices fiestas a sus amigos y a sus parejas y cogió el coche para volver. En el coche él ya sabía lo que iba a ocurrir. Sabía que no iba solo que los fantasmas del pasado iban con él y que se iban a hacer notar antes o después, pero más pronto que tarde. Y así fue. Llegando a su casa la ansiedad era tan grande que solo tenía una opción para liberarla. La presión poco a poco le fue creciendo en el pecho. Una presión que si hubiera estado en medio de un bosque o de la montaña se hubiera transformado en un grito sordo. Un grito de liberación que sólo hubieran oído las aves que hubieran levantado el vuelo para huir hacia la libertad. Un grito que se hubiera tragado la montaña. Pero él solo en su coche no podía gritar.

Llorar es un modo de liberar tensiones, de dejar que las emociones fluyan y salgan fuera, o al menos eso es lo que le habían dicho. Llorar sirve para dar rienda suelta a los sentimientos, tanto buenos o malos. Se puede llorar de risa, a carcajada limpia sin poder parar; pero también se puede llorar por todo lo contrario. Se llora en un funeral, se llora en un nacimiento, se puede llorar en un partido de fútbol y en la graduación de tu hijo, se puede llorar de mentira, y se puede llorar de amor. Anoche él lloró de soledad. Los fantasmas ganaron. El pasado volvió con aroma valenciano al presente. No lo evitó porque sabía que iba a pasar y el evitarlo no hubiera hecho nada salvo aumentar la presión y la ansiedad. Estuvo un rato en el coche solo, llorando, tranquilizándose antes de entrar en su casa, intentando echar a los fantasmas de su interior con sus lágrimas, intentado que la ansiedad acabara y la presión en el pecho desapareciera. Pero estos no se van tan fácilmente y menos si saben que pueden hacer leña del árbol caído, si pueden alimentarse de los restos, del miedo y minar un poco la moral y la autoestima.

Cuando entró en su casa eran cerca de las dos de la madrugada, pero a pesar de la hora y del sueño sabía de antemano que aquella noche iba a ser dura, como las de antes. Como esas noches en las que apenas descansaba por mucho que durmiera. El sueño acabó por arrastrarle hacia los dominios de Morfeo a cabalgar con él en su cuadriga celestial hacia un nuevo día. Pero los fantasmas que volvieron a aparecer también permanecieron con él, y tendrá de nuevo que expulsarlo, aunque esto ya lo sabe hacer. Simplemente tiene que mantenerse ocupado en algo, tener algo que obligue al pasado a mantenerse en ese recodo del tiempo donde no podemos llegar nunca, a raya del presente. Por suerte tiene el PFC durante estas Navidades para mantenerle ocupado y a los fantasmas pasados a raya. Yo sólo espero que logre ahuyentar a esos fantasmas y hacerles desaparecer por fin del todo para que no puedan volver de nuevo a golpearle y para que de una vez por todas pueda estar tranquilo.

Caronte.

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