Llevaba muchos
meses sin sentirse como anoche se sintió. Ya casi había olvidado qué era eso de
la ansiedad, de verse completamente vacío por dentro. Pero anoche después de
haber pasado unas cuantas horas con compañeros de la universidad y algunos
amigos en el cine y después cenando, volvió a sentir esa tremenda presión en el
pecho. Esa presión que parece que le va a romper las costillas, que le hincha
los pulmones sin aire sólo de ansiedad. Una presión que parece indicar que hay
algo que quiere salir fuera, liberarse y dejar para siempre la realidad, para
volar lejos, muy lejos del hoy.
Tampoco comprendió
muy bien el por qué de esa vuelta a momentos del pasado. Un pasado no tan
lejano por desgracia. Un pasado que muy de vez en cuando ha seguido presente,
pero nunca tanto y con tanta intensidad como anoche. Pensada que todo eso
estaba superado, ya no necesitaba ayuda ni a nadie para que le escuchara a
parte de sus padres. Eso era ya parte de un pasado que pretendía dejar lo más
lejos posible cuanto antes. Pero parece que nada queda nunca en el pasado, o
por lo menos parece que él nunca consigue dejar al pasado completamente detrás.
Desde la primavera
parecía que todo iba por buen camino. La ansiedad parecía haber desaparecido
casi por completo. Las cosas iban mejor. Él mismo se sentía mucho más a gusto
consigo mismo. Ya no se decía a sí mismo tan a menudo que era un tipo raro, muy
raro, tanto como para pensar que no tenía sitio entre sus amigos de la
universidad, ni tan siquiera en la sociedad en la que vivía. Después de casi
tres años muy duros en los que había pasado por problemas graves de ansiedad,
falta de autoestima y falta de ganas de hace nada, parecía que todo se estaba
estabilizando. La luz asomaba por el final del túnel. El pozo en el que se sentía
metido y sin posibilidad de escapatoria parecía cada vez menos profundo y la
salida más cercana. Él mismo lo sentía así. Había recobrado algo las ganas por
que los días pasaran y por vivirlos. Empezaba a gustarse de nuevo, la
autoestima parecía recobrarse y los ánimos que se daba de vez en cuando para
hacer alguna cosa que hasta entonces hubiera sido imposible para él, surtían su
efecto. Parecía que se había encontrado a sí mismo después de muchos años
perdido en un océano, vagando a la deriva en una barca que no le gustaba, y
varando de isla en isla sin encontrar motivación alguna para empezar nada
decente.
Ni siquiera la
Escuela que tantos sinsabores y decepciones, tanto personales (que son las que
más le han dolido siempre) como académicas y profesiones (que en el fondo una
vez se dio cuenta de lo que más importaba, empezaron a ser secundarias y a no
importarle nada), le afectaba al ánimo lo más mínimo. Por suerte eso sigue
siendo así, y por mucho que pase en ese horrible edificio de Ciudad Universitaria
nada le importa. Pasa de todo ello como de comer criadillas de toro, le da
igual. Es más pensaba que volver un último año más iba a ser un suplicio, pero
sin embargo ha sido todo lo contrario. Este primer trimestre aún teniendo que
cargar con la pesada losa del Proyecto Fin de Carrera se le ha pasado volando.
Antes de empezar sexto no hubiera imaginado ni siendo la persona más optimista
del mundo que fuera a estar tan a gusto con sus amigos, los que lo son de
verdad, y mucho menos imaginar que con un compañero con el que el año pasado ni
se hablaba y cuando lo hacía era para hacerle daño las cosas se pudieran
recomponer y redirigir. No la Escuela dejó de ser un problema para él en el
momento en que cambió sus prioridades, o quizá mejor dicho en el momento que
asumió su error y lo aceptó como algo que suele pasar en la vida y que debe
servir para aprender.
En su día la
Escuela sí fue un problema. Era un suplicio tener que ir todos los días allí y
meterse en un mundo falso en el que el interés sustituye a la amistad, y los
contactos al mérito. Este hecho no ha mejorado con los años, sino todo lo
contrario a medida que iban pasando los cursos se iba dando cuenta de que esa
actitud cretina y miserable, que conduciría a la sociedad a la autodestrucción
sino no fuera porque por suerte es una minoría comparada con la inmensidad del
mundo, se iba acrecentando. Por suerte supo reaccionar a tiempo, no por el
mismo sino con la ayuda impagada e impagable de sus amigos que en ese sentido
sí con como él. La Escuela dejo hace tiempo de tocarle la moral y de cizallarle
el espíritu y la esperanza. En el momento en que supo ver que lo que de verdad
importa es siempre uno mismo, es decir, estar bien y a gusto consigo mismo, y
sobre todo los amigos, aquellas personas que te quieren tal y como eres, con
tus faltas (que tiene muchas), errores (que también son multitud), y en cierto
modo también, aunque esto suele ser lo de menor importancia, tus virtudes (que
en su caso probablemente no sea ninguna). Son las personas, empezando por uno
mismo, las que importan, lo demás es accesorio, y si uno es capaz de estar bien
consigo mismo y con las personas que le rodean lo demás pierde rápidamente
importancia.
Él pensaba que ya
había superado la época de no estar a gusto consigo mismo, de preocuparse
demasiado por lo que otros pudieran decir sobre él. Y en cierto modo es así,
desde hacía tiempo lo que otros decían de él se la traía sin cuidado, salvo
aquello que sus amigos de verdad, esos a los que de vez cuando termina por
fallar como un imbécil, le decían. Esto sí importa, aunque siempre de manera
relativa, y con el objetivo de mejorar aquello que haya que mejorar. Hace unos
meses cuando llegó lo más bajo que podía llegar, a sentirse como un miserable
más, ruin, vil y sin corazón, o mejor dicho sin alma, decidió que era hora de
cambiar, girar 180º su vida. Durante el pasado verano hizo un duro ejercicio de
reflexión personal que le llevó a darse cuenta que si conseguía estar a gusto
consigo mismo podría salir del pozo en el que estaba, o del túnel, da igual, lo
mismo da una metáfora que la otra. Se dio cuenta de que estar todo el tiempo
pensando el lo que los demás esperaban de él, o en lo que los demás estuvieran
haciendo y él no, no le llevaba a ninguna parte salvo a la desesperación y al vacío
personal. Por eso decidió aplicarse a sí mismo una máxima: ser feliz por sí
mismo, buscando en cada momento aquello que le hiciera estar bien y a gusto.
Sin embargo por
muy lejos que parecieran los días en los que sólo sentía dentro de sí mismo un
vacío inconmensurable, anoche se dio cuenta que todavía quedaban posos.
Fantasmas del pasado que vuelven cuando menos se los espera y golpean con mayor
dureza de la que imaginábamos, dejándonos muy tocados. De todos los problemas
que su entrada en la universidad, en ese nuevo mundo de relaciones personales y
nueva gente, le trajo y que terminaron por explotar hace unos años había uno
que seguía latente, oculto bajo otros que se fueron acumulando poco a poco en
un proceso destructivo que le dejó sin ganas de nada, sin espíritu y sin un
ápice de autoestima. Ese problema era la soledad. No la soledad que implica
falta de personas alrededor de uno, porque en ese sentido no tiene problemas,
sino todo lo contrario, nunca pensó durante los peores días que podría llamar
amigos a tantas personas, ni que tanta gente en la Escuela le saludaría e
intercambiaría algunas frases con él, ni tan siquiera que se iba a atrever a
meterse en una de las asociaciones de su Escuela para colaborar con ellos de
manera más directa. La soledad que siempre ha sentido, prácticamente desde el
principio de su periplo universitario es de otro tipo.
La soledad que
siempre ha sentido no implica falta de personas sino de amor. Es contradictorio
que él se sienta solo, pero muchas veces el estar rodeado de personas no
implica no estar en soledad. Él sabe que literalmente hablando no está solo,
sus padres, su familia y sus amigos están ahí, y todos le muestran su cariño.
Pero la soledad que siente no tiene nada que ver con estar solo, va más allá, se
hunde en lo más profundo de su alma, hasta las entrañas de su corazón. Su
soledad se explica con tres palabras: falta de amor. Algunos vendrán diciendo
que tiene el amor de sus padres, el cariño de sus amigos, pero las mismas
personas que dicen esto también saben, y se callan, que llega un momento en que
eso no basta. El amor maternal y paternal tiene fecha de caducidad, no porque
se acabe, sino porque pierde las propiedades que un día tuvo. Este amor
“familiar” es más que suficiente cuando se es un chaval, un adolescente
incluso, pero a medida que se va creciendo se hace pequeño y no llega a cubrir
otros ámbitos afectivos. La soledad que él siente, y que deriva en una
destrucción total de su voluntad y de sus ánimos deriva de la falta de pareja,
del no tener, ni haber tenido (que muchas veces le come más la moral que le
mero hecho de no tener en el presente) novia.
Es superficial que
se sienta solo por ello, pero creo que es más que comprensible. Está muy bien
el cariño de los amigos, el suplir con ellos una tarde yendo de cervezas o al
cine, o simplemente a dar una vuelta sin rumbo fijado de antemano. Está muy
bien el amor de tus padres, de tus abuelos, de tu prima más pequeña de quien
además eres padrino, el de tus tíos, y la admiración de tu primo mediano por
las notas que sacas en la universidad. Todo está muy bien, lo uno y lo otro.
Pero llega un momento en que no basta, en que eso mismo produce vacío en tu
alma. Él sabe que la ansiedad que le venció ayer de vuelta a su casa tras haber
quedado con unos amigos viene de su soledad, de compararse de nuevo con las
personas con las que estuvo y descubrir que muchos han sido los años que ha
perdido y que le han ocasionado esa soledad. Verse rodeado de personas que
tenían pareja o que habían tenido pareja en algún momento, y compararse con
ellos fue un golpe que sin esperarlo le volvió a dar en plena línea de
flotación de su autoestima.
Nadie, ni él
mismo, pueden afirmar que se sentiría de manera diferente si su vida hubiera
sido otra, si no hubiera caído en ese pozo tan profundo del que se creía fuera
ya. Es posible que el pozo estuviera lejos, pero los fantasmas que tuvo dentro
del mismo siguen a su alrededor y han aguardado hasta el momento justo para
volver a atacar y golpear con fuerza en aquello que estaba empezando a
recuperar, como eran las ganas de vivir todos los días con ánimo e ilusión.
Esos fantasmas siempre han estado ahí, escondidos y él lo sabía. Lo sabía pero
había decidido ignorarlos, tal y como se le aconsejó y como aprendió a hacer.
Pero esto fantasmas son tan listos como nosotros mismo, ya que surgen de lo más
profundo de nuestro ser, son parte de nosotros y nos conocen mejor que nosotros
mismos, por ello saben cuando actuar para volver a desgarrar lo que con tanto
esfuerzo se había vuelto a tejer.
De todas maneras
él sabía que tarde o temprano iba a haber un episodio como el que tuvo que
vivir anoche. Sabía que llegaría una decaída, o un tropezón, da igual el nombre
que se le dé, que le haría sentir como en los peores momentos pasados. ¿Por qué
fue ayer, con lo bien que se lo había pasado haciendo algo que le gusta como es
ir al cine, y además con un grupo grande de personas entre las que había
algunos amigos? No hay respuesta, y menos que nadie él no la encuentra. Ni la
va a encontrar porque a los fantasmas del pasado no les guía ninguna razón. Cuando
vienen lo hacen para golpear fuerte, para volver a hacer presente algo que
parecía ya pasado. Pero el problema del pasado es que siempre acaba por volver.
No se puede conjurar para eliminarlo, para fijarlo en el tiempo donde no
podemos volver, ni al que podemos ir.
Anoche, como no le
pasaba desde hacía mucho tiempo, terminó por reventar. Casi llegando a su casa,
en el coche, por las calles desiertas de su barrio por las que ni un alma
circulaba aparecieron de nuevo los fantasmas. Sin embargo él sabía que iban a
aparecer, los llevaba notando toda la tarde. En el centro comercial, mientras
esperaba a que llegara el resto de la gente con la que iba a ir al cine, para
hacer tiempo decidió darse una vuelta por las diversas plantas repletas de
tiendas de ropa. Todos los centros comerciales se terminan pareciendo entre sí,
o eso piensa él, todos tienen siempre las mismas tiendas de ropa y situadas
casi siempre en el mismo orden, los mismos restaurantes, las mismas atracciones
para los niños y para los adultos, los mismos cines y las mismas salas de juegos.
Pero también tienen igual a la gente. Mientras paseaba por los pasillos del
centro comercial esquivando a la gente no podía hacer otra cosa que observar. Observar
la vorágine consumista que se impone en las fechas de Navidad. Observar a los
padres que se visten de Sabios de Oriente y, de una tienda a otra, van con
prisas y estrés buscando aquello que tienen que comprar.
Pero en lo que más
se fijaba, casi sin quererlo, y sabiendo que si no lo controlaba acabaría mal,
como al final de la noche sucedió, era en las parejas. De todas las edades. Adolescentes,
jóvenes de su edad, jóvenes algo mayores que él, adultos y ancianos. Todas estas
parejas de la mano, bueno todas no. Una cosa curiosa que ocurre en los centros
comerciales es que los adolescentes, los jóvenes de todas la edades, y las
personas mayores sí van de la mano, o abrazados, o cogiendo ellos a sus chicas
de la cintura, pero los adultos no. Los adultos van juntos pero no revueltos,
con las manos cerca unas de otras pero como si no se atrevieran a tocarse por
haber cometido una falta en uno con el otro. Una cosa curiosa que se necesite
el contento físico tanto en el comienzo de la vida independiente de los padres,
y al final del camino vital. Ese contacto que nos hace sentir a quien amamos
ahí. Su calor, su fuerza, su tensión. Ese contacto que nos sostiene y nos mantiene
a flote en el mar agitado y bravío que es la vida.
Pero él viendo
todo esto, observando a todas las parejas, solo era capaz de ver su soledad. Él
no podía disfrutar de ese contacto físico con su pareja porque no la había. No podía
sentir ese amor, porque no existía. Pero lo peor de todo era saber que no había
tenido nunca la oportunidad de poder hacerlo. Eso era lo que más le tocaba en
lo más profundo de su alma, lo que le destroza su ánimo cada vez que lo piensa.
Sin embargo hizo lo que sabía que tenía que hacer. Pensó en otra cosa, en
momentos y lugares en los que lo pasara bien y hubiera estado a gusto. Tuvo suerte
y pronto llegaron los refuerzos que le permitieron no seguir pensado en lo que
no tenía que pensar. Los fantasmas de momento se alejaron. Pero él ya los había
notado y en el fondo sabía que no se habían ido muy lejos.
Y tenía razón los
fantasmas seguían con él. Dentro de la sala de cine también. A pesar de toda la
gente que había en la sala, tanta como no recordaba desde hacía muchos años, y
del grupo tan numeroso en el que iba él se sentía solo. Le hubiera gustado
poder ir también con su pareja y haber podido disfrutar de ella y du sus amigos
al mismo tiempo. Esa idea le empezó a rondar durante toda la película y lo que
es peor permitió que se le metiera hasta lo más profundo de su mente. Los fantasmas
ya lo vieron claro y terminaron por entrar también y empezar a golpear donde
sabían que tenían que hacerlo, allí donde todavía el pasado era muy presente de
vez en cuando.
La noche terminó
muy de madrugada. Se despidió del grupo en el que iba, deseó felices fiestas a
sus amigos y a sus parejas y cogió el coche para volver. En el coche él ya
sabía lo que iba a ocurrir. Sabía que no iba solo que los fantasmas del pasado
iban con él y que se iban a hacer notar antes o después, pero más pronto que
tarde. Y así fue. Llegando a su casa la ansiedad era tan grande que solo tenía
una opción para liberarla. La presión poco a poco le fue creciendo en el pecho.
Una presión que si hubiera estado en medio de un bosque o de la montaña se
hubiera transformado en un grito sordo. Un grito de liberación que sólo
hubieran oído las aves que hubieran levantado el vuelo para huir hacia la
libertad. Un grito que se hubiera tragado la montaña. Pero él solo en su coche
no podía gritar.
Llorar es un modo
de liberar tensiones, de dejar que las emociones fluyan y salgan fuera, o al
menos eso es lo que le habían dicho. Llorar sirve para dar rienda suelta a los
sentimientos, tanto buenos o malos. Se puede llorar de risa, a carcajada limpia
sin poder parar; pero también se puede llorar por todo lo contrario. Se llora
en un funeral, se llora en un nacimiento, se puede llorar en un partido de
fútbol y en la graduación de tu hijo, se puede llorar de mentira, y se puede
llorar de amor. Anoche él lloró de soledad. Los fantasmas ganaron. El pasado
volvió con aroma valenciano al presente. No lo evitó porque sabía que iba a
pasar y el evitarlo no hubiera hecho nada salvo aumentar la presión y la
ansiedad. Estuvo un rato en el coche solo, llorando, tranquilizándose
antes de entrar en su casa, intentando echar a los fantasmas de su interior con
sus lágrimas, intentado que la ansiedad acabara y la presión en el pecho
desapareciera. Pero estos no se van
tan fácilmente y menos si saben que pueden hacer leña del árbol caído, si
pueden alimentarse de los restos, del miedo y minar un poco la moral y la
autoestima.
Cuando entró en su
casa eran cerca de las dos de la madrugada, pero a pesar de la hora y del sueño
sabía de antemano que aquella noche iba a ser dura, como las de antes. Como esas
noches en las que apenas descansaba por mucho que durmiera. El sueño acabó por
arrastrarle hacia los dominios de Morfeo a cabalgar con él en su cuadriga celestial
hacia un nuevo día. Pero los fantasmas que volvieron a aparecer también permanecieron
con él, y tendrá de nuevo que expulsarlo, aunque esto ya lo sabe hacer. Simplemente
tiene que mantenerse ocupado en algo, tener algo que obligue al pasado a
mantenerse en ese recodo del tiempo donde no podemos llegar nunca, a raya del
presente. Por suerte tiene el PFC durante estas Navidades para mantenerle
ocupado y a los fantasmas pasados a raya. Yo sólo espero que logre ahuyentar a esos
fantasmas y hacerles desaparecer por fin del todo para que no puedan volver de
nuevo a golpearle y para que de una vez por todas pueda estar tranquilo.
Caronte.
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